
La deuda histórica de los sistemas de salud hacia la comunidad LGBT+ continúa siendo un tema de gran relevancia, marcado por décadas de exclusión, discriminación y violencia institucional.
Según datos recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en México, 5 millones de personas mayores de 15 años se identifican como parte de esta comunidad, lo que representa el 5.1 % de la población total en ese rango de edad. Este panorama evidencia la necesidad urgente de implementar estrategias inclusivas que garanticen el acceso a servicios de salud dignos y libres de prejuicios.
En este sentido, la patologización de las identidades y orientaciones sexuales ha sido uno de los principales factores que han perpetuado esta deuda. Hasta el 17 de mayo de 1990, la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificaba la homosexualidad como un trastorno mental, y no fue sino hasta 2019 que la transexualidad dejó de ser considerada un “trastorno de identidad de género”.
Este enfoque médico legitimó prácticas como los Esfuerzos para Corregir la Orientación Sexual y la Identidad de Género (ECOSIG), que aún persisten en algunos países y han causado graves daños físicos y psicológicos a quienes las han sufrido.

La discriminación en el acceso a la atención médica es otro aspecto crítico. Personas LGBT+ han enfrentado maltratos y diagnósticos erróneos debido a la falta de formación en diversidad sexual y de género entre los profesionales de la salud.
En el caso de las personas trans, los obstáculos para acceder a tratamientos básicos, como terapias hormonales, son frecuentes, y muchas veces se les exige justificar su identidad para recibir atención. Según activistas, esta situación genera desconfianza hacia el sistema de salud y agrava la exclusión.
De igual manera, el impacto del VIH/SIDA en las décadas de 1980 y 1990 es un ejemplo claro del abandono institucional hacia esta comunidad. Durante ese periodo, el estigma moral y religioso asociado a la enfermedad llevó a que muchos gobiernos ignoraran la crisis, dejando a organizaciones civiles la responsabilidad de brindar atención y educación.
Aunque se han logrado avances en la prevención y tratamiento del VIH, el estigma persiste, afectando el acceso a servicios de salud y empleo. Un ejemplo de ello, son los recientes llamados que han hecho organizaciones como VIHve Libre a desestigmatizar el virus ante un supuesto incremento que, según comentarios en rede sociales, sería una nueva pandemia, lo que fue desmentido por la organización, que hizo un llamado a la información sin prejhuicios.
La ausencia de protocolos inclusivos y la falta de formación en temas de salud LGBT+ son problemas estructurales que aún prevalecen. Aún existen sistemas de salud no capacitan a su personal en áreas como salud sexual, hormonización o acompañamiento a personas trans, lo que resulta en una atención parcial o incluso dañina.
En México, aunque la Ciudad de México ha implementado servicios especializados como la Clínica Condesa, el acceso a estos servicios sigue siendo desigual en el resto del país, especialmente en estados con contextos más conservadores.

Otro aspecto relevante es la negación de derechos reproductivos y la autonomía corporal. En muchos casos, personas trans y no binarias han sido obligadas a someterse a esterilizaciones o cirugías para que se reconozca su identidad legal.
Asimismo, mujeres lesbianas y personas trans enfrentan barreras para acceder a técnicas de fertilidad asistida o anticoncepción adecuada, lo que limita su capacidad de decidir sobre sus propios cuerpos.
En cuanto a la salud mental, las tasas de ansiedad, depresión e ideación suicida son significativamente más altas en la comunidad LGBT+, en gran parte debido a la discriminación social y médica. De acuerdo con un informe publicado por The Trevor Project, alrededor del 50% de personas LGBT+ adultas han contemplado terminar con su vida.
En el contexto mexicano, la criminalización y patologización de las personas LGBT+ durante el siglo XX contribuyó a la exclusión sistemática de esta comunidad.
Aunque no existían leyes explícitas en todos los estados, la homosexualidad y las identidades trans eran vistas como desviaciones o trastornos, lo que legitimó prácticas como ECOSIG y tratamientos psiquiátricos forzados. Este enfoque también facilitó la criminalización bajo figuras legales como “faltas a la moral”.
A pesar de los avances recientes, como el reconocimiento de la necesidad de atención diferenciada para personas LGBT+ en el Plan Sectorial de Salud 2019, los desafíos persisten.
El INEGI destaca que, de los 5 millones de personas que se identifican como LGBT+ en México, el 81.8 % lo hace por su orientación sexual, el 7.6 % por su identidad de género y el 10.6 % por ambas razones.

Dentro de este grupo, el 51.7 % se identifica como bisexual, mientras que el 34.8 % corresponde a personas transgénero o transexuales. Estos datos subrayan la diversidad dentro de la comunidad y la necesidad de políticas públicas inclusivas que respondan a sus realidades específicas.
Para saldar esta deuda histórica, se han planteado diversas acciones, como el reconocimiento oficial del daño causado, la formación obligatoria en diversidad sexual y de género para el personal de salud, y la creación de protocolos inclusivos en instituciones como el IMSS, ISSSTE o la Cofepris.
Además, se propone garantizar atención gratuita y accesible en áreas como hormonización, cirugías de afirmación de género, salud sexual y mental, así como fomentar la participación comunitaria en la elaboración de políticas públicas.
Aunque organizaciones civiles y activistas han impulsado cambios significativos, el camino hacia una atención médica inclusiva y libre de discriminación sigue siendo largo.
La deuda histórica del sistema de salud con la comunidad LGBT+ no solo refleja omisiones pasadas, sino también la necesidad de transformar las estructuras actuales para garantizar el respeto y la dignidad de todas las personas.
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