
En el núcleo de muchas familias disfuncionales, la figura de un padre o madre narcisista impone una lógica emocional que condiciona el desarrollo de sus hijos.
Según el psicólogo Mark Travers, los hijos criados en estos entornos suelen verse obligados a asumir roles que no eligen y que están diseñados para sostener las necesidades emocionales de los adultos, no las de los niños.
De acuerdo con el psicólogo de la Universidad de Cornell, esta dinámica deja huellas profundas en la identidad de quienes atraviesan una infancia sin validación emocional, estabilidad ni afecto incondicional.
En su análisis para Forbes Travers advirtió que los niños no deberían responsabilizarse de las carencias psicológicas de sus padres. No obstante, en hogares donde el narcisismo marca la pauta, esto ocurre con frecuencia.
Infancias atrapadas en tres figuras
De acuerdo con un estudio citado por el psicólogo, los hijos de padres narcisistas suelen asumir uno o más de estos tres roles: el niño de oro, el chivo expiatorio y el niño perdido.

Aunque estos patrones pueden observarse en distintas familias, en los hogares donde predomina la disfunción emocional, las asignaciones tienden a volverse rígidas y persistentes.
Cada uno de estos roles se configura como una estrategia de supervivencia psicológica que, en lugar de proteger al niño, prolonga el trauma en la adultez.
El niño de oro: el favorito condicionado
El llamado "niño de oro" es aquel hijo que encarna la imagen idealizada que los padres narcisistas desean proyectar: éxito, inteligencia o carisma.
Esta posición suele ir acompañada de privilegios aparentes, pero el afecto recibido depende del cumplimiento de exigencias externas.

“Debe conformarse, actuar y nunca cuestionar la autoridad para mantener la aprobación”, señaló Travers. Si este hijo se aparta de las expectativas familiares, por su elección de pareja o carrera, puede ser relegado a un rol menos favorecido dentro del sistema familiar.
Un estudio citado por Travers, publicado en la Enciclopedia del Desarrollo Infantil y Adolescente, indicó que el favoritismo se identifica entre hermanos desde edades tempranas, lo que intensifica la desigualdad en el trato.
En este contexto, el hijo predilecto construye su autoestima en torno a la validación externa, lo que puede generar perfeccionismo, ansiedad o dificultades para forjar una identidad auténtica.
El chivo expiatorio: blanco de las frustraciones
El segundo rol es el del chivo expiatorio, el hijo considerado problemático o desobediente que se convierte en receptor de críticas, culpa y proyección emocional del resto de la familia.
El mismo estudio mencionado previamente, también destacó que este patrón suele establecerse cuando el niño no se ajusta a las normas familiares o cuestiona conductas injustas. “El chivo expiatorio suele ser el más consciente emocionalmente y resistente a la manipulación, lo que lo convierte en una amenaza para la dinámica disfuncional”, indicó el psicólogo.

Travers también retomó un testimonio incluido en un estudio publicado en Early Child Development and Care, donde una mujer criada por una madre narcisista relató: “Me despreciaba, me regañaba y nunca me felicitaba por nada. Me habría ido bien en la escuela, pero nada era suficiente y me rendí”.
La dinámica del chivo expiatorio se refuerza a través de la relación entre hermanos, cuando replican la visión que los padres tienen sobre uno de ellos. Esta posición deteriora la autoestima del niño, que llega a interiorizar que es el origen de los conflictos familiares.
El niño perdido: el hijo invisible
El último de los roles destacados por Travers es el del niño perdido, marcado por la negligencia emocional. No recibe atención, elogios ni reproches por parte de los padres.
De acuerdo con el psicólogo, este patrón surge cuando los padres adoptan una actitud intencionalmente distante. El niño crece sin sentir que sus pensamientos o emociones tengan valor.

Desarrolla una actitud retraída, evita conflictos y genera una hiperindependencia basada en la convicción de que nadie satisfará sus necesidades.
Esta figura enfrenta dificultades para establecer vínculos emocionales, tomar decisiones o expresar deseos, ya que aprende a minimizar su presencia y sus necesidades como forma de protección.
Impacto a largo plazo
Los tres roles descritos, ya sea de forma aislada o combinada, responden a la ausencia de contención en entornos donde las necesidades emocionales de los padres prevalecen sobre las de los hijos. “Estos niños pueden desempeñar uno o más de estos roles, pero sirven para sanar las heridas emocionales de sus padres, en lugar de atender sus propias necesidades”, explicó Travers.
Las secuelas de esta crianza varían en cada caso, pero generalmente pueden incluir problemas de autoestima, dificultad para establecer límites, miedo al rechazo y conflictos en las relaciones interpersonales. Aunque el daño puede persistir durante años, reconocer estas dinámicas constituye un paso clave para desactivar patrones heredados y construir relaciones más sanas.
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