
El olfato, uno de los sentidos más primitivos y enigmáticos, ha sido tradicionalmente difícil de descifrar desde la perspectiva científica. A pesar de que el aroma de un café recién hecho o el perfume de una flor pueden transportarnos inmediatamente a recuerdos o estados emocionales, el modo en que el cerebro logra transformar una señal química en una vivencia subjetiva ha sido durante décadas un terreno de incógnitas.
Sin embargo, una nueva investigación de la Universidad de Tokio, publicada en JNeurosci, arroja luz sobre este proceso fascinante y revela que el cerebro organiza su respuesta a los olores en dos etapas perfectamente diferenciadas. Primero traduce la información molecular y, solo después, otorga valor subjetivo a lo que percibimos.
Este descubrimiento, liderado por la Society for Neuroscience, propone que cada fragancia que percibimos pasa primero por un filtro objetivo, casi mecánico, antes de ser incorporada a nuestro universo emocional y de recuerdos. La trascendencia de esta visión no se limita al ámbito científico: la forma en que los aromas influyen en nuestras decisiones, recuerdos y estados de ánimo empieza a comprenderse a partir de estos mecanismos cerebrales recién descritos.

Primera parada: el cerebro decodifica la química del aroma
El estudio experimental fue realizado con voluntarios expuestos a una variada selección de fragancias. Los investigadores midieron su actividad cerebral mediante electroencefalografía (EEG), técnica que permite captar los patrones eléctricos con milisegundos de precisión.
Los primeros resultados sorprendieron al equipo: en apenas 300 milisegundos desde la inhalación, se produjo una activación de la frecuencia theta, responsable de analizar las propiedades físico-químicas de los compuestos odoríferos.
Según Masako Okamoto, autora principal, es en este instante inicial cuando el cerebro procesa exclusivamente los rasgos objetivos del aroma: “En la etapa muy temprana tras la aparición del olor, el cerebro codifica principalmente las características moleculares objetivamente”, explicó. Esta decodificación permite, por ejemplo, diferenciar de manera instantánea entre el olor del gas, el pan recién horneado o una sustancia tóxica, una función que ha resultado vital para la supervivencia humana a lo largo de la evolución.

El nivel de precisión en la codificación theta resultó determinante: quienes consiguieron discriminar mejor los distintos olores mostraron una fidelidad mucho más alta en esta primera fase, lo que sitúa a la actividad theta como una suerte de firma cerebral de la capacidad olfativa. Los resultados validaron, además, que la eficacia en esta codificación no se vinculaba a otras funciones como la detección simple o la identificación de olores, confirmando su especificidad.
Segunda fase: el cerebro decide si un olor es placentero
Superada la barrera de los 700 milisegundos, entró en acción una segunda frecuencia cerebral: la actividad delta. Aquí, el foco se desplazó de la química a la experiencia personal.
Esta etapa, según la Society for Neuroscience, está relacionada con la valoración subjetiva de los olores, es decir, con determinar si un aroma resulta agradable o desagradable. A diferencia de la fase inicial, esta codificación no guardó relación con la capacidad para distinguir olores, sino con la conciencia emocional asociada a los mismos.
Los cuestionarios realizados mostraron que quienes manifestaron una mayor percepción de agradable o desagradable en la vida cotidiana exhibieron una intensidad delta más marcada, pero esta no se tradujo en un mejor desempeño a la hora de discriminar fragancias. Este hallazgo confirma que, a nivel cerebral, la valoración afectiva es un proceso independiente de la identificación objetiva de los olores.

Nuevas fronteras para la ciencia del olfato
La diferenciación entre una codificación física inicial y una valoración subjetiva posterior abre un abanico de oportunidades para la comprensión y tratamiento de trastornos del olfato. Los patrones de actividad theta y delta identificados podrían convertirse en herramientas valiosas para evaluar disfunciones olfativas o diseñar intervenciones a medida que permitan mejorar la función olfatoria tanto en personas sanas como en quienes presentan alteraciones sensoriales.
De este modo, el estudio no solo desvela cómo el cerebro fragmenta y procesa el universo de aromas que nos rodea, sino que apunta a futuros desarrollos en neurociencia olfativa, desde el diagnóstico temprano de enfermedades neurodegenerativas hasta la creación de entornos terapéuticos donde el sentido del olfato puede ser recuperado o potenciado.
La investigación de la Universidad de Tokio constituye así un avance crucial, conectando lo estrictamente químico con lo profundamente humano, y demostrando que, cada vez que olemos, nuestro cerebro orquesta una compleja sinfonía entre la objetividad molecular y la emoción. Comprender este proceso puede transformar la manera en que interpretamos el mundo a través de la nariz y cambiar, en un futuro no tan lejano, nuestra propia relación con la memoria, la salud y el bienestar.
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