Ayer por la tarde en Manhattan, Nueva York, una tragedia dejó atónitos a vecinos, trabajadores y autoridades, cuando Shane Tamura, un hombre de 27 años que había llegado desde Las Vegas, ingresó armado a un edificio de oficinas en Park Avenue, abrió fuego de forma letal contra cuatro personas y luego se suicidó.
El episodio sacudió a Nueva York por su violencia repentina, pero también por un dato inesperado: Tamura dejó una nota en la que afirmaba padecer encefalopatía traumática crónica (CTE), una enfermedad cerebral vinculada a traumatismos en la cabeza, y pidió que su cerebro fuera estudiado.
“Estudien mi cerebro, por favor. Lo siento”, escribió antes de quitarse la vida. La revelación transformó el caso en algo más complejo que un tiroteo, al poner en foco los efectos posibles de una patología que aún no puede diagnosticarse en vida.

El ataque ocurrió en el edificio donde funciona la sede de la firma Rudin Management y también varias oficinas de alto perfil, incluida la de la NFL (National Football League, la liga de fútbol americano profesional en Estados Unidos). Según la reconstrucción oficial, Tamura llegó al lugar en su BMW negro y, tras estacionar, tomó un rifle M4. Entró al edificio, subió por el ascensor y comenzó a disparar en el piso equivocado, presumiblemente creyendo que estaba en las oficinas de la liga de fútbol americano.
Aunque no hay constancia de que haya sido jugador profesional de fútbol americano, él mismo lo afirmaba en su nota y mencionaba a Terry Long, un exjugador de la NFL que se suicidó en 2005 luego de años de declive físico y mental. Tamura decía identificarse con él al padecer encefalopatía traumática crónica, una enfermedad neurodegenerativa progresiva que se relaciona con golpes repetidos en la cabeza.
“La encefalopatía traumática crónica (CTE) es una enfermedad neurodegenerativa progresiva que se ha asociado a traumatismos craneales repetidos. A diferencia de una conmoción aislada, lo preocupante en estos casos es la acumulación de microtraumas a lo largo del tiempo, incluso aquellos que no generan síntomas evidentes. Se ha documentado principalmente en deportistas que practican deportes de contacto, como fútbol americano, rugby, boxeo y hockey sobre hielo, entre otros”, explicó a Infobae el médico neurólogo Guido Dorman (MN 144.347) es subjefe de la Clínica de Memoria de INECO.
Y agregó: “El cerebro, al recibir golpes reiterados, va acumulando un daño que puede no notarse durante años. Pero en algunos casos, con el tiempo, ese daño deriva en cambios profundos en la conducta, como impulsividad, agresividad, depresión, alteraciones de la memoria y del sueño, y más adelante, en formas de deterioro cognitivo o incluso demencia. A nivel patológico, se caracteriza por la presencia de acúmulos anormales de proteína tau, en un patrón diferente al de otras enfermedades como el Alzheimer. Aunque no todas las personas expuestas al trauma desarrollan la enfermedad, la relación entre golpes repetidos y CTE está hoy sólidamente respaldada por la evidencia, y representa un desafío creciente tanto en medicina como en el ámbito deportivo”.
Originalmente conocida como “demencia del boxeador”, hoy se reconoce en jugadores de fútbol americano, rugby, hockey, militares y trabajadores expuestos a sacudidas craneales. Las investigaciones científicas señalan que los síntomas suelen aparecer años después de las lesiones y abarcan desde depresión y ansiedad hasta impulsividad, violencia, confusión mental y deterioro cognitivo.
Según explicó el neurólogo Vitor Tumas, de la Universidad de São Paulo, “este tipo de movimiento repentino de aceleración y desaceleración puede provocar el estiramiento de las fibras nerviosas, la ruptura de pequeños vasos sanguíneos y lesiones leves en el tejido cerebral”.
Esos daños, si se repiten, pueden iniciar un proceso que termina en inflamación crónica, muerte neuronal y acumulación de proteínas patológicas. La más conocida es la tau hiperfosforilada, que forma ovillos dentro de las neuronas y bloquea sus funciones. También se encontraron depósitos de beta-amiloide y TDP-43, proteínas que alteran la comunicación entre células del sistema nervioso.
El cuadro se agrava con la activación prolongada de la microglía, las células del sistema inmune del cerebro. Lejos de ayudar a reparar, este estado sostenido genera la liberación de sustancias tóxicas que empeoran el daño. Por eso, muchos investigadores hablan de un “círculo vicioso” entre los golpes, la inflamación y el deterioro progresivo. A diferencia de una lesión aguda, la CTE se desarrolla lentamente, pero sus consecuencias pueden ser devastadoras. No solo afecta la memoria o el razonamiento, sino también el control de impulsos y el estado de ánimo, lo que puede traducirse en conductas erráticas o agresivas.

Uno de los mayores desafíos es que no existe, al día de hoy, una forma definitiva de diagnosticar la enfermedad en personas vivas. Solo puede confirmarse tras la muerte, mediante el análisis microscópico del tejido cerebral. Por eso, los síntomas suelen confundirse con otras patologías psiquiátricas como la esquizofrenia, la depresión mayor o el trastorno bipolar.
Muchos pacientes no acceden a un diagnóstico certero ni a un tratamiento adecuado, lo que agrava la sensación de frustración, aislamiento o desesperanza. En ese contexto, la nota dejada por Tamura puede entenderse como un intento de dar sentido a sus acciones o, al menos, de advertir sobre su posible condición.
Cómo se mencionó, la encefalopatía traumática crónica es una condición neurodegenerativa que avanza de forma progresiva y está vinculada a una serie de alteraciones celulares y moleculares generadas por impactos reiterados en la cabeza. Uno de los elementos centrales en su desarrollo es el mal funcionamiento de la proteína tau, cuya función normal es brindar estabilidad a los microtúbulos de las neuronas. “Sin embargo, ante el estrés provocado por golpes frecuentes en el cerebro, esta proteína se modifica de manera anormal, se pliega de forma incorrecta y se agrupa, formando los conocidos ovillos neurofibrilares, según describe Mayo Clinic.
A este deterioro se suman otros componentes patológicos, como los acúmulos de la proteína TDP-43, vinculada al ADN, y las placas de beta-amiloide, las cuales también están presentes en trastornos como el Alzheimer.
“La inflamación sostenida del cerebro cumple un rol decisivo en el avance de la enfermedad. La microglía —una célula inmunitaria clave en el sistema nervioso central— permanece en estado de alerta tras cada nuevo golpe, pero pierde su capacidad de reparación y adopta una actividad tóxica. Esto provoca la liberación de compuestos inflamatorios, especies reactivas de oxígeno y nitrógeno, y mantiene un entorno nocivo para las neuronas”, agregan desde Mayo Clinic.
En conjunto, la CTE surge a partir de una interacción entre daño físico acumulado, alteraciones en proteínas esenciales, inflamación crónica y deficiencias en los mecanismos naturales de limpieza y regeneración cerebral.
CTE en deportistas profesionales

En las últimas dos décadas, la Universidad de Boston y otras instituciones médicas analizaron los cerebros de cientos de exjugadores fallecidos. En una muestra de 111 exjugadores de la NFL, 110 presentaban signos de CTE. La liga reconoció el vínculo entre la enfermedad y el fútbol americano en 2015, luego de años de litigios e investigaciones. Desde entonces, se implementaron cambios en los protocolos de conmoción cerebral, mejoras en los cascos y limitaciones al contacto físico en los entrenamientos. Sin embargo, los casos siguen acumulándose, incluso entre jugadores jóvenes o de categorías amateurs.
En el caso de Tamura, si bien no hay evidencia de que haya jugado profesionalmente, su propio relato indica que pudo haber estado expuesto a traumatismos repetidos. Su historia encaja en un patrón observado en otras personas que desarrollaron síntomas similares sin haber llegado a la élite deportiva. El hecho de que pidiera que estudien su cerebro podría ser un indicio de que sufría síntomas neurológicos que no comprendía del todo, pero que lo angustiaban.
El alcalde Eric Adams sostuvo que Tamura parecía estar buscando la sede de la NFL y que, debido a una confusión con el ascensor, terminó en otro piso del edificio. Allí disparó y luego se quitó la vida. Si se confirma que padecía una enfermedad cerebral, la pregunta que muchos se hacen es si el ataque fue una expresión violenta de una mente alterada o si existen otros factores que explican su conducta.
En su historial no figuraban señales de violencia previa, aunque sí constaban problemas de salud mental y el uso de medicación. La policía informó que tenía armas en su poder desde hacía tiempo, lo que también reabre la discusión sobre el acceso a armamento en personas con antecedentes clínicos. También expone una zona gris donde las condiciones médicas, las fallas en la detección temprana y la falta de tratamiento pueden converger en una tragedia.

En todo Estados Unidos, la relación entre salud mental y violencia armada es un tema de intenso debate. Muchos expertos advierten que la gran mayoría de personas con trastornos neurológicos o psiquiátricos no son peligrosas.
Sin embargo, la combinación de factores de riesgo, como enfermedades no tratadas, acceso a armas, aislamiento social o experiencias traumáticas, puede derivar en episodios extremos. La historia de Tamura parece reunir varios de esos elementos.
La dimensión simbólica del hecho tampoco pasa desapercibida. Que el tirador haya apuntado a un edificio donde funciona la NFL y haya mencionado a una de sus figuras más trágicas no solo vincula el caso con el deporte, sino también con una cultura que durante años minimizó el impacto de los golpes en la cabeza.
Ante la pregunta de Infobae de si un hombre que planifica un ataque y deja una nota pidiendo que estudien su cerebro podría estar afectado por una CTE, y qué nivel de deterioro puede tener una persona así, el experto afirmó que la CTE puede generar cambios marcados en el comportamiento, pérdida de control de impulsos, alteraciones afectivas e incluso ideas suicidas, pero no suele provocar en sus etapas iniciales un deterioro cognitivo tan severo como para impedir planificar acciones complejas. Es decir, alguien con CTE puede estar emocionalmente inestable o tener una percepción de que algo en su mente no está bien, pero seguir siendo capaz de organizar un acto deliberado.
“Que una persona deje una nota pidiendo que analicen su cerebro puede reflejar una búsqueda de explicación a su sufrimiento mental. Eso no equivale a tener una demencia, ni tampoco implica automáticamente que la enfermedad haya causado su conducta. En algunos casos, el CTE confirmado post mortem ha mostrado correlación con síntomas psiquiátricos graves; en otros, coexistían diagnósticos como trastorno de personalidad o depresión resistente”, sostuvo Dorman.
Y concluyó: “Por eso, la presencia de CTE no justifica ni explica por sí sola un acto violento. Puede ser un factor más dentro de un cuadro complejo, que incluye también la historia personal, el contexto social y otros posibles trastornos de salud mental. Como neurólogo, creo que estos casos deben abordarse con rigurosidad, pero también con humanidad, evitando respuestas simplistas que reduzcan todo a una sola causa”.
Hoy, con más conocimiento y herramientas, el objetivo no solo es prevenir los traumatismos, sino también comprender y tratar a quienes podrían estar sufriendo sus efectos a largo plazo.
Lo que ocurrió en Park Avenue fue un acto devastador que dejó víctimas inocentes, familias destruidas y una ciudad en duelo. Pero también fue un espejo que obliga a mirar más allá del hecho puntual. Las causas profundas, las enfermedades invisibles, los silencios médicos o sociales que anteceden a la violencia. Y el testimonio final de un joven que, desde el abismo, dejó una súplica: “Estudien mi cerebro, por favor. Lo siento”.
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