
Antes de 1906, el desayuno de un estadounidense promedio podía incluir leche preservada con borax, pan hecho con harina mezclada con yeso y café molido a partir de huesos carbonizados. Las etiquetas eran un lujo inexistente. Los controles sanitarios, una utopía. Y para millones de familias trabajadoras, conseguir alimentos genuinos era tan difícil como evitar sus efectos secundarios. La comida, muchas veces, enfermaba. A veces, mataba.
En la segunda mitad del siglo XIX, mientras Europa ya avanzaba con leyes de seguridad alimentaria, en Estados Unidos se dejó el control en manos del mercado. “Una enorme cantidad de fraude alimentario emergió”, relata Deborah Blum, periodista científica y autora del libro The Poison Squad. Según sus investigaciones, en ese tiempo de industrialización y abandono del campo, la comida procesada era, con frecuencia, un cóctel tóxico y barato. El Estado federal no intervenía.
Popular Science recoge el testimonio de Blum sobre una época en la que los consumidores, sin saberlo, ingerían ingredientes como plomo, ácido bórico y formaldehído en los productos más cotidianos. Las consecuencias fueron brutales: enfermedades crónicas, muertes infantiles masivas y una desconfianza generalizada que, finalmente, catalizó el surgimiento de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) como autoridad sanitaria.
Adulteraciones generalizadas: polvo de ladrillo, embalsamadores y cuerdas carbonizadas
La lista de adulterantes registrados es extensa. En la leche, por ejemplo, era común el uso de formaldehído (líquido para embalsamar cadáveres) como conservante y edulcorante, ya que “mejoraba el sabor del deterioro”, según Blum. En los quesos, el plomo ayudaba a lograr un tono dorado más atractivo, aunque sumamente peligroso. En las harinas, se mezclaban compuestos blancos como yeso o planchas de París para dar volumen o alterar la textura.
Los cafés de supermercado eran en su mayoría falsificaciones: entre 80 y 90% del producto era material ajeno al grano, como huesos molidos, semillas carbonizadas y restos vegetales. Algunos incluso contenían plomo para oscurecer su color. Las especias eran aún peores. La pimienta negra podía ser hecha de cuerdas quemadas o cáscaras molidas. La canela, de polvo de ladrillo.
Quienes podían permitirse precios más altos accedían a alimentos reales. Para la mayoría, sin embargo, el supermercado era una trampa. “Probablemente la mitad de todos estos productos tenían algún tipo de adulteración”, explicó Blum. Como defensa, surgió una preferencia por los granos enteros, pero el mercado respondió con frijoles falsos: granos de cera o arcilla moldeados para parecer café.

Los “niños del formol” y las consecuencias mortales del fraude alimentario
Los efectos sanitarios fueron devastadores. En Nueva York, unos 8.000 bebés murieron en un solo año por leche adulterada, conocida como “swill milk”, según los registros. En un orfanato de Indiana, varios niños fallecieron por envenenamiento con formaldehído. No había etiquetas, advertencias, ni normas. Sólo una cadena de venta ciega entre productores, intermediarios, minoristas y consumidores.
Los intentos estatales por contener el problema fueron dispersos. Massachusetts, por ejemplo, había aprobado en 1785 una ley contra la venta de alimentos dañinos, pero el vacío federal permitía que los fabricantes más inescrupulosos operaran con total libertad, envenenando a la población sin consecuencias legales.
Uno de ellos testificó ante el Congreso sobre un producto vendido como mermelada de fresa, hecho exclusivamente con tinte rojo, jarabe de maíz y semillas de pasto. Su defensa: “Tenemos que ser competitivos. Los demás lo hacen también”, según Blum.
La guerra de un químico federal contra la industria y el Congreso
Harvey Washington Wiley, médico y químico del Departamento de Agricultura, comenzó a documentar estos peligros en los años 1880. Aunque su tarea principal era desarrollar sustitutos del azúcar, pronto se dedicó a investigar y denunciar contaminaciones en mantequilla, miel, leche y bebidas alcohólicas. Lo hacía a través de boletines oficiales que tuvieron escasa repercusión política.
Congresistas, presionados por los lobbies de la industria, bloquearon una y otra vez sus propuestas de etiquetado obligatorio y estándares sanitarios. “Sigue presionando. La industria lo sigue frenando”, relata Blum. Hasta que cambió de estrategia.
En un movimiento inédito, Wiley lanzó los hygienic table trials, luego conocidos como el “Poison Squad”. Un grupo de empleados voluntarios del USDA aceptó ser alimentado durante seis meses con comidas preparadas especialmente para ellos, y también con pequeñas dosis de borax, ácido bórico, ácido salicílico, benzoato, dióxido de azufre, sulfato de cobre y nitrato potásico.
Los síntomas eran frecuentes, pero el experimento generó un escándalo público. “Todos los periódicos tenían titulares: ‘Los estadounidenses están comiendo veneno’”, recuerda Blum. La indignación, combinada con el impacto del libro The Jungle de Upton Sinclair sobre las condiciones de las empacadoras de carne, forzó un cambio.

De la “ley Wiley” al presente: entre conquistas y amenazas presupuestarias
En 1906, el Congreso aprobó dos normas históricas: la Ley de Inspección de Carnes y la Ley de Alimentos y Medicamentos, también conocida como “Ley Wiley”. A partir de allí se crearon el USDA y la FDA, agencias encargadas de supervisar productos alimenticios, carnes, medicamentos y cosméticos.
Durante más de un siglo, las normas se actualizaron, las industrias se autorregularon y los consumidores ganaron el derecho a demandar ante fallos. La seguridad alimentaria se transformó en una política pública.
Pero hoy, el panorama es distinto. Según Brian Schaneberg, del Instituto de Seguridad Alimentaria y Salud del Illinois Tech, la FDA fue devastada por los recortes de la administración del gobierno federal, que eliminaron más de 3.500 empleos, incluyendo personal de laboratorios que supervisaba productos como leche, fórmula infantil y alimentos para mascotas.
El propio instituto quedó con apenas cuatro de quince investigadores. La recontratación prometida no ha llegado. Y el plan actual prevé transferir la mayor parte de los análisis a los estados. “Estoy preocupado”, admitió Schaneberg a Popular Science. Si bien las grandes empresas suelen aplicar controles estrictos, sin la última capa de vigilancia federal, siempre puede filtrarse algo.
En 2023 y 2024, la FDA detectó niveles altos de plomo y cromo en compotas de manzana con canela para niños. “¿Quién más lo haría si no la FDA?”, se preguntó Martin Bucknavage, especialista en seguridad alimentaria de Penn State.
El pasado enseña que la vigilancia alimentaria no es opcional. Como dijo Blum, “no estoy diciendo que se viene una catástrofe, porque no lo sabemos, pero no hay nada en lo que está haciendo esta administración que nos haga más seguros”.
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