
Un reciente estudio publicado en la revista Science Advances y realizado por un equipo internacional liderado por la antropóloga Melanie Beasley y el profesor John Speth desafía la visión tradicional sobre la alimentación en la prehistoria.
La historia arranca con una pregunta científica insoslayable: por qué los neandertales, según los registros óseos hallados desde hace décadas, presentaban niveles tan elevados de nitrógeno-15, una marca química asociada al consumo de carne, incluso mayores a los de carnívoros como lobos y leones.
Los análisis isotópicos realizados en huesos de yacimientos euroasiáticos plantearon un enigma: “La gran duda es cómo lo han conseguido”, resumió National Geographic en su cobertura sobre el estudio publicado en Science Advances.
Hasta hace poco, la hipótesis dominante era la del neandertal depredador supremo, cazador de grandes mamíferos y carnívoro estricto.

Sin embargo, esos valores de nitrógeno exceden lo que aportaría la carne fresca, según Science Advances.
Las reconstrucciones alimentarias indicaban que los neandertales almacenaban piezas enteras de presas y utilizaban métodos de conservación: los tiraban sobre piedras, los colgaban de ramas o los enterraban, lo que implicaba que la carne “podía estar podrida”, según National Geographic.
Pero todavía faltaba una explicación para los altísimos valores químicos: tenía que haber algo más.
El impulso para una solución alternativa surgió de la experiencia del profesor John Speth. Tal como cuenta Archaeology News, el científico observó y documentó durante años que varios pueblos indígenas del Ártico consumían, no solo carne fermentada, sino también gusanos que proliferaban en la descomposición.

Esta costumbre no era excentricidad, sino adaptación extrema: evitaba caer en la intoxicación por consumo excesivo de proteína magra, denominada “rabbit starvation”, algo que ocurre a humanos y nunca a leones o lobos.
A partir de esa premisa, Melanie Beasley asumió el reto de comprobar experimentalmente la hipótesis. Como narra Science Advances, su trabajo consistió en analizar la descomposición de carne humana en el Forensic Anthropology Center de la Universidad de Tennessee.
Los cadáveres donados para la ciencia permitieron estudiar, en tiempo real, la evolución de los isótopos en la carne y, sobre todo, en las larvas de mosca que se desarrollaban dentro de los restos.
El resultado fue tajante: el nitrógeno-15 aumentaba modestamente en la carne, pero se disparaba en los gusanos, una barrera química considerable respecto al músculo fresco.

Beasley no lo hizo sola: el trabajo experimental fue respaldado por Julie Lesnik de Wayne State University, según New Scientist, y apoyado en registros etnográficos recopilados y discutidos por Speth durante años.
Science Advances detalla la rigurosidad del muestreo: gusanos recolectado en todas las estaciones del año, diferenciando especies y contextos de descomposición en los cuerpos examinados, para descartar que el fenómeno fuese puntual o atribuible solo a ciertas moscas.
Como remarca National Geographic, la experiencia etnográfica muestra antecedentes modernos de estas prácticas, desde los inuit hasta el casu marzu de Cerdeña, un queso podrido con gusanos aún consumido como manjar. Por su parte, Archaeology News asegura que estos gusanos, imposibles de hallar en excavaciones, dejan huella química. Esto cierra el círculo entre hallazgos óseos, pruebas químicas y observaciones etnográficas.
En ese tono, los expertos advierten que la magnitud cultural de la revelación: mientras los animales como leones pueden procesar hasta cuatro veces más proteína que un humano, la dieta neandertal tenía que ser mucho más flexible. Dentro de esa flexibilidad, la carne podrida y los gusanos aportaban grasas, proteínas, aminoácidos y, sobre todo, energía suficiente durante las largas temporadas de escasez.
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