
Desde siempre, la narrativa dominante ha sido que los niños molestan. Quienes contaban con recursos, solían enviarlos a criarse con nodrizas o institutrices. Otros, a casas de cuidado o internados, siguiendo la lógica de mantener a la infancia alejada de los espacios adultos.
Como lo señala el historiador francés Philippe Ariès, la infancia como etapa diferenciada y con valor propio es una invención moderna. Describe, por ejemplo, cómo durante siglos los niños y niñas eran considerados pequeños adultos, y por lo tanto, sin cuidados especiales, derecho a tiempos propios ni a espacios emocionales acordes a su indefensión.
Apenas eran destetados, muchos desaparecían del hogar: se los ubicaba en conventos, en casas de conocidos o incluso en arreglos informales de crianza a cargo de otros adultos. No como gesto de protección, sino como forma de apartarlos de la vida cotidiana. Eran, en muchos casos, considerados impropios, seres malvados, molestos o simplemente irrelevantes para la dinámica del mundo adulto.
El historiador estadounidense Lloyd de Mause va aún más lejos y plantea que la historia de la infancia es, en gran medida, una historia de violencia y abandono.

Es a partir de Freud, dice, que surge fundamentalmente el interés por la infancia en sentido amplio, desde teorías diversas y disciplinas variadas, sociología, psicología, antropología entre otras, pero el interés del historiador por lo que sucedía en la etapa de la infancia ha sido prácticamente nulo.
“La historia de la infancia —escribió— es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco”. Documenta prácticas de castigos físicos extremos, indiferencia emocional, abuso sexual, e incluso infanticidio en diversas culturas y épocas.
Acusa a otros historiadores y profesionales de suavizar o encubrir la brutalidad del trato que muchos adultos han dado a niños y niñas a lo largo de la historia. También denuncia el silencio sistemático de las fuentes, lo que hace aún más difícil dimensionar el sufrimiento infantil.
Su análisis se entrelaza con el del historiador británico Peter Laslett, quien señaló con asombro cómo las “masas de niños pequeños” están prácticamente ausentes de los registros escritos.

De Mause lo atribuye a un mecanismo cultural de negación: no se habla de lo que no se quiere ver. Los niños, por tanto, no sólo fueron abusados o ignorados: fueron, sobre todo, borrados de la historia. Separados del mundo adulto como si su sola existencia interrumpiera un orden que nunca los quiso ver.
Esa narrativa histórica persiste, actualizada y pulida. Hoy no se trata de casas de cuidado o nodrizas, sino de frases que parecen inofensivas: “Vamos a tal lugar, pero sin chicos”, “nos juntamos el fin de semana, pero ojo: no niños”. Se dicen con liviandad, con un tono casual, como si fuera normal —deseable, incluso— excluir del lazo social a quienes más necesitan protección, mirada y presencia.
En muchos de estos espacios, la exclusión se hace explícita: hay carteles que dicen “no kids”, “sólo adultos”, “childfree zone”. Hoteles, restaurantes, vuelos e incluso barrios privados comienzan a construir un imaginario donde la infancia no tiene lugar. La sola presencia de un niño aparece como una amenaza al confort, al silencio, a la supuesta armonía de lo adulto.
Y entonces me pregunto: ¿qué pasaría si, en lugar de ‘no niños’, los carteles dijeran ‘no mujeres’, ‘no personas con discapacidad’, ‘no migrantes’, ‘no adultos mayores’? Difícilmente se toleraría. Sería leído como un acto de discriminación evidente, un escándalo social y legal. ¿Por qué no ocurre lo mismo cuando se trata de la infancia?

Una ideología de exclusión elegante
Podríamos llamarlo así: childfrisionismo. Una lógica que, como hemos visto, no es nueva. Ya en siglos pasados se excluía sistemáticamente a los niños del mundo adulto: se los enviaba lejos, se los ignoraba, se los silenciaba. Lo que cambia es la forma; el fondo persiste.
Una corriente que no se asume como ideológica, pero lo es. No dice “odio a los niños” —aunque a veces, casi—. Dice: “Quiero tranquilidad”, “sin llantos, sin gritos, sin caos”. Lo vende como estilo de vida, pero lo que propone es un recorte violento: eliminar de la escena pública todo lo que huela a infancia.
¿Qué ocurre en la subjetividad de un niño o una niña cuando el mensaje social repetido es que molestan, que interrumpen, que no son bienvenidos?
La infancia no sólo percibe los gestos explícitos: capta los climas afectivos, las frases, los gestos, el desprecio. Un niño que crece sintiendo que su presencia incomoda puede internalizar la idea de que su presencia sería más tolerable si no existiera, si no estuviera ahí. Como si simplemente no estar, fuera su mejor aporte al mundo adulto.

Desde una perspectiva clínica y vincular, esto deja huellas. La sensación de ser una carga, de tener que portarse “bien” para ser aceptado, de silenciar la alegría, el movimiento, el llanto, no es neutra. Es una forma de moldear subjetividades que aprenden a esconder lo vital para adaptarse a un mundo que no los espera ni los tolera.
Se puede ver en reels esta impostura: niños vestidos haciendo composé para que no alteren la armonía del ambiente. Esta lógica se vuelve especialmente evidente en las redes sociales, donde se impone una estética monocroma, casi de catálogo. Los bebés aparecen vestidos en tonos camel, beige o gris —no por decisión propia, sino para no romper la armonía del living y garantizar una foto prolija, un reel sin sobresaltos. La infancia ya no puede desentonar ni siquiera en la imagen: debe encajar, no existir demasiado.
Estamos ante un momento donde, después de haber conquistado derechos se retrocede y la infancia tuviera que acomodarse al confort del adulto, en lugar de que el mundo se adapte a su vitalidad imprevisible.
El riesgo no es sólo el aislamiento. Es también el deterioro del lazo, la construcción de un yo escindido entre lo que se siente y lo que se permite mostrar. Porque cuando un niño escucha una y otra vez que “acá no”, lo que termina escuchando es que “vos no”.

Estos discursos profundamente individualistas, centrados en el deseo adulto despojado de toda incomodidad o compromiso, también están ligados a una tendencia global: la caída de las tasas de natalidad. No se trata solo de decisiones reproductivas —ni de una supuesta emancipación femenina, que es real pero no puede ser la única variable—, sino de una cultura que ha dejado de considerar a la infancia como parte del proyecto colectivo. Y, aún más preocupante, enseñan a repetir ese patrón en la vida adulta: a excluir, a invisibilizar, a evitar todo lo que implique interdependencia, cuidado o espera. ¿Por qué no alarma?
El discurso “no kids” no solo es segregacionista: es profundamente alarmante en términos narrativos. Y sin embargo, la alarma no suena. Tal vez porque va de la mano con los discursos dominantes de esta época: el poder entendido como control, la productividad como valor supremo y el goce como consumo individual sin interrupciones. En ese marco, la infancia —con su demanda de presencia, de tiempo, de imprevisibilidad— interfiere. Y lo que interfiere, se silencia o se aparta.
El parlamento francés comenzó a discutirlo como una forma de apartheid infantil. Pero esto debería inquietar a todos, no solo a las instituciones. Una sociedad adultocéntrica naturaliza que lo infantil sea desplazado, sin preguntarse por el costo ético y psíquico de esa exclusión. Y olvida que los niños y niñas tienen derecho, reconocido por la Convención sobre los Derechos del Niño, a participar de la vida social, cultural y comunitaria en condiciones de igualdad, dignidad y cuidado. Cuando naturalizamos que hay sujetos que no pueden estar, estamos aceptando que hay vidas que no se consideran dignas de presencia, de palabra, de pertenencia.

No se trata de obligar a nadie a tener hijos. Se trata de cuestionar el rechazo sistemático a su existencia. De hacernos responsables del lazo, de la convivencia, del cuidado. De devolverle a la infancia el lugar que siempre debió tener: el de la humanidad compartida, no como una interrupción del mundo adulto, sino como parte esencial de cualquier proyecto humano.
Porque devolverle un lugar a la infancia no es solo un acto de justicia, sino una forma de imaginar otro mundo posible. Uno donde todos tengamos lugar, simplemente por ser humanos, sin necesidad de justificar nuestra existencia ni de pedir permiso para estar.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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