
El reciente informe de WeProtect Global Alliance, presentado en septiembre de 2025 junto con otras organizaciones internacionales, reabrió un debate urgente: los comportamientos sexuales dañinos (HSB, por sus siglas en inglés, Harmful Sexual Behaviour) en niños y adolescentes. No se trata de juegos de exploración, sino de conductas que van desde el acoso sexual hasta la extorsión digital. Los resultados revelan que detrás de un niño que daña suele haber también un niño previamente dañado.
Las cifras son alarmantes. Se estima que un tercio de la violencia sexual infantil es cometida por preadolescentes y adolescentes. En nuestra región abundan los relatos de violencia sexual ejercida entre pares que no llegan a las estadísticas oficiales. La naturalización de ciertas prácticas y los consumos de material obsceno y cruel hacen que muchas veces falte concientización acerca de las conductas dañinas.
La investigación internacional afirma que la mayoría de los niños y adolescentes que ejercen comportamientos sexuales dañinos fueron previamente víctimas de violencia, maltrato o negligencia. En algunos casos lo que vivieron de manera pasiva puede reaparecer como actuación activa, a veces incluso como un intento fallido de elaborar lo traumático.

Según los resultados, estos niños y adolescentes están atravesados por experiencias adversas en la infancia, con procesos de depresión, ansiedad, estrés postraumático y trastornos de conducta.
Muchos presentan además discapacidades de aprendizaje o del desarrollo. En estudios realizados con adolescentes infractores de la ley penal en Escocia se analizó cómo gran parte de ellos había sido previamente víctima de violencia sexual, subrayando la importancia de considerar la victimización previa en estos casos. Otros informes internacionales (CSA Centre, Terre des Hommes) destacan también la exposición temprana a la pornografía como un factor de riesgo relevante.
En este mismo recorrido cultural, lo analógico y lo digital se entrelazan: nuestra vida ya no se divide entre lo presencial y lo virtual. Junto a experiencias valiosas como hacer amigos, aprender, entretenerse o enamorarse, los niños y niñas enfrentan desigualdades estructurales y nuevas formas de violencia.
La pornografía y el material de explotación sexual existían, pero hoy llegan al teléfono de cualquier niño sin mediaciones. Hace décadas, el acceso era a través de revistas que se vendían con franjas negras para disimular la desnudez de mujeres reducidas a objetos; hoy la mercantilización del cuerpo se ha multiplicado y plataformas exhiben sin filtros esa misma lógica. La presión de pares para enviar imágenes íntimas y, más recientemente, los deepfakes sexuales de niños y adolescentes, han abierto una frontera inédita de violencia.

En escuelas argentinas y latinoamericanas también empiezan a circular estos montajes, aunque casi nunca se los nombra con su verdadera dimensión de violencia sexual. Las víctimas, mayoritariamente niñas, sufren un trauma psicológico equiparable al de la violencia sexual.
Una problemática enorme es la dificultad para diferenciar la exploración sexual saludable, el consentimiento y los límites del otro, de lo que constituye violencia.
Esto se agrava en nuestras sociedades atravesadas por la cultura de la pornificación y la crueldad, donde el consumo temprano de pornografía y la sobreexposición digital de niñas y mujeres como mercancía consolidan un escenario de riesgo. Desde poses sensuales a edades tempranas hasta canciones que vanaglorian ser un objeto sexual y conseguir a cambio aceptación o poder, todo responde a un capitalismo salvaje y a estructuras patriarcales que reducen a las niñas a lugares objetales y empujan a los varones hacia la agresión.

Castigar severamente a adolescentes que participan en estas prácticas se ha demostrado que no es la solución. Se requieren sanciones proporcionales y ajustadas y, sobre todo, procesos educativos sostenidos que incluyan educación sexual integral pertinente al nivel de madurez, con perspectiva de derechos e interseccionalidad. Porque se trata de conductas que no aparecen de manera aislada, sino como parte de modelos culturales que naturalizan la cosificación y la violencia.
En septiembre de 2025, Brasil sancionó el ECA Digital, que prohíbe el perfilado de niños y adolescentes para publicidad, limita la explotación de sus datos y obliga a que las plataformas configuren la privacidad infantil como opción predeterminada.
En Europa, las nuevas directrices de la Ley de Servicios Digitales (DSA) establecen que las cuentas de menores de 18 años sean privadas por defecto y restrinjan algoritmos de recomendación. Pero en Argentina y en gran parte de América Latina todavía estamos muy lejos de contar con marcos regulatorios equivalentes. La ausencia de políticas públicas sólidas deja a los niños, niñas y adolescentes librados al mercado digital.

La evidencia demuestra que no todo niño o adolescente que agrede será un agresor adulto: las tasas de reincidencia varían entre 3 % y 14 %.
Las estrategias más prometedoras incluyen modelos basados en la construcción de planes de vida, el reconocimiento del daño y el desarrollo de capacidades que los acerquen a la comunidad, junto con enfoques que ponen el acento en la reparación: acompañamiento estatal, sostén familiar y espacios comunitarios que ofrezcan un lugar de pertenencia.
En nuestro país abundan experiencias comunitarias y escolares que muestran cómo el fortalecimiento de los vínculos afectivos, la participación escolar y la vida barrial son caminos que reducen la reincidencia y alientan la recuperación.

El trauma y la vulnerabilidad —presentes a lo largo de la historia de la infancia— hoy se despliegan en un escenario atravesado por la pobreza, la desigualdad y algoritmos que lucran con esas fragilidades. Esta realidad no es solo argentina: atraviesa a América Latina y al mundo entero, donde las brechas sociales y digitales se combinan con la falta de políticas de protección sólidas. La respuesta no puede ser la demonización ni el castigo aislado, sino una estrategia que combine prevención, detección temprana y reparación, con políticas públicas activas y compromiso social transnacional.
Proteger a los niños y adolescentes de la violencia sexual —también la ejercida entre pares y en entornos digitales— es una urgencia ética, política y cultural. Un mundo que resguarde la curiosidad y la inocencia de la infancia, que no acelere los procesos madurativos y que tenga en cuenta las condiciones estructurales y la diversidad es posible: depende de que lo construyamos con políticas públicas donde la prevención, la protección y el autocuidado sean nuestro faro.
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