En un nuevo episodio de La Fórmula Podcast, Eduardo Strauch, arquitecto uruguayo y sobreviviente de la tragedia de los Andes, compartió su mirada sobre la resiliencia, el sentido del tiempo y la fuerza del amor como motor vital. A más de 50 años de aquella experiencia límite, reflexionó sobre el rol transformador del silencio, que en la cordillera se convirtió en refugio, en forma de introspección y cambio de conciencia. También habló sobre cómo el contacto con la naturaleza, la muerte como posibilidad cercana y la ausencia de estímulos llevaron a su mente —y la del grupo— a operar en modo de supervivencia, mostrando capacidades mentales que ni sabían que tenían.
A lo largo de la charla, Strauch también rememoró decisiones extremas, como el momento en que eligieron alimentarse de los cuerpos de sus amigos, y cómo esa elección, lejos de traerle culpa, le dio claridad sobre el valor de la vida. Compartió anécdotas conmovedoras de personas que, al escuchar su historia, encontraron fuerzas para seguir viviendo: desde jóvenes al borde del suicidio hasta mujeres que sobrevivieron abusos o pérdidas irreparables. Y destacó cómo, a pesar de los años, sigue recibiendo agradecimientos que lo emocionan profundamente. El episodio completo ya está disponible en Spotify y YouTube.
Tras décadas de silencio, Eduardo comenzó a compartir su historia en 2005, transmitiendo mensajes de resiliencia, solidaridad y liderazgo en charlas motivacionales alrededor del mundo, dirigidas tanto a empresas como a instituciones educativas. Además, retomó su pasión por la pintura, una actividad que lo conecta con su interioridad, y en 2012 publicó el libro Desde el silencio, donde relata su experiencia extrema en los Andes y el profundo proceso de transformación personal que vivió luego del rescate.

— En tu libro contás de manera muy íntima todo lo que se vivió esos días y cómo aplicás todo lo que aprendiste a la persona que sos hoy y a la vida que llevas. ¿Por qué elegís la palabra silencio y qué significa para vos?
— He constatado, verificado y confirmado en estos 52 años después de la cordillera lo importante que es el silencio en la vida de cualquiera, pero en los Andes el silencio fue algo muy importante. Vivíamos en silencio prácticamente todo el tiempo, ese silencio conmovedor, a 4 mil metros de altura, cuando no hay viento es un silencio absoluto. Eso me provocó en tres oportunidades, de las 23 veces que viajé, un cambio del estado de conciencia, en parte gracias a ese silencio. Para cualquier persona es fundamental el silencio, cosa que es muy poco frecuente en esta sociedad que vivimos, que el ruido nos distrae, nos distorsiona todo y desorienta. Nos da miedo, pero creo que especialmente en este momento de la historia, el silencio es fundamental para todos.
— ¿Qué otras cosas salieron a la luz en los 72 días que pasaste ahí que no esperabas, que tal vez no buscaste, cosas que aprendiste de vos mismo que no sabías que tenías?
— Varias cosas, pero una de las que más me impresiona es la capacidad que tenemos los seres humanos, que no utilizamos las capacidades que tenemos hasta que nos llega una situación de esas, la capacidad mental para adaptarte enseguida al horror de esas primeras horas, primeros días, la capacidad para encontrar soluciones e inventar con nada más que nuestra mente, porque no teníamos ningún recurso natural ni material. Y que nos salvamos gracias al amor, la importancia que tiene el amor en todas sus formas, ahí el objetivo que tuvimos todos enseguida y muy claro era volver a casa por el amor a nuestros seres queridos. Esa fue la gran fuerza, el gran motor que nos permitió intentar y lograr todo lo que logramos, si no hubiera sido por ese objetivo hubiéramos largado la toalla antes.
— Algo que me impactó fue ver cómo, en lugar de surgir el lado más egoísta en una situación extrema de supervivencia, en su caso apareció lo contrario: una enorme solidaridad.
— Sí, es muy impresionante. Sobre todo 50 años después cuando ya muchas veces lo he pensado y analizado, pero viendo la película que es tan fidedigna y yo puedo ver las cosas un poco de afuera, me impresiona cómo inmediatamente nos dimos cuenta que si había pelea, como hubiera sido lógico, todos chicos de 20 y pico de años o menos de 20 años, apretujados, muertos de frío, de hambre, etc. Hubo algunas tensiones y peleas los primeros tres o cuatro primeros días y después estábamos en un grupo totalmente armónico y cada uno luchando por todos y todos por uno, prácticamente sin decirlo. La mente se fue poniendo en modo sobrevivencia y casi automáticamente nos iba mostrando lo que teníamos que hacer y lo que no valía la pena. No podíamos llorar, por ejemplo, porque era gastar energía y ponerte triste era muy peligroso. En un momento de tristeza se te moría tu amigo al lado y sentías un dolor, una cosa eléctrica y después se cortaba la emoción. La mente se fue programando para eso y convivimos y armamos ese grupo fenomenal.

— ¿No lloraste ninguno de los 72 días?
— Nunca. Se nos cerraba la posibilidad de llorar porque la mente decía que no, quizás alguno haya llorado, pero yo no recuerdo haber visto llorar a nadie.
— Lo comentás en el libro y se ve en la película La Sociedad de la Nieve: al principio hacían bromas, pero con el tiempo eso fue desapareciendo. Conversaban solo lo necesario, y el silencio empezó a ocupar mucho espacio, aún estando acompañados.
— Totalmente. Me han preguntado muchas veces qué hacíamos para no aburrirnos, jamás tuve la sensación de aburrimiento, la mente estaba programada. Yo creo que nuestras mentes empezaron a funcionar en modo supervivencia y pienso que quedaba mucho tiempo en blanco, la mente quieta, tratando de no gastar energía, y hablábamos muy poco, estábamos horas y horas en silencio afuera del fuselaje cuando se podía o adentro las primeras semanas. Había humor los primeros días y era importante, después se fue apagando y al final otra vez volvió, estábamos esperando, habíamos hecho todo lo que teníamos que hacer y estábamos mucho tiempo afuera y ahí empezó otra vez a haber un poco de humor y humor negro, por cierto.

— Me parece muy interesante lo que contás en tu libro sobre la relatividad de las cosas. Recuerdo el ejemplo de disfrutar comer pasta de dientes, algo impensado en la vida cotidiana, pero que ahí se volvía un placer.
— Sí, sobre todo la porción de alimentos los primeros tres o cuatro días era una cosita chiquita de chocolate y pasta de dientes que la comíamos. Yo me acuerdo perfecto el placer que me daba la pasta de dientes en la boca, que la mantenía hasta que se iba disolviendo, los poco que ingeríamos en esos primeros días y esas son las cosas que aprendí sin dudas, de lo que es importante y lo que no. Aprendí a no quejarte por estupideces. Me ha servido mucho en la vida, pero no salí con eso automáticamente ya incorporado, fue todo un trabajo de incorporar lo que había aprendido y en la vorágine de estar en la civilización de vuelta, con mucho trabajo, me alejé un poco de todo lo que había madurado y aprendido, pero un día tomé conciencia y otra vez retomé todo y lo fui incorporando hasta el día de hoy que la verdad me ha servido para tener una vida feliz y plena, a pesar de todos los problemas que tengo como todos.
— Hay un capítulo entero que le dedicas al tiempo. ¿Qué relación tenés hoy con el tiempo? ¿Cómo cambió tu relación después de la experiencia en los Andes?
— Veo más claro que el tiempo es algo misterioso y en el caso de esta experiencia de los Andes y cuando ves las conferencias hay cosas que son como si hubieran sido ayer, y pasaron 53 años y es mucho tiempo, poco tiempo, depende para qué, el tiempo es totalmente relativo. Mi concepto de tiempo sin duda que cambió con la experiencia de los Andes porque ahí vino la muerte rondándonos y nos dimos cuenta que el tiempo se te puede acabar en cualquier momento, lo tuvimos muy claro, se te morían los amigos y no sabías si te iba a tocar a ti, cuándo y cómo, eso es una de las cosas que tengo incorporadas y aprovecho cada minuto del día y de la vida.
— Cuando los rescatan te encontras con tu mamá en el hospital, ¿cómo sigue tu vida? ¿Cómo es tu primer día en la sociedad?
— Fue un periodo largo que no lo esperaba tampoco. Pensé que ya la lucha había terminado, que había logrado el objetivo y que estaba todo hecho, pero llegué a casa de vuelta y fue un periodo de más de un año de empezar a bajar a tierra, a ordenar las ideas, de adaptarme de vuelta a los ruidos de nuestra sociedad. Además Marcelo, mi amigo, que desde que nacimos éramos amigos y teníamos un estudio de arquitectura con clientes, o sea que eso también fue duro tener que ocuparme yo solo de los clientes. Marcelo se murió en la avalancha al lado mío, fue muy difícil, me molestaba lo que decía la gente, me molestaba el volumen, los intereses que yo había tenido antes y ya muchos no me interesaban más, intereses de la vida. Así que fue realmente largo y difícil.

— ¿Cómo recordás ese momento en donde volvés a ver a tu madre? ¿Cómo fue la reinserción en la sociedad?
— Lo recuerdo distinto a lo que la gente se imagina y lo que yo me imaginaba quizás también antes. Porque apareció en la habitación del hospital de San Fernando, un edificio viejo, y prácticamente sin palabras, fue todo cuestión de miradas, expresión y abrazo fuerte y largo, ese fue el primer encuentro y también me acuerdo porque las primeras palabras de la pobre vieja tratando de que yo asintiera y dijera “sí, mamá”. Creo que la segunda palabra que me dijo fue “¿comían conejitos?”, “no mamá, comíamos el cuerpo de los muertos”. No había ningún filtro en ese momento y se lo dije así a quemarropa, y no me puedo olvidar más la cara de mamá tratando de sonreír y esforzarse y hacerse la natural.
Pero ese fue el primer encuentro con la vieja y por todos lados se decía ya cómo habíamos vivido, muchos ya se imaginaron que era la única manera, pero nuestras madres, creo que ninguna, me acuerdo de mamá el impacto que tuvo después del abrazo. La reinserción fue un periodo largo que no lo esperaba tampoco, pensé que ya la lucha había terminado, que había logrado el objetivo y que estaba todo hecho pero llegué a casa de vuelta y fue un periodo de más de un año seguramente de empezar a bajar a tierra, a ordenar las ideas, de adaptarme de vuelta a los ruidos en todo sentido, el ruido de nuestra sociedad. Además Marcelo, mi amigo, que desde que nacimos éramos amigos y teníamos un estudio de arquitectura con clientes, o sea que eso también fue duro tener que ocuparme yo solo de los clientes, Marcelo se murió en la avalancha al lado mío, fue muy difícil, me molestaba lo que decía la gente, me molestaba el volumen, los intereses que yo había tenido antes y ya muchos no me interesaban más, intereses de la vida, así que fue realmente largo y difícil.

— Imagino que volver después de vivir algo tan extremo y enfrentarse de nuevo a la banalidad cotidiana debe haber sido muy duro. Incluso contás en el libro que te fuiste de la montaña con la duda de si querías alejarte del todo…
— Sí, es curioso porque nos pasó a todos en algún momento que sentimos nostalgia, inclusive en el momento que nos rescataron, te ibas alejando y de repente desaparecía el fuselaje en la nieve y entre las rocas a los dos minutos de empezar a separarnos con el helicóptero y sentimos nostalgia todos. Sentimos nostalgia porque, después analizándolo, evidentemente vivimos los momentos más intensos de nuestras vidas ¿no? La adrenalina, emoción, sufrimiento, horror, creatividad y después la felicidad cuando vimos que nos iban a rescatar. Es difícil que la gente de afuera pueda interpretarlo, pero yo me quedé siempre conectado y me sigo sintiendo conectado a la montaña.
— ¿Qué lecciones sentís que pudieron aprender tus hijos a partir de tu historia, de lo que les contaste? ¿Qué te interesaba que ellos puedan llevarse de ese trauma que vos viviste?
— Yo traté de no aburrirlos con la historia de los Andes, que le ha pasado a alguno de los otros también, algunos decían: “Basta, viejo, con la historia de los Andes”. Yo traté de hablar cuando ellos sacaban el tema. Nosotros fuimos descubriendo allá la capacidad del ser humano, la capacidad mental que tenemos para cambiar el rumbo de tu vida, si te lo propones, tratar de ver las cosas importantes cuáles son y dejar las no importantes. También la importancia del silencio de la naturaleza, amor a la naturaleza y estar ahí para encontrarse con uno mismo y la importancia del amor, todo eso se los he ido inculcando. Y otra cosa que seguro se los inculqué es el no ser consumistas enfermizos como la mayor parte de la sociedad civilizada y occidental. El consumismo es una locura, la gente consume pensando que van a encontrar la felicidad por ahí y por ahí obviamente no se llega, un camino totalmente equivocado en el que vive la mayor parte de estas sociedades occidentales hoy en día.

— En las charlas y cuando compartís tu historia, imagino que muchas personas se acercan para contarte sus vidas. ¿Te animas a contarme algunas que te conmovieron?
— Hace como 20 años el primer impacto fue con una chica de Venezuela, que nos mandó un mensaje desesperada al borde del suicidio y quería que la ayudáramos y efectivamente la ayudamos. Pero debe haber montones de casos de esos que no nos hemos enterado, estoy seguro que los hay. Tuve casos de gente que han venido conmigo a los Andes, americanos, por ejemplo, un chico al borde del suicidio y otro perdido en las drogas, en las adicciones y gracias a esta historia se salvaron. Pero tengo dos casos muy grabados en la mente. Una fue después de una conferencia en Guadalajara, en México. La chica buscó desesperadamente la manera de encontrarse conmigo porque quería verme con su madre.
Antes de abrazarme ya empezaron a lagrimar y sollozaban. Yo no entendía qué estaba pasando y me contaron que la chica, que en ese momento tenía 20 años, tres o cuatro años antes había sido secuestrada junto a dos amigas por un grupo de chicos que las habían violado durante tres días y después las soltaron. La chica quedó totalmente destruida, con ganas de suicidarse, con depresiones que ni con fármacos la ayudaban, estuvo con psiquiatra durante meses, hasta que un día se le cruzó la historia de los Andes. La madre me contó que todos los días veían documentales cuando la chica no podía dormir y tenía que tomar pastillas. Se topó con la historia de los Andes, los documentales, con mi libro y entonces quería encontrarse con nosotros, abrazarnos y agradecernos porque le salvamos la vida. Gracias a la historia zafó del suicidio y de las depresiones.
Me llamó después estuvimos en contacto varios meses en contacto y me dijo que estaba estudiando, que estaba bárbara y hasta se tatuó mi firma en el brazo. La otra historia es de otra chica mexicana. Hicimos un trekking con un grupo de 12 o 15 personas en La Malinche, uno de los volcanes cerca de la ciudad de México, y convivimos ahí en la montaña. La chica se anotó para hacer esa expedición y en cuanto la vi, pasó lo mismo, me abrazó fuerte y me contó su historia que es conmovedora: tenía 30 años, estaba casada y su marido, que era 10 años más grande, estaba esperando un trasplante de corazón, pero no llegó y se murió. Tenían un chiquito de 4 años y eran los dos médicos. Ella era anestesista y ya habían resuelto inyectar a su hijo e inyectarse ella porque no soportaba la idea de vivir sola, hasta que se encontró con la historia de los Andes. Es impresionante. La historia la salvó y todavía estoy en contacto con ella, me agradece y me manda fotos de su hijo.

— Cuando alguien viene con una de historias de este calibre. ¿Cómo lo abordás? ¿Qué les decís?
— Mucha gente me pide consejo y yo lo único que puedo hacer es transmitir un poco lo que yo digo, aprendiendo y reflexionando desde los Andes hasta ahora, pero esta chica, por ejemplo, no me pedía ningún consejo porque ya gracias a la historia de los Andes, a mi libro, a charlar conmigo, había podido salvarse, así que es totalmente conmovedor. Con la historia se dan cuenta de que todo es posible, que los límites están más allá y que la vida vale la pena siempre. Eso es algo que también lo tengo incorporado, hubo un montón de veces que he tenido problemas en mi vida, los tendré y los tengo, pero sé que los voy a superar y que la vida vale la pena siempre. Lo tengo tan incorporado que todos los días de mi vida me despierto y estoy vivo y digo: “Gracias, estoy vivo”.
— Me sorprendió leer en tu libro que, al sentir que ibas a morir, te vinieron recuerdos de tu familia, tus abuelos, tus padres. Eso que vemos en las películas, ¿te pasó de verdad?
— Tal cual, yo había leído y visto muchas veces las imágenes, en esos pocos minutos que estuve enterrado antes de que se me acabara el oxígeno y antes de salir, mejor dicho, estaba a punto ya de morirme de verdad, en un momento pensé que estaba muerto, y antes de eso tuve una cantidad de sensaciones y de emociones y una de ellas fueron esas imágenes de mi vida como una especie de despedida, despedida de la vida, tantas imágenes lindísimas de toda mi vida anterior hasta que se cortaron y seguí el proceso hacia la muerte. Y sentí un tremendo placer, un placer imposible de describir.

— Es curioso lo del placer ¿no? ¿Pudiste hablar con alguien del mundo de la ciencia, algún neurocientífico, alguien que te explique por qué?
— He hablado y dicen que es lo que genera cuando te vas quedando sin oxígeno, que puede ser que sea eso, será eso o no será eso. Pero yo estoy convencido cuando cambia realmente el estado de mi muerte definitiva el pasaje al otro estado va a ser así, así que no tengo ningún miedo a la muerte porque sé que va a ser así. Eso me ayudó a perderle totalmente el miedo a la muerte. Tengo miedo de quedarme corto de tiempo de todas las cosas que quiero hacer, pero miedo del pasaje no tengo ninguno.
— ¿Qué momentos puntuales de esa experiencia te marcaron? ¿Cuáles son los que más recordás?
— Los momentos desesperantes y angustiantes el momento del impacto, se partió el avión en dos que te parecía que estabas soñando obviamente, cuando abrí los ojos y se paró el tren de fuselaje, no lo podía creer porque no podía estar pasando de verdad, eso. Y después todas las primeras horas es imborrable de mi mente, después esos momentos cuando tuvimos que decidir comer carne humana, me acuerdo clarito todo lo que pensé y lo que sentí, cuando escuchamos por la radio, que era el único artefacto que teníamos, la noticia de que nos habían abandonado, la furia, la desazón, la rabia contra todo y contra todos, la avalancha que te contaba recién todo el proceso hacia la muerte que llegó un momento que pensé que estaba muerto. “Estoy muerto, ahora veo cómo sigue”, y te diría que esos puntos fueron fuertes, inolvidables y quizás después de eso ya es cuando escuchamos en la radio la noticia de que habían llegado a la civilización Roberto y Nando y nos iban a salvar, a rescatar. Eran 72 días luchando para lograr eso y llegó ese día.

— La última pregunta que le hago a todos los invitados es: contame algo que te haya emocionado, sorprendido o gustado, ya sea una historia, un sueño, algo que leíste o escuchaste y quieras compartir.
— Hay tantas cosas. Las cosas que me han conmovido o alguna puntualmente es de algunas personas que se han acercado a escucharme y a escuchar la historia, después de las conferencias normalmente firmo libros y pasan 100 personas o 150 y algunas o muchas de ellas me agradecen, como esas dos chicas que no se suicidaron. Pero me ha pasado últimamente, la semana pasada, hace dos días, que estoy firmando libros y parece que se olvidan de
que están rodeados de gente en un teatro y me miran cosas increíbles: “Me salvaste la vida porque estaba en una depresión”, “gracias a la historia de ustedes, gracias, gracias”, “¿te puedo abrazar?” y te abrazan fuerte, y eso me impresiona mucho y me ha pasado más de una vez y me ha pasado hace dos días. Me hace sentir algo tan fantástico que pueda uno desprender eso, que de uno pueda salir eso, la energía de la historia o de lo que sea. Es fantástico lo que somos los seres humanos capaces de hacer, de lograr y de vivir.
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