
Gracias a su impresionante patrimonio cultural y artístico, su riqueza monumental y sus gentes, Sevilla es uno de los destinos obligatorios dentro de Andalucía. Sus calles empedradas y sus majestuosos monumentos, como la Giralda o la Torre del Oro, narran siglos de esplendor que la han convertido en una de las ciudades más impresionantes de Europa. Además, a lo largo de sus 108 barrios, Sevilla enamora al viajero gracias a sus rincones únicos, los cuales han llegado a inspirar algunas de las obras literarias y musicales más importantes de la historia.
En este sentido, caminar por los pasajes del barrio de Santa Cruz es, a menudo, como adentrarse en un escenario sin cortinas. Al doblar una esquina, uno casi espera ver aparecer a Fígaro entre los callejones o escuchar los ecos de la voz de Carmen desde una ventana abierta. La ciudad ha sido musa de más de un centenar de composiciones operísticas, según recoge el National Geographic, pero en ninguna parte este vínculo entre música y ciudad se hace tan palpable como en este histórico barrio, que fue judería hasta el pogromo de 1391.
Allí, en el trazado irregular de sus calles estrechas y plazas recoletas, resuenan sin cesar fragmentos del repertorio lírico europeo. El aria Largo al factótum parece retumbar en los muros de cal blanca; la habanera de Bizet flota entre naranjos; y bajo los balcones, los turistas alzan la vista, buscándolos: a Don Giovanni, a Rosina, a Leonora, como si la ópera aún se interpretara en vivo.
El barrio donde vivía Inés

Uno de los espacios con mayor carga simbólica es la plaza de Doña Elvira. Hoy es un remanso de paz, con sus naranjos, bancos de azulejo y una fuente central, pero en tiempos fue escenario de comedias populares. En la tradición teatral, allí vivía Inés de Ulloa, el amor imposible de Don Juan Tenorio, el personaje que Tirso de Molina creó y que Mozart universalizó como Don Giovanni. El entorno —calles adoquinadas, fachadas encaladas, rejas forjadas— acompaña esa atmósfera suspendida en el tiempo.
Lo mismo sucede con otras plazas cercanas, como la de la Alianza, junto a las murallas del Alcázar; la del Triunfo, donde las tunas homenajean cada 8 de diciembre a la Inmaculada; o la de Santa Marta, una pequeña cuadrícula de suelo empedrado y aroma a azahar, en la que, según la leyenda, Don Juan raptaba a Inés. Buena parte de la fotogenia del barrio de Santa Cruz no es casual. A principios del siglo XX, una serie de reformas urbanísticas redibujó y embelleció esta zona para proteger su patrimonio y potenciar una imagen idealizada de la Sevilla tradicional.
En ese proceso se consolidaron jardines, se restauraron edificios históricos y se evitaron proyectos de ensanche que habrían arrasado el trazado medieval. Gracias a aquella intervención, aún se puede caminar por pasajes como el del Agua, que corre paralelo a los muros del Alcázar y que, según la tradición, inspiró la taberna de Lillas Pastia en la ópera Carmen. Allí, Bizet situó a su heroína gitana tomando manzanilla antes de huir con el torero Escamillo. Ni Bizet ni Rossini pisaron jamás Sevilla, pero sus óperas, basadas en textos franceses, hicieron que la ciudad cobrara vida propia en los teatros del mundo.
Calles, besos y balcones con historia

Entre los laberintos del barrio, algunas calles parecen diseñadas para el susurro y el secreto. La Calle de los Besos, por ejemplo, es tan estrecha que sus balcones casi se tocan. Se decía que los vecinos podían saludarse con un par de besos sin salir de casa. Más allá, entre la plaza de Doña Elvira y la de los Venerables, un azulejo con la inscripción “Rincón del Beso” perpetúa la costumbre, aunque fue colocado en 2012 como parte de una reforma comercial. Hoy es punto obligado de fotografía romántica.
Y como en toda ópera que se precie, no puede faltar el balcón. En la plaza de Alfaro, un edificio de finales del siglo XIX ha sido identificado popularmente como el de Rosina, la joven que en El barbero de Sevilla intentaba escapar del matrimonio impuesto por Don Bartolo. Allí, Rossini imaginó al conde de Almaviva cantando serenatas bajo la mirada atenta de Fígaro, trepando por la fachada como si de Romeo y Julieta se tratara.
Más allá de las licencias históricas, el barrio de Santa Cruz ha sabido conservar una atmósfera que combina mito y memoria. Su configuración responde a siglos de historia —desde la comunidad judía medieval hasta el presente turístico— pero también a una narrativa construida con música, leyendas y dramatizaciones que han proyectado Sevilla al imaginario internacional.
Hoy, mientras suenan las guitarras en las plazas y los visitantes buscan la taberna de Carmen o el balcón de Rosina, la ciudad continúa representando su ópera eterna. No es casual que, entre las calles de Santa Cruz, el arte del disfraz, del amor y del engaño siga encontrando un escenario natural. Porque en Sevilla, la ópera no está en el teatro: está en la calle.
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