
Desde hace años, en Argentina y en el mundo, la palabra fentanilo, asociada a un fármaco, estaba asociada con la alta complejidad médica y un recurso extraordinario para mejorar la vida de las personas: un analgésico potente, reservado para quirófanos y terapias intensivas, símbolo de control y precisión.
Hace ya algún tiempo en todo el mundo, esta palabra ha ido adquiriendo otros significados inquietantes y peligrosos. En varias oportunidades se ha hablado de los efectos del fentanilo como droga de uso ilegal y adictivo, e incluso su interacción con otras drogas para hacerlas mortales.
La mortalidad estaba hasta hace poco relacionada en el imaginario colectivo con el uso ilegal y algo que se percibía como lejano, pero algo cambió en las últimas semanas. Un lote de fentanilo salido de un laboratorio, contaminado por errores o negligencias en la elaboración y envasado, así como mal controlado o no controlado, dejó al momento de esta nota alrededor de un centenar de muertos, lamentablemente sabemos que serán más, y al mismo tiempo una profunda herida que no se cierra con comunicados oficiales.
La tragedia, las muertes y los familiares que lloran y tratan de comprender qué pasó con un hijo que solo entró a una sala de operación y su vida terminó a los 18 años, ya es un hecho documentado en informes judiciales y pericias técnicas.

Pero como toda tragedia, lo que falta medir es lo otro, las secuelas emocionales, psicológicas, el impacto invisible que se instala de manera progresiva e insidiosa en la forma en que pensamos, sentimos y nos relacionamos con la medicina. Quizás lo más preocupante sea la evolución en el tiempo de esa pérdida de confianza en el acto médico.
En redes sociales se puede ver cómo hay gente sin título ni validez experta, pero con el temor instalado, que insta a “no dejarse operar” sin ciertas condiciones. Así, en consultorios y ambientes hospitalarios, aparece una pregunta que antes no tenía lugar: “¿Es seguro lo que me van a dar?”.
La confianza en el acto médico, o en la estrategia mediada por un técnico o un fármaco, que solía ser un gesto implícito de entrega, se fracturó. Incluso la confusión ahora incluye otras sustancias usadas en contextos similares, ya no es solo el fentanilo.
En las mismas redes, otra persona lleva su temor a la opinión sobre el Propofol, una sustancia usada como sedativo y mantenimiento de la anestesia que no es fentanilo. Personas que no dudaban, ahora cancelan cirugías, postergan tratamientos y rechazan internaciones. Otras acumulan ansiolíticos o analgésicos, confiando más en su propio botiquín que en la cadena formal de suministro.

El miedo no se manifiesta siempre de manera abierta y explícita. A veces se esconde detrás de la máscara de la prudencia, otras de escepticismo. Aparecen casos en los cuales el error médico se transforma en indicador de peligro, el accidente se convierte en norma, como el caso Pérez Volpin y las cancelaciones de endoscopías.
Pero en este caso, no es un hecho puntual, sino algo que adquiere otras dimensiones y genera más temor, no es un lugar que pueda reasegurarse por otro, es una partida de medicamentos que en el imaginario puede estar en cualquier lugar. Pero el fondo es el mismo: la sensación de que cualquier intervención puede ser peligrosa y, en este caso, mortal.
El episodio del fentanilo no solo afectó a las víctimas y sus familias. Erosiona un contrato social implícito: con el médico, el profesional o el sistema de salud, pero aún más profundamente, con lo social, con el Estado y las instituciones sanitarias encargadas de nuestra seguridad, quienes deben cuidarnos y por alguna razón no cumplen con su tarea. Estamos en el imaginario, la fantasía o la realidad, desamparados.
Hoy, se repite una frase manifestada de diferentes formas, que inquieta: “Si pasó con esto, puede pasar con cualquier cosa, si pasó con el otro me puede pasar a mí”. La generalización es emocional, no racional, y por eso es tan poderosa. No importa que los controles se hayan reforzado, el imaginario colectivo ya registró la posibilidad de un fallo de estas consecuencias. El resultado es una nueva forma de vulnerabilidad: la duda permanente sobre la integridad de lo que consumimos, incluso cuando se trata de medicamentos esenciales.

Vemos a través de los cambios de los tiempos cómo las formas del malestar mutan. Así, la pandemia y la pospandemia produjeron un impacto perceptible desde el inicio, sumado al efecto de las redes y el contrato social que no protege.
Surge un patrón que antes se le atribuía a la hipocondría, pero ahora el malestar se expresa en otras formas en relación a lo social y cultural. Pacientes desarrollan fobia a hospitales, ataques de pánico antes de procedimientos menores o consultas repetidas para confirmar que un medicamento “no hace nada”, cuando en realidad ello debería tener un sentido distinto.
La hipocondría, o ansiedad respecto a la salud, como actualmente la nosología la ha denominado, es el miedo a la enfermedad que lleva a interpretar cualquier síntoma como grave. Pero el caso de Molière en su vida y en sus obras se amplifica hasta llegar al presente, con su fobia y desconfianza por la medicina y los médicos.
Hoy se observa más una fobia al tratamiento y menos a la enfermedad; “medicofobia” podría describir a quienes temen más a la cura que a la dolencia. En contextos de internación, algunos pacientes piden ver la etiqueta, el lote y la fecha de vencimiento antes de recibir una inyección; otros directamente se niegan.
El pánico epistemológico

“Mi hermano entró al hospital para aliviar un dolor. Nunca volvió”, dice una mujer en la puerta de tribunales. Su frase condensa el núcleo del problema: el lugar al que acudimos para sanar puede volverse el escenario del daño. En el otro extremo, un médico de guardia admite: “Siento que me miran mal, como si no fuera confiable o no supiera”. Ambos testimonios revelan que el golpe no es solo técnico: es relacional, simbólico, humano.
Más allá del miedo desatado en este caso, la crisis dispara algo más abstracto: la duda sobre la fiabilidad del conocimiento médico. En una época de exámenes de residencias cuestionados, de inteligencia artificial como alternativa, el saber médico está fuertemente puesto en duda, y no lo sufre solo el profesional o cuidador sino que repercute en quien debe ser cuidado.
Si un medicamento tan controlado como el fentanilo pudo llegar contaminado a cientos de hospitales, ¿qué garantiza que otros no lo estén? Este “pánico epistemológico” abre la puerta a narrativas peligrosas: teorías conspirativas, rechazo a la medicina basada en evidencia, proliferación de remedios alternativos sin respaldo científico. Un terreno fértil para la desinformación.
Frente a esta situación, la reparación no puede limitarse a sellar la cadena de producción y control o a demandas judiciales. Es necesario reconstruir el vínculo emocional entre medicina y paciente. Desde la tradición, hay valores que rescatar: rigor en los procedimientos, auditorías externas, ética profesional sin fisuras.

Pero se necesita más:
- Transparencia absoluta, comunicar no solo los aciertos sino también los errores y cómo se los corrige
- Participación ciudadana, con veedores externos y comunitarios
- Acompañamiento psicológico en crisis sanitarias para pacientes y familias
- Educación sanitaria preventiva, aprovechar la crisis para educar y formar consumidores informados.
Más que una crisis sanitaria
Lo que está en juego no es solo la calidad de un medicamento, sino la relación de confianza que sostiene la salud pública, o simplemente la famosa relación médico-paciente.

Restaurarla es obligatorio, ya que puede ser un camino sin retorno y vemos situaciones similares en áreas como la política, la justicia, las fuerzas de seguridad o los medios. Las estadísticas de confiabilidad respecto a estas estructuras son descendentes.
Hasta entonces, la sombra del fentanilo seguirá recordando que, cuando la medicina falla, no solo enferma el cuerpo: se enferma la confianza. Sin esa confianza no hay sociedad.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista.
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