
En una era donde la inteligencia artificial (IA) se presenta como solución a numerosos desafíos cognitivos, el verdadero dilema no es técnico sino existencial: ¿qué perdemos cuando dejamos de pensar por nosotros mismos?
El valor de repetir con intención
La experiencia aparentemente trivial de construir rampas de juguete con su hijo llevó a Joshua Rothman, colaborador de The New Yorker, a una revelación: la repetición puede ser un motor de descubrimiento, no solo de perfeccionamiento.
A diferencia de las prácticas que buscan optimizar —como afinar una trayectoria de karting o preparar una tortilla perfecta—, hay una repetición con variaciones que enriquece nuestras capacidades internas.
Cocinar un estofado sin receta cada semana, interpretar una obra musical con matices distintos o pintar un mismo paisaje en diversas condiciones de luz son actividades que abren puertas a una conciencia más profunda.
Estas prácticas no conducen a una forma ideal única, sino que amplían el repertorio personal y desarrollan un tipo de inteligencia evolutiva.
¿Puede la IA replicar ese aprendizaje?
El creciente uso de sistemas como ChatGPT o Claude revela una tendencia inquietante: la tentación de delegar el proceso mental en algoritmos que producen resultados inmediatos y eficientes.
Desde generar versiones mejoradas de un correo electrónico hasta planificar acciones ante una enfermedad familiar, la IA promete alivio ante el desgaste que implica pensar, decidir y corregir.
No obstante, el artículo plantea una pregunta clave: ¿esa automatización de opciones equivale al proceso humano de creación? ¿Acaso esa abundancia de alternativas, producida sin esfuerzo, nos empobrece como individuos?

Pensar cansa, y eso importa
Una revisión de 170 estudios en 29 países, citada por el texto, confirma algo que muchos intuyen: el esfuerzo mental genera desagrado. Rehacer un trabajo —revisar un código, reescribir una carta— suele resultar aún más desagradable. En ese contexto, la IA aparece como un alivio: puede reiterar tareas sin fatiga, sin quejas, sin frustración.
Pero el artículo compara esta comodidad con los efectos del sedentarismo físico: el mismo cuerpo que puede mover cientos de kilos con un vehículo se vuelve débil si no se ejercita. Lo mismo ocurre con la mente.
Pensar, entonces, se perfila como una forma de ejercicio. Al igual que el gimnasio físico, el “gimnasio cognitivo” puede producir tanto autodisciplina como ilusión de fortaleza: se crean músculos intelectuales, pero también huecos.
Saber reprogramar un viaje familiar por enfermedad, por ejemplo, no es solo una cuestión logística; implica paciencia, atención y adaptación, habilidades que podrían atrofiarse si siempre se delegan.

¿Qué clase de personas seremos?
La IA, como lo muestra el autor con ejemplos del ámbito culinario, puede conducir a la creación de productos brillantes sin que el usuario desarrolle competencias reales. Un cocinero que improvisa recetas durante años posee un bagaje interior que no tiene quien sigue recetas generadas por una IA según lo que haya en su nevera.
La diferencia no es solo funcional, es estructural. Uno actúa desde el conocimiento, el otro desde la preferencia. Uno es sujeto de su experiencia, el otro un operador pasivo.
La metáfora del centauro —el híbrido entre humano y máquina— parece atractiva: potenciar nuestras habilidades con tecnología. Pero, advierte el texto, esto solo será posible si aún existen humanos bien entrenados. Si todos optan por ceder el esfuerzo, no habrá habilidades sobre las cuales construir mejoras.
¿Quién seremos si dejamos de pensar?
En un mundo donde las máquinas ya “piensan” por nosotros, tal vez debamos recordarnos la importancia de pensar por voluntad propia. Ya hacemos esfuerzos por alejarnos del teléfono, salir al aire libre, conversar cara a cara.
Del mismo modo, pronto tendremos que imponernos el acto de pensar como una elección consciente. Porque si no lo hacemos, el costo no será solo práctico, sino profundamente humano: seremos menos nosotros mismos, menos vivos, menos presentes.
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