
En 1827, el científico francés Joseph Nicéphore Niépce capturó la primera fotografía de la historia al exponer durante ocho horas una placa recubierta de betún en el alféizar de su ventana. Desde aquel experimento pionero, la fotografía ha evolucionado hasta convertirse en un fenómeno social global, especialmente en el contexto de los viajes.
La pregunta sobre por qué nos hacemos fotos cuando viajamos, lejos de ser trivial, revela profundas transformaciones culturales y tecnológicas que han marcado la manera en que nos relacionamos con el mundo y con nosotros mismos, según analiza Condé Nast Traveler.
La historia de la fotografía es, en esencia, la historia de cómo las personas han buscado narrar su paso por el mundo. El término “fotografía” proviene del griego y significa literalmente “escribir con la luz”. A lo largo de dos siglos, la práctica de capturar imágenes ha pasado de ser un acto reservado a unos pocos a convertirse en una actividad cotidiana y accesible para millones.
El sociólogo Javier Arenas, en conversación con Condé Nast Traveler, señala que la principal razón por la que hoy se toman muchas más fotos que antes es la facilidad tecnológica: “Primero la fotografía digital y luego las cámaras en el móvil han permitido hacer de forma gratuita, y casi compulsiva, miles de fotos. Antes, el coste del revelado en la fotografía analógica obligaba a elegir muy bien lo que se quería fotografiar, que iba en papel al álbum familiar, pero ahora el único límite en el número de fotos lo ponen quienes posan, cuando ya están hartos de sonreír a la cámara”.
De lo privado a lo público

En el pasado, las imágenes de los viajes solían quedar confinadas a álbumes familiares, compartidas en la intimidad del hogar. Hoy, la fotografía de viajes se ha transformado en un acto público y social, impulsado por la necesidad de mostrar experiencias y construir una imagen personal en el entorno digital.
Arenas explica que, además del acceso a nuevas tecnologías, existe un deseo creciente de proyectar una imagen de uno mismo a través de las redes sociales. “Ahora hacemos fotos para mostrar el viaje al mundo, buscando reconocimiento y validación social a través del número de ‘likes’ en las redes sociales. La imagen de cada persona se construye mucho más en el mundo digital que en el de carne y hueso”, afirma el sociólogo.
Esta tendencia ha desplazado el foco de la fotografía desde la preservación de recuerdos íntimos hacia la búsqueda de lo espectacular y lo “instagrameable”, en un intento de comunicar a los demás quiénes somos y qué hemos vivido.
Las diferencias generacionales resultan evidentes en la forma de fotografiar los viajes. Según el análisis de Arenas recogido por Condé Nast Traveler, los Millennials (29-45 años) tienden a buscar recuerdos memorables en lugares icónicos o monumentos famosos, posan cuidadosamente y aplican filtros para embellecer las imágenes antes de compartirlas en redes sociales. Para ellos, la fotografía es una forma de comunicar “yo estuve allí” y de cumplir sueños personales, fabricando imágenes que recuerdan a postales.

En contraste, la Generación Z (15-28 años) prioriza la autenticidad y la espontaneidad. Los jóvenes de este grupo buscan capturar la verdad cotidiana de sus experiencias, sin preocuparse por la perfección técnica o la puesta en escena. A menudo, ni siquiera aparecen en las fotos, o lo hacen de manera desenfocada o desde ángulos poco convencionales, en un esfuerzo por conectar con sus pares desde lo genuino.
Autenticidad y riesgos en la era digital
El testimonio del fotógrafo Javier Lozano, recogido por Condé Nast Traveler, aporta una perspectiva centrada en la autenticidad y el respeto al entorno. El creador, conocido por retratar la Almería más cotidiana, afirma que la fotografía le permite detenerse en detalles que suelen pasar desapercibidos.
“Cuando viajo no busco tanto la postal perfecta, sino lo que sucede en lo cotidiano: la luz entrando por la ventana de una casa, alguien preparando un café, un gesto espontáneo en la calle”, explica. Para él, la fotografía es una forma de conectar con el lugar y de mantener la esencia de su arquitectura, costumbres y formas de vida.
Lozano advierte sobre el riesgo de convertir la fotografía de viajes en una repetición de imágenes ya vistas, impulsadas por la prisa y la obsesión por la foto “instagramera”, lo que puede llevar a perder el respeto por el destino y sus habitantes. Frente a esta tendencia, defiende la importancia de vivir el lugar y disparar solo cuando algo realmente le conmueve.

El impacto de las redes sociales en la fotografía de viajes es innegable. La búsqueda de validación a través de “likes” y la presión por mostrar experiencias espectaculares han transformado la manera en que se conciben y comparten las imágenes.
Según el análisis de Condé Nast Traveler, la fotografía ha pasado de ser un acto íntimo a convertirse en una herramienta para la construcción de la identidad digital, donde la autenticidad y la conexión con los demás se han vuelto valores centrales, especialmente para las generaciones más jóvenes.
Por otro, y mirando hacia el futuro, la Generación Alfa (0-15 años) se perfila como un grupo que, tras observar el comportamiento de sus mayores, podría buscar un mayor control sobre su imagen pública y su privacidad.
Arenas anticipa que, en un contexto donde la inteligencia artificial será omnipresente y los conceptos de consentimiento y derechos de imagen estarán más presentes, los más jóvenes probablemente seguirán valorando la autenticidad, pero con una conciencia más aguda sobre los límites y riesgos de la exposición digital.
La fotografía de viajes parece encontrar su sentido más profundo cuando se convierte en un ejercicio de escucha y respeto hacia el lugar visitado. Solo al permitir que el entorno transforme nuestra mirada, sin imponer una perspectiva prefabricada, es posible construir relatos visuales personales y duraderos, como concluye Condé Nast Traveler.
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