
Con la llegada de su segunda temporada, la aclamada serie The Last of Us, basada en el popular videojuego homónimo, enfrenta un nuevo tipo de amenaza: no la de los hongos mutantes que azotan a la humanidad en su trama, sino la del descrédito científico que acompaña cada nuevo episodio.
Desde su inicio, la ficción se ganó elogios por una estética postapocalíptica cuidadosamente construida, donde una versión alterada del hongo Cordyceps transforma a los humanos en seres violentos, y donde la naturaleza, dominada por el mundo microbiano, retoma las ruinas de la civilización.
Sin embargo, el entusiasmo inicial entre quienes conocen la micología se ha ido desinflando a medida que la serie toma licencias dramáticas que comprometen el rigor científico. Así lo expresa Corrado Nai, doctor en ecología fúngica y seguidor tanto del juego como del programa televisivo, en una columna publicada en New Scientist.
Una base científica sólida... al comienzo
La premisa original de The Last of Us se inspiró en un fenómeno real. El hongo Ophiocordyceps unilateralis infecta hormigas y manipula su comportamiento para facilitar la propagación de sus esporas. Aunque aún no se conoce del todo cómo logra esta manipulación, se sabe que no invade directamente el cerebro hasta la fase terminal de la infección. Luego, el hongo obliga a la hormiga a escalar y sujetarse a una hoja antes de matarla y emerger de su cráneo para liberar nuevas esporas.

Si bien la idea de que este hongo pueda adaptarse a humanos es altamente improbable, resulta un punto de partida eficaz para una historia de terror biológico. Y, en efecto, la primera temporada logró cautivar a audiencias y medios al situar una amenaza micótica en el centro de una narrativa humana y devastadora.
Errores que erosionan la credibilidad
Pese a esta sólida base, la serie omitió desde el principio uno de los mecanismos más cruciales de propagación de los hongos: las esporas. Su exclusión —justificada por los creadores por razones de producción, al considerar que el uso constante de máscaras afectaría la expresividad de los actores— debilitó la coherencia interna del universo narrativo.
La situación no mejora en la segunda temporada. A pesar de promesas iniciales de incluir las esporas como elemento dramático, estas aún no han aparecido en los primeros episodios. En su lugar, los guionistas optaron por exagerar otros aspectos del comportamiento fúngico: tentáculos que se mueven desde la boca de los infectados, redes de micelio que emergen de tuberías como si tuvieran voluntad propia, y una conexión “inteligente” entre criaturas, alimentada por estructuras subterráneas supuestamente orgánicas. En palabras de Nai: “¿Alguien ha visto alguna vez moverse a un hongo en la vida real?”
Realismo reemplazado por espectáculo
Uno de los puntos más criticados por el autor es el olvido de ciertos elementos fundamentales para el desarrollo de una infección realista. Por ejemplo, si el brote comenzó por alimentos contaminados, ¿por qué nadie vuelve a preocuparse por la inocuidad de lo que consume? Más aún, en un mundo tan peligroso, ¿no tendría sentido temer una infección secundaria o la ineficacia de antibióticos frente a bacterias resistentes?
Estos escenarios —como los casos reales ocurridos durante la pandemia de Covid-19 en India, donde la co-infección con mucormicosis tuvo consecuencias graves— habrían permitido explorar el horror de la vulnerabilidad microbiana humana con mayor fidelidad y profundidad. Pero la serie optó por potenciar la amenaza externa con elementos visuales efectistas en lugar de centrarse en los aspectos clínicos que harían más inquietante al Cordyceps ficcional.
Un mundo real igual de aterrador
La ficción, afirma Nai, podría haber aprovechado el interés generado por la micología para reflejar la amenaza tangible que representan los hongos en la vida real: enfermedades difíciles de diagnosticar, para las que no existen vacunas, y con escasas opciones terapéuticas eficaces. Al haber evitado este enfoque, la serie pierde la oportunidad de fortalecer la verosimilitud del relato a la vez que genera conciencia sobre un tema de salud pública relevante.
En definitiva, The Last of Us comenzó como una representación novedosa de la amenaza fúngica, y logró poner a los hongos en el centro del discurso cultural. Pero con su segunda entrega, la producción parece alejarse del rigor que hizo memorable su primera temporada. Para Nai, el pedido es claro: si no se puede respetar la ciencia, al menos que se conserve la coherencia del universo del videojuego original.
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