
La brecha entre generaciones siempre existió, pero nunca fue tan visible ni tan rápida. Desde los bebés que deslizan sus dedos sobre una pantalla antes de poder caminar, hasta los adolescentes que construyen sus vínculos en entornos digitales, cada etapa de la vida parece adaptarse con una naturalidad que desconcierta al mundo adulto.
Y si bien, especialmente en la adolescencia, los padres no han logrado en todas las generaciones descubrir el lenguaje y las conductas de sus hijos, hoy esta perplejidad se vive desde edades muy tempranas.
Mucho se discute sobre los tiempos y las formas de la sobreexposición digital, pero la verdadera brecha no es esa, sino la incomprensión profunda de las reglas de juego que rigen la vida digital de niños, niñas y adolescentes: sus modos de vincularse, sus códigos, sus jerarquías y sus formas de construir identidad. Es una fractura simbólica que nos deja fuera de coordenadas que ellos habitan con naturalidad.
Y mientras los niños y niñas parecen dominar sin esfuerzo esos dispositivos y lenguajes, los adultos pasan horas absortos frente a las pantallas, muchas veces sin manejar la mayoría de los recursos por no ser nativos de sus universos.
Ante las dificultades que trajo la hiperconexión, distintos especialistas, proyectos legislativos y eventos han propuesto fórmulas que buscan recuperar el estado de cosas anterior: “limitar el tiempo de pantalla”, “entregar los celulares a edades más avanzadas” o, en versiones más melancólicas, “volver a criar como antes”, “recuperar la vereda”. Son ideas bien intencionadas, pero que simplifican una realidad mucho más compleja.

Hoy nuestra vida entera se organiza en torno a lo digital. Asistimos a reuniones por Zoom, a juicios por pantalla, y ya ni siquiera necesitamos ir al banco: las operaciones se realizan con Face ID y las transferencias se resuelven con un simple clic.
Las consultas médicas se hacen online y, desde la pandemia, se consolidaron nuevas modalidades de aprendizaje: la educación transcurre también en entornos digitales, las clases se dictan por videollamada, los intercambios y tareas se realizan en plataformas, y el aprendizaje se construye en una interacción mediada. El amor, la amistad y hasta la sexualidad también se desarrollan en estos espacios virtuales.
El mundo cambió y no hay regreso posible.
Hoy casi nadie viaja a eventos que no sean de entretenimiento: los encuentros virtuales resultan más ágiles, inclusivos y masivos que los presenciales, y el intercambio digital se consolidó como una nueva forma de comunidad. Incluso las manifestaciones sociales, como la última marcha Ni Una Menos, tuvieron una enorme presencia digital: comunidades de gamers en Minecraft, por ejemplo, replicaron los espacios del activismo en sus mundos virtuales, demostrando que también allí se construye participación y memoria colectiva.
Habitamos un entramado híbrido en el que lo físico y lo digital se entrelazan sin interrupción, especialmente en los entornos urbanos, donde las fronteras entre ambos mundos se desdibujaron.

Las infancias digitales crecen inmersas en un flujo incesante de estímulos, y los adultos observamos con desconcierto cómo lo nuevo irrumpe a máxima velocidad en estructuras que ya no alcanzan para contenerlo. Entre notificaciones, algoritmos y pantallas que moldean los afectos, las narrativas y los modos de pensar y de estar, seguimos intentando traducir ese universo con categorías antiguas, como si quisiéramos encajar un lenguaje vivo en lengua muerta.
Cuando creemos entender un lenguaje o dominar una red, ya cambió, y llegamos siempre tarde. Y esa distancia no es sólo técnica: es emocional.
Los niños y niñas manejan códigos de comunicación —memes, emojis, filtros, ironías fugaces— que para muchos adultos resultan ilegibles. Hablan incluso con emojis, no necesitan palabras, porque eso también es lenguaje y este cambia todo el tiempo.
Es un idioma nuevo, nacido de las entrañas de las narrativas digitales. Se idealiza la infancia de “antes”: la plaza, la calle, la bicicleta, los vecinos que cuidaban. Pero ese mundo también estaba atravesado por violencias invisibles y silencios que hoy no toleraremos, y el lugar de los niños era totalmente secundario y desvalorizado. Creer que la solución está en “volver” a esa época es negar la realidad y los avances en derechos.
Hoy la mayoría, no solo los niños, habita un único mundo que combina lo físico y lo digital, sin fronteras claras entre ambos. La plaza y el chat, el aula y el juego online. Pretender que se “desconecten” es tan absurdo como pedirles que dejen de hablar el idioma de su tiempo.

La verdadera crisis no es tecnológica, es simbólica. Muchos adultos ya no saben dónde viven los niños. Se ignoran las coordenadas de su mundo emocional digital, y cuando se intenta intervenir se lo hace con miedo o desconocimiento: con controles parentales, prohibiciones o sermones morales. Así se quiebra el diálogo, y la soledad se agranda.
El discurso alarmista y biologicista se ha vuelto un refugio cómodo para los adultos: culpar al dispositivo, al algoritmo o a la dopamina sin asumir la propia responsabilidad en el goce que también nos produce la hiperconexión. Esa postura moralista reduce la complejidad de los vínculos actuales a una escena de culpa y amenaza.
Escuché a un especialista decir: “No le das un celular a tu hijo, le das un hijo al celular”. Suena estridente, pero es darle demasiado poder a una máquina y fomentar el escepticismo.No se puede negar que existan usos adictivos ni minimizar los riesgos, pero sí reconocer que los adultos compartimos el mismo escenario de fascinación y dependencia. Todos estamos capturados por esta realidad; la pregunta es cómo la convertimos en una herramienta para un buen vivir.
El estudio eaSEL, presentado en la Conferencia ACM sobre Factores Humanos en Sistemas Informáticos 2025, celebrada en Japón, ofrece un ejemplo de este enfoque. Diseñado por Shen, Chen, Findlater y Dietz Smith, integra el aprendizaje socioemocional en el consumo de videos de niños a través de inteligencia artificial. El sistema identifica momentos emocionales y genera actividades de reflexión que promueven conversaciones profundas entre padres e hijos, sin necesidad de mirar los contenidos juntos.

Tras su implementación, los padres informaron que niños reflexionaron más sobre las emociones de los personajes y comprendieron mejor sus propias reacciones y la experiencia mejoró la calidad del diálogo familiar y redujo la sensación de distancia frente al uso de pantallas.El trabajo rompe con la idea de que la tecnología separa a padres e hijos. Un indicio de que la tecnología, bien utilizada, puede fomentar vínculos y un aprendizaje compartido.
Mientras tanto, la salud mental infanto-juvenil a nivel mundial se deteriora. La ansiedad, la depresión, los trastornos del sueño, las ludopatías, la autoexigencia y la soledad son síntomas de una época donde todo sucede a velocidad y sin respiro. El entorno virtual no inventa esos padecimientos: los amplifica. Y lo hace en una generación que se siente observada, comparada, sola y medida por algoritmos.
En una sociedad que nos exige cada vez más y que celebra la autoexplotación como sinónimo de éxito, los adultos, muchas veces por agotamiento, delegamos también nuestra función de cuidado.
Un ejemplo elocuente es el de madres y padres que piden a la inteligencia artificial que cree cuentos y los lea en voz alta a sus hijos antes de dormir, para tener una tarea menos que hacer, lo cual es comprensible en nuestro modo de vida, pero al hacerlo, entregamos no solo tiempo, sino la riqueza de la creatividad conjunta, la transmisión oral, la gestualidad y la cercanía con los niños.
Más allá de esto las redes también pueden ser espacios de creatividad, amistad, militancia y pertenencia.
El problema radica en que muchos adultos han renunciado a habitarlas junto a ellos, se dan por vencidos.

Siempre me viene a la cabeza una escena: uno no dejaría solo a un hijo frente a un oso, pero sí le permite estar horas frente a una pantalla. Dejamos que los algoritmos sean copartícipes de la crianza, porque no parecen tan amenazantes, pero lo son, tanto como dejarlos a la intemperie.
Necesitamos un nuevo pacto —no sólo entre familias y generaciones, sino también con los Estados, las plataformas digitales y las políticas públicas que moldean nuestra vida cotidiana— que reconozca que el mundo híbrido, donde el estimulo compartido de lo digital también estructura los lazos y redefine las formas del deseo y la pertenencia, llegó para quedarse, y que el cuidado ya no puede ser solo físico, sino también digital, emocional y cultural.
La herida de saber que el mundo que conocíamos ya no existe es enorme, pero solo enfrentándola podremos construir uno donde la infancia no quede al margen.
Nos queda la alfabetización digital crítica, una educación que incluya la dimensión afectiva, una pedagogía sensible a lo emocional, políticas de protección online y, sobre todo, escucha intergeneracional.
Porque la infancia no está en otro planeta: está en este, solo que expandido, acelerado y conectado. Solo si los adultos aprendemos su idioma habrá diálogo posible.
La pregunta, claro, es cómo se aprende ese idioma. Quizás una pista esté en modelos como el mencionado al inicio —que no buscan prohibir ni retroceder—, donde la tecnología se convierte en una oportunidad para fortalecer vínculos familiares.
En definitiva, el desafío no es solo mirar atrás, sino aprender a estar presentes en este mundo que ya no es uno solo, ni como era antes.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
Últimas Noticias
Un hombre heredó una mutación genética ligada al Alzheimer y no desarrolló la enfermedad: qué dice la ciencia
Doug Whitney fue identificado como uno de los pocos casos en el mundo de personas con riesgo hereditario que permanecen sin síntomas. Su historia protagonizó un estudio científico. La palabra de los autores

Qué es el duelo invisible y cómo reconocerlo en la vida diaria, según la psicología
Identificar la raíz de estas heridas, resignificar el pasado y permitirse sentirlas son acciones determinantes a la hora de iniciar el proceso de recuperación emocional. Cómo realizarlo de manera efectiva

Investigan si un análisis de sangre podría detectar el síndrome de fatiga crónica
Expertos británicos crearon una prueba de alta precisión que, de todos modos, aún debe ser validada en otros estudios

Cómo un sencillo cambio en la forma de entrenar puede retrasar la pérdida de movilidad, según la ciencia
La potencia, crucial para realizar movimientos rápidos y prevenir caídas, comienza a disminuir en la adultez. Expertos en salud destacan que ejercitar la capacidad de generar fuerza ayuda a mantener la movilidad y reduce el riesgo de caídas

Por qué las uñas de los pies podrían ser la clave para detectar a tiempo la exposición a un gas invisible y cancerígeno
Científicos canadienses identificaron que el análisis de isótopos puede revelar la exposición sostenida a emanaciones sin olor que puede estar presente en viviendas y son la causa de cáncer de pulmón. Los detalles
