
Desde tiempos remotos el mundo emocional ha sido siempre una preocupación para los especialistas de las ciencias humanas. Cualquiera sabe, y desea fervientemente, sentirse bien, evitar el dolor y promover acciones congruentes con lo que sentimos
El estado de ánimo es el aspecto emocional de la personalidad, por lo tanto podemos reconocer que es nuestra forma de sentir; nos pertenece y hasta es posible describirnos según los modos afectivos que nos identifican: “Soy optimista/ soy pesimista”.
Los afectos son los sucesivos estados emocionales que van tiñendo nuestra vida de acuerdo a las circunstancias que vivimos, ejemplo: amor, alegría, tristeza, por nombrar algunos.

Por supuesto que de todas estas manifestaciones afectivo-emocionales, la alegría, la expansión, las ganas de vivir, el optimismo, son las más deseadas y quisiéramos que se queden por nosotros por mucho tiempo. Sin embargo todos sabemos que la vida humana debe pasar por circunstancias dolorosas, críticas, algunas más que otras, que nos provocan dolor.
En el mejor de los casos, el atravesar situaciones conflictivas, debiera activar estrategias de afrontamiento positivas, que nos permitan atravesar el trauma y salir fortalecidos. Esta feliz alternativa está considerada como una de las más saludables de la especie humana y recibe el nombre de resiliencia.
El sujeto resiliente se mostrará optimista, agradecido con la vida, pondrá límites cuando considere necesario y estará abierto a la experiencia con la finalidad de enriquecerse y aprender. Será curioso, emprendedor, cauteloso y audaz, abierto a las relaciones interpersonales sin perderse en ellas; usará la percepción para ampliar su visión del mundo, el pensamiento para aprehenderlo en su magnificencia; no se dejará encorsetar por reglas arbitrarias y luchará desde su filosofía de vida por una vida más justa, en concordancia con el respeto al ser humano o a la naturaleza en general.

Reflexionar sobre lo que nos pasa en nuestro mundo emocional no es una tarea acostumbrada, más bien diría que si no existen motivos puntuales, se desestima o se posterga para otra ocasión. El vértigo de la vida moderna reduce la percepción de las cosas a la mera utilidad, de esta manera también se restringen los sentimientos, el pensamiento se ciñe a la supervivencia y la vida interpersonal se empobrece.
Siempre que un año se cierra se nos presenta la triple-y a veces ardua tarea- de hacer un balance del año que se aleja, evaluar el presente, y planear el porvenir. Demasiadas cosas para tan pocos días. Sobre todo cuando uno desea relajarse, descansar, dejar las preocupaciones para otra ocasión. Sin embargo, los días de vacaciones son una buena oportunidad para abrir la percepción a todo aquello que pasamos por alto a lo largo de año: la contemplación de un paisaje, escuchar música, estar con la gente querida por el bello acto del encuentro, incentivar la imaginación con la lectura, entregarnos al sexo sin apuros, probar nuevas formas de comunicación en la pareja, por citar algunos ejemplos.
Todas estas acciones y muchas más, estimulan el mundo emocional. Propongo que antes de sumergirnos en los clásicos “pensamientos automáticos” que guían estos días de cierre de año, nos detengamos a pensar “cómo estamos” con nosotros mismos y con los demás, no para evaluar los objetivos alcanzados, ni reprocharnos por los postergados; sólo para preguntarnos por nuestra humanidad, si estamos siendo congruentes con nuestros deseos más profundos. Es un noble compromiso intentar saber si nuestro mundo emocional se ha enriquecido o, por el contrario, se ha convertido en un subordinado de la vida cotidiana.
*Walter Ghedin, (MN 74.794), es médico psiquiatra y sexólogo
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