
El punto final de muchas relaciones se produce después de un desgaste paulatino, generado en ocasiones por una gran cantidad de conversaciones que parecen no llegar a ninguna parte. En muchas parejas, el amor no se apaga por falta de afecto, sino por los bucles sin fin de discusiones que se repiten una y otra vez, con las mismas palabras, los mismos reproches y el mismo silencio final. Al principio hay intención de arreglar las cosas, pero con el tiempo la rutina de discutir se convierte en un hábito estéril.
El psicólogo Juan Osuna, a través de un video publicado en su cuenta de TikTok (@juan_osuna_psicologo) explica que ese agotamiento no proviene del conflicto en sí, sino de la sensación de estancamiento. “Las discusiones no cansan por lo que se dice, cansan porque nada cambia después”, señala.
La importancia de las acciones por encima de las palabras vacías
Aunque hablar es una herramienta necesaria en toda relación, pues la comunicación debe ser uno de los pilares fundamentales de cualquier tipo de vínculo, cuando no produce ningún movimiento real, deja de servir como vía de entendimiento y se convierte en un recordatorio de la distancia.

Osuna subraya que muchas parejas caen en un ciclo donde todo parece moverse, pero nada se transforma. “Puedes discutir mil veces por lo mismo. El tono sube, la frase se repite, parece que incluso escucháis. Pero, cuando se enfría, todo vuelve a estar igual”. Esa repetición, explica, no solo agota, sino que termina erosionando el vínculo emocional.
Desde fuera puede parecer que la causa del conflicto está en el tema de la discusión (los celos, la convivencia, las diferencias de carácter), pero para Osuna la raíz es más profunda: “Y lo que desgasta no es discutir, lo que desgasta es sentir que cada pelea es una copia exacta de la anterior, como si hablar solo fuera otro capítulo del mismo bucle”. Así, lo que duele no es el desacuerdo puntual, sino comprobar que la relación no avanza, que los esfuerzos se diluyen en un mar de palabras repetidas.
Las discusiones se transforman así en un ritual que ya no busca soluciones, sino una especie de desahogo que apenas ofrece alivio momentáneo. Esa dinámica puede durar meses o incluso años, hasta que uno de los dos, agotado, empieza a desconectarse emocionalmente.
Osuna apunta a una idea clave: “En realidad no se discute para ganar, se discute para ser visto, para que algo se mueva”. Detrás de cada enfrentamiento hay una necesidad no atendida: ser comprendido, reconocido o acompañado, sentir que lo que se dice es escuchado, que las necesidades que se están comunicando se tienen en cuenta.
Sin embargo, cuando esto no ocurre, “cuando nada cambia, la rabia no se va, se acumula”. Esa acumulación emocional se infiltra en los gestos, en los silencios, en la forma de mirar al otro. Lo que antes se resolvía con un abrazo, ahora se prolonga en días de distancia y lo que antes era tristeza, se convierte en resentimiento.
En este sentido, el psicólogo destaca que “al final, no rompe lo que os decís, rompe lo que nunca conseguís transformar. Y es que las conversaciones deben producirse con el objetivo de llegar a un entendimiento y movilizar hacia un futuro en el que esas necesidades sean cubiertas o en el que las dinámicas que duelen se acaben. Así, lo que realmente termina por fracturar el vínculo es la comprobación de que nada cambie, pese a que se hagan promesas de que así será.
La clave, por tanto, no se encuentra ni en evitar las discusiones ni en que las conversaciones se produzcan de forma completamente vacía. Debe haber un interés mutuo por escuchar, comprender, dialogar y crecer como relación. De lo contrario, esas palabras solo desgastarán el vínculo al observarse que las frases se repiten, pero que los actos que las han motivado no varían nunca.
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