
La credulidad infantil no es una fragilidad que deba corregirse. Es un gesto profundo de confianza, un modo de habitar el mundo cuando aún no hay certezas. Y lo que los adultos hagamos con esa entrega —o lo que omitamos— deja marcas.
Desde que nacemos, necesitamos creer para poder vivir. Creemos en quien nos nombra, nos cuida, nos dice qué está bien y qué está mal. Esa credulidad no es ingenuidad: es una condición vital.
La etimología no es solo una curiosidad lingüística: revela cómo pensamos. La palabra credulidad proviene del latín credulitas, derivada de credere: creer. Se la asocia con la tendencia a aceptar sin evidencia o análisis crítico. Algo que, en general, se considera negativo.
Pero en la infancia, esa tendencia no lo es: es una vía de supervivencia psíquica.

Un niño nace indefenso, pero no llega como una tabula rasa. Lo acompaña un bagaje que no es solo biológico: lo preceden deseos, proyecciones, palabras que lo nombraron antes de nacer.
Y necesita del otro para significar el mundo: qué se valora y qué se desprecia, qué es lindo y qué es vergonzoso, quiénes son los buenos y quiénes los peligrosos.
Ese proceso de transmisión —estructural a lo humano— no es neutro. Porque uno es, al menos al principio (y un poco para siempre), lo que el otro le dice que es. Y ese decir no es solo un relato: es una fundación.
La palabra del adulto no solo nombra: organiza la subjetividad infantil y la constituye.
Es un proceso alienante, sí, pero imposible de ser de otra manera. En ese entramado, los niños creen.

Creen en lo que se les dice que hay que creer: en el ángel de la guarda que los cuida mientras duermen, en las reglas implícitas de cada hogar, en los criterios con los que se mide la bondad, la belleza, el valor.
Pero, en el fondo, creen en algo más primario: que los adultos que los rodean dicen la verdad. Que el mundo que les ofrecen es confiable.
Creen porque no pueden no creer. Porque la credulidad infantil es un punto de partida. Una necesidad psíquica que sostiene la entrada al lenguaje, al deseo, a la existencia misma.
Pero, ¿qué pasa cuando ese niño confiado es traicionado por el mundo adulto en el que cree?
¿Qué ocurre cuando su credulidad es manipulada para sostener los intereses de los grandes?
Lo que ocurre es devastador. Dejan de confiar en su propio juicio. Aprende a leer el gesto ajeno antes de hablar, se pone en guardia, esconde lo que siente para no decepcionar, se convierte en lo que el otro espera.

Y, al revés de lo que se suele pensar, muchas veces no se vuelve desconfiado, sino hiperingenuo. Obediente, sediento de aprobación.
Se adapta para seguir siendo querido, aunque eso implique anular su deseo.
Y esa marca no se borra fácilmente. Se arrastra. Y muchas veces se manifiesta en la adultez como inseguridad afectiva, como culpa persistente, como dificultad para poner límites, como miedo a ser rechazado por expresar una opinión o un deseo.
Porque cuando el entorno traiciona la confianza básica, no se hiere solo la infancia: se hiere la capacidad de vincularse con uno mismo y con los otros.
Se fractura la salud mental en su raíz más profunda. La transmisión de creencias, valores y sentidos no ocurre solo en el ámbito familiar. También se reproduce en las instituciones que rodean a las infancias: las escuelas, los medios de comunicación, los espacios de socialización digital, los discursos públicos.

Lo que allí circula no queda en el aire: penetra la subjetividad, se encarna a través de gestos, palabras, omisiones, miradas.
Muchas veces, incluso desde el desconocimiento, esos mismos espacios que se presentan como protectores construyen discursos que convocan a las infancias desde ideales de cuidado, pero no siempre las alojan ni escuchan en su complejidad.
Se proyectan sobre ellas imágenes ideales, sacralizadas, ajenas a la realidad y a los contextos infantiles. Y entonces, esa confianza básica, tan necesaria para habitar el mundo, se quiebra.
Cuando los niños son instrumentalizados. Cuando se espera de ellos fidelidad, silencio, adaptación. Lo que era un acto de entrega se vuelve vulnerabilidad. En su lugar aparece la desconfianza en sí mismos, el miedo a decir lo que se piensa, la dificultad para habitar los propios deseos.

Los niños creen porque no tienen otra opción. Porque confiar en quien les presenta el mundo es, al comienzo, una forma de existir.
Lo que hagamos con esa entrega define la trama ética que tejemos como sociedad.
Creer, para un niño, es vivir. Y cómo se les cree —cómo se escucha, se valida y se respeta su palabra— también habla de quiénes somos los adultos.
Cuidar esa credulidad no es proteger una fragilidad ingenua. Es honrar un gesto profundo de confianza.
Es un compromiso ético que nos interpela a todos. ¿En qué creen los niños y las niñas? En nosotros.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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