
El grupo de WhatsApp se llamaba “Tiroteo escolar”. No era una broma. No era una película, ni una serie. No era una escena del GTA. Era un plan. Chicos de 13, 14, 15 años, alumnos de una escuela secundaria de Ingeniero Maschwitz, organizaban por chat una masacre escolar. Habían asignado roles, discutido la hora, las armas, las víctimas.
“¿Lo del tiroteo es verdad?”, preguntó el adolescente a una chica que, presuntamente, planeaba un atentado a tiros en la escuela y ella va contestando una a una sus preguntas acerca de cómo tenía planeado el ataque. El chico pregunta con una curiosidad que eriza la piel, a veces se ríe nervioso, pero escucha y graba todo el plan.
No fue un caso aislado. En apenas un mes desde que comenzaron las clases en Argentina, una inquietante seguidilla de episodios violentos protagonizados por adolescentes sacudió al sistema educativo y al tejido social.

En Ensenada, un chico de 17 apuñaló a dos hermanos durante un recreo. En Ramos Mejía, otro alumno atacó a un compañero con un cuchillo dentro del aula. En Mendoza, tres adolescentes abusaron sexualmente de una compañera de 13 años durante una clase, alegando que era un “challenge de TikTok”. En Salta, un joven entró al colegio con un machete. En Florencio Varela, una nena de 12 años llevó a la escuela una pistola y cartas con amenazas. La lista podría seguir. Pero lo importante no es contar crímenes: es intentar comprender por qué y tratar de transformarlo.
Vivimos en un mundo híbrido, donde la frontera entre lo real y lo virtual ya no existe como la conocíamos. Para muchos adolescentes, no hay fuera del juego: la vida ocurre tanto en la escuela como en el chat, en el aula como en el universo expandido de Tik Tok, Discord o GTA San Andreas. En esos territorios digitales, matar no duele, la violencia se recompensa, y las consecuencias se pueden reiniciar. Allí se sale con alguien, se tiene sexo y se mata.
No se trata de demonizar videojuegos, sino de entender qué sucede cuando se construye una subjetividad con pocas mediaciones simbólicas, donde la vida del otro es apenas un obstáculo en una misión, y la violencia, una vía rápida para resolver cualquier conflicto.

¿Qué pasa cuando la escena de una masacre escolar deja de ser un guion de ficción para convertirse en un proyecto compartido por WhatsApp? ¿Qué pasa con los chicos que se quedaban en ese grupo “por chisme” como relata uno de los adolescentes, pidiendo que no lo saquen, aunque no participe de la matanza?
Los humanos no nacemos sabiendo cómo habitar el mundo ni podemos hacerlo sin ayuda. Necesitamos del otro para que nos mire, que nos nombre, nos cuide y marque un límite sin lastimarnos.
En la adolescencia se sigue necesitando que alguien escuche cuando no saben lo que les pasa, cuando se enredan, cuando algo les duele, es confuso y no encuentran las palabras. Pero muchos adolescentes hoy están creciendo bastante solos. No porque los adultos no los amen, sino porque este sistema nos devora.
Un mundo que exige estar disponible todo el tiempo, produciendo, corriendo, autoexplotándonos, apenas sobreviviendo. Un mundo adulto donde ya casi no hay lugar para sentarse a mirar a un hijo a los ojos ni hay tiempo para conversar.

Frente a un exceso de imágenes, de estímulos, de discursos que los atraviesan sin que nadie los traduzca, entonces, quedan solos y muchas veces fragmentados.
En la serie Adolescencia, que analice en esta columna, la madre del protagonista asume con una angustia extrema: “Creo que estaría bien si aceptáramos que quizá debimos hacer más”. Y el padre en otro fragmento afirma: “Pensé que estaba seguro en su habitación”.
Ambos creyeron que el devenir adolescente tenía que ver con encerrarse, dar portazos y respetar los dictámenes del joven, especialmente porque el papá venía de una crianza violenta que no quería repetir.
Pero muchas veces, más de las que conoce el mundo adulto, el cuarto no es un refugio y puede ser una trampa. Una pantalla encendida durante horas. Un algoritmo que lo llevó a foros misóginos, a discursos de odio, a una comunidad que violenta que lo seduce y lo hace sentir parte. A veces, el mayor peligro no es lo que entra desde afuera, sino lo que se instala adentro cuando nadie pregunta.

Pero el odio no circula solo en foros oscuros ni en videojuegos violentos. Circula también desde el poder y los medios de comunicación. Cuando desde un micrófono institucional se naturaliza la idea de “eliminar al enemigo”, cuando el insulto reemplaza al argumento y la agresión se convierte en espectáculo, se instala una cultura donde la violencia no solo es tolerada, sino celebrada.
Cuando los tweets y los posteos más agresivos son los que reciben más likes, estamos hablando de síntomas sociales. Los adolescentes no viven al margen de esa lógica: la absorben, la imitan, la devuelven. No hay política de salud mental posible sin una revisión ética del modo en que el discurso público estructura lo social.
Cuando un niño pequeño comienza a caminar para conocer el mundo que lo rodea, no lo hace solo. Hay brazos que lo esperan, bordes y marcos que lo acompañan para cuidarlo. Explorar es intentar meter los dedos en el enchufe, acercarse a una escalera, llevarse algo peligroso a la boca. Y aunque el niño avanza, una y otra vez gira la cabeza para asegurarse de que ese adulto está ahí, mirándolo, disponible.
Lo que muchos olvidan es que la adolescencia implica una segunda deambulación. Como bien lo señalara el psicoanalista Ricardo Rodulfo, es una nueva salida al mundo, pero esta vez sin volver la vista atrás.

Los adolescentes miran hacia adelante, desafiantes, obnubilados, como cuando eran pequeños ante lo nuevo. Pero que no nos miren no significa que no nos necesiten. Todavía —y más que nunca— debemos estar ahí, como cuando buscaban el enchufe. La diferencia es que ahora el peligro no es el mismo.
La mayor preocupación de los adultos en la adolescencia es la salida exogámica. Eso aprendimos, a estar atentos al peligro externo, el de la calle, la noche, las drogas, pero hace tiempo, hay otro peligro que no se ve: circula en los dispositivos, en los discursos de exclusión, en la soledad de un cuarto cerrado.
Y aunque digan y vociferen que quieren estar solos, no pueden hacerlo todo el tiempo. No todavía. Criar es acompañar incluso cuando nos rechazan, incluso cuando nos esquivan y cuando se encierran.
En una escena conmovedora de Manchester junto al mar, el tío que debe cuidar a su sobrino —tras la muerte del padre— lo ve encerrarse con un ataque de pánico en una habitación. Y aunque él mismo arrastra una tragedia insoportable —la muerte de sus hijos por negligencia propia—, patea la puerta y le grita que no puede dejarlo así, solo, encerrado, porque algo podría pasarle. Y aunque la escena tiene varias capas de interpretación, sirve aquí como espejo, no se trata de romper puertas, sino de abrirlas.

De mantener los ojos y los oídos atentos. No dejar solos a los chicos, incluso cuando dicen que quieren estar solos. Y no solo a los propios hijos. También a los otros. A los que nadie mira. A los que no tienen quien los espere del otro lado de la puerta. Armar redes con otros padres, con la escuela, con el club, con la ONG.
Claro que no todos los adolescentes tienen un cuarto donde encerrarse. Hay quienes ni siquiera tienen una habitación propia. Hay quienes crecen en la precariedad, el hacinamiento, la intemperie simbólica y real. Y también están los que, en vez de aislarse frente a una pantalla, se aíslan captados por economías delictivas que se aprovechan de su orfandad estructural.
Para algunos, el encierro puede llevar a la planificación de un crimen, como vimos en todos los episodios relacionados a lo escolar, y para otros, es el crimen organizado que los convierte en victimarios porque no tienen salida. No todos los peligros están en Internet, pero ambos comparten un lenguaje en común, la violencia de un mundo que no los ve.
La pregunta no es si hay que prohibir los videojuegos violentos, tirar los celulares o bajar la edad de imputabilidad. Esas respuestas, además de simplistas, ya demostraron su fracaso. Vivimos en una nueva realidad híbrida, donde lo virtual y lo presencial se entrelazan todo el tiempo.

No se trata de apagar pantallas, sino de aprender a habitar este nuevo escenario con presencia, palabra y vínculo. Insistir con recetas punitivas solo trajo más soledad, más encierros —reales y simbólicos—, más dolor sin nombre, más sufrimiento disfrazado de delito.
Algunos adolescentes se aíslan tras una pantalla, otros quedan al margen de la ley. Y como vimos, ese margen no distingue clases sociales. Esta vez, los delitos cometidos o planificados no vinieron de un solo lugar. El malestar adolescente atraviesa a todos. La violencia, el vacío, la desesperación no eligen sector social. Y todos —todos— necesitan lo mismo: una comunidad que los mire, una familia que los escuche, instituciones que los sostengan.
Porque cuidar la salud mental de los adolescentes no es un lujo: es un derecho. Y en estos tiempos, es urgente.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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