
Hablar de trastornos de la conducta alimentaria (TCA) ya no es una opción, sino una necesidad urgente.
Lejos de tratarse solo de una preocupación por la comida, los TCA son expresiones profundas de malestar emocional que se manifiestan a través del cuerpo, la alimentación y el deseo de control. Afectan, cada vez con mayor frecuencia, a adolescentes y jóvenes, y su abordaje requiere una mirada integral y humana.
Vivimos inmersos en una cultura que normaliza la insatisfacción corporal, impone ideales de belleza inalcanzables y premia la delgadez como sinónimo de éxito o salud.
Las redes sociales y los medios de comunicación refuerzan constantemente estos modelos estéticos, lo que contribuye a que muchas personas desarrollen una relación conflictiva con su cuerpo y su alimentación. El impacto de estos mensajes no solo es persistente, sino también profundamente internalizado. En muchos casos, son la puerta de entrada a una espiral de restricciones, dietas extremas, culpa y aislamiento.
Los primeros signos de un TCA suelen disfrazarse de “hábitos saludables”. Saltarse comidas, obsesionarse con las calorías, evitar comer en público o tener un discurso constante sobre el cuerpo son comportamientos que, aunque socialmente aceptados, pueden ser señales de alarma. Es necesario reconocer que la delgadez no siempre es sinónimo de bienestar, y que muchas veces esconde una lucha silenciosa con uno mismo.
A esto se suma un problema creciente: la sobreinformación y la desinformación sobre nutrición en las redes sociales. Abundan los consejos sin sustento científico, promoviendo dietas peligrosas, alimentos prohibidos o prácticas extremas como el uso de laxantes. Esta cultura de la dieta trivializa la salud y fomenta vínculos disfuncionales con la comida. Como profesionales, tenemos la enorme tarea de desmitificar, educar y ofrecer información responsable, basada en evidencia y empatía.
El miedo a engordar, aprendido y reforzado culturalmente, condiciona la forma en que muchas personas eligen sus alimentos. Se prioriza el bajo contenido calórico por sobre la calidad nutricional, se suprimen grupos enteros de alimentos y se asocia la “comida saludable” únicamente con lo light o sin calorías. Esta visión reduccionista distorsiona la idea de salud y puede provocar deficiencias, ansiedad y una relación culposa con el acto de comer.
Como nutricionista, mi labor no se limita a indicar qué comer, sino a acompañar a las personas en la reconstrucción de un vínculo saludable con su cuerpo y su alimentación. Esto implica validar emociones, escuchar sin juzgar y ofrecer herramientas para que puedan volver a confiar en su cuerpo. Comer bien también es sentirse bien: sin miedo, sin culpa, sin castigos.
Pero este acompañamiento no puede ni debe hacerse en soledad. Los TCA no afectan solo al cuerpo: también alteran la salud mental, los vínculos, la autoestima. Por eso, el abordaje debe ser interdisciplinario. Solo con el trabajo conjunto de psicólogos, médicos, nutricionistas y el entorno familiar es posible brindar un tratamiento efectivo y respetuoso con los tiempos y la historia de cada paciente.
A lo largo de mi práctica, he sido testigo de errores frecuentes en el abordaje de los TCA: imponer planes rígidos, centrar la atención en el peso, o pasar por alto el contexto emocional y social de la persona. La clave está en ofrecer un acompañamiento individualizado, que entienda a la alimentación como una herramienta de salud, no como un instrumento de control.
La educación alimentaria debe ser crítica, inclusiva y transformadora. En un mundo que venera cuerpos normativos, educar para aceptar la diversidad corporal es un acto de amor y resistencia. Promover una alimentación suficiente, variada, placentera y flexible es parte de construir una cultura del cuidado.
Los TCA no se curan con una dieta. Se abordan con escucha activa, con respeto, con humanidad. Detrás de cada paciente hay una historia única marcada por presiones sociales, mandatos culturales y vínculos rotos con su corporalidad.
Nuestra tarea como profesionales de la salud es tender puentes para sanar esa relación. Apostar por una nutrición que no impone, sino que guía. Que no juzga, sino que comprende. Que no busca controlar, sino acompañar.
Porque hablar de TCA es, en definitiva, hablar de dignidad, de identidad y de salud integral.
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