
Cada semana, en el comedor de una casa de Palermo, en la ciudad de Buenos Aires, un grupo de estudiantes se reúne para construir futuro. Así es el Club de Ciencias Cóndor, un espacio que desde hace trece años Alejandro Rodríguez sostiene con fondos propios, dedicación y la firme convicción de que la educación puede transformar vidas. Porque él sabe lo que significa esa transformación.
El compromiso que Alejandro mantiene con la educación acaba de ser reconocido internacionalmente: fue seleccionado como uno de los 50 candidatos finalistas al Global Teacher Prize 2026, elegido entre más de 5.000 nominaciones provenientes de 139 países. El GTP, en su décimo año, es el premio más grande de su tipo, dotado con un millón de dólares. Fue creado por la Fundación Varkey en colaboración con la UNESCO como una forma de reconocer a docentes excepcionales que hayan realizado aportes destacados a la profesión y para visibilizar el rol fundamental que los educadores desempeñan en la sociedad.
Con más de 27 años de trayectoria, actualmente da clases en la Escuela Técnica N° 3 “María Sánchez de Thompson”. Alejandro ha acompañado a casi un centenar de jóvenes de distintos contextos —algunos en una compleja situación de vulnerabilidad— a desarrollar proyectos tecnológicos de alto impacto social. Sus estudiantes crean soluciones innovadoras utilizando materiales reciclados: sistemas de remediación ambiental con hongos, pantallas de agua, kits didácticos de energía renovable, biodigestores y dispositivos de detección de microorganismos en agua para escuelas rurales. No solo han ganado premios y han accedido a continuar sus estudios universitarios, sino que viajan para entregar sus inventos y capacitar a comunidades rurales, devolviendo a la sociedad las oportunidades que ellos mismos recibieron.
Su labor ha sido reconocida a nivel nacional con el Premio Docentes de la Ciudad, Innovar, Fundación YPF y Fundación Banco Petersen; y a nivel internacional con el Energy Globe Award 2024 de Argentina, el Premio Mercosur de Ciencia y Tecnología, el Premio Zayed a la Sostenibilidad y el Dubai International Award.

Una infancia marcada por la lucha
La historia de Alejandro comienza en 1969, en una familia de clase baja del conurbano bonaerense. Su madre era cocinera; su padre, obrero de fábrica. Cuando Alejandro tenía apenas dos o tres años, la familia vivió una situación que marcó su infancia: con mucho esfuerzo habían conseguido un departamento en Capital, pero cuando regresaron de una provincia donde el padre había trabajado temporalmente, los inquilinos se negaron a entregarlo. Era la época en que la ley de alquileres era más laxa con los inquilinos y el juicio por desalojo podía tomar años.
Sin opciones, la familia tuvo que instalarse en una villa: no tenían dónde vivir. De aquella época, Alejandro recuerda el agua fría al bañarse. Un tiempo después, el padre consiguió un puesto en una fábrica de Avellaneda y les dieron para cuidar una casa. Para Alejandro, que era muy chiquito, ese cambio significó una vida más amable, con espacios verdes, una calle para jugar y andar en bicicleta, caballos, gallinas.
Allí cursó la primaria en una escuela estatal y consiguió una beca para una escuela privada. Finalmente, lograron el desalojo de los inquilinos y pudieron regresar a Palermo que por entonces se llamaba Palermo Viejo y estaba lleno de talleres mecánicos. Cuando llegaron, el departamento era una ruina, No había pileta, se habían llevado los caños de plomo, las ventanas, las puertas. Ese departamento que reconstruyeron con esfuerzo es donde Alejandro sigue viviendo hoy.
Uno de los recuerdos más poderosos de su infancia es la imagen de su padre levantándose a las cuatro y media de la mañana para viajar a Avellaneda a trabajar. Con gran fuerza de voluntad, el padre cambió de trabajo, consiguió un mejor sueldo y estudió de noche para recibirse de calderista. “Para mí fue un gran impacto”, dice Alejandro. "Ver a papá estudiar de noche…”, dice con visible emoción, “fue un modelo muy importante”.
En esos años él también trabajó: acompañaba a la madre a los servicios de catering que hacía de noche. Con 11 o 12 años, cargaba vajillas pesadas y lavaba los utensilios. A veces se cruzaba con compañeros de su escuela privada y sentía vergüenza, pero esas experiencias forjaron su carácter. “Son cosas que me dan fuerza”, dice.

El camino hacia la tecnología
“Mis padres me entregaron una llave de oro creyendo que abriría todas mis puertas”, dice. “Me vistieron con un uniforme de prestigio en un mundo que no me pertenecía, haciendo el sacrificio heroico de enviarme a un colegio que sus bolsillos no podían pagar, pero que mi propio esfuerzo logró alcanzar. Ellos tenían la esperanza de que ese prestigio se me pegara a la piel y que los contactos me aseguraran el futuro que ellos, en su humildad, no podían brindarme”.
Alejandro consiguió una beca de excelencia en el León XIII, donde terminó la primaria. Fueron años de esfuerzo y alegrías familiares, pero también de lecciones amargas. Entendió que se puede estar en el mismo salón, compartir los recreos, practicar un deporte e incluso sentarse en el mismo comedor, y, aun así, vivir en mundos distintos. “Para mis compañeros, yo era el pobrecito becado, una figura invisible que recibía un trato justo, pero nunca cálido. No hubo maltrato, solo una cortesía distante que me recordaba en cada silencio y en cada plan al que no podía asistir que yo solo estaba de paso por sus vidas”.
La soledad, sin embargo, no lo venció. Aprovechó todas las posibilidades para aprender, para sentir, para vivir sus experiencias. “Ellos tenían apellidos y linaje, pero yo me apropié del conocimiento”, dice. Empezó la secundaria en la Escuela Técnica 34, con la especialidad de Construcciones, pero no funcionaba. Repitió cuarto año. “No me gustaba, elegí mal”, admite.
Buscar otra carrera fue un desafío. Por las diferencias en los programas de estudio no podía cambiarse a un bachillerato o a una escuela comercial: tenía que seguir una especialidad industrial. Un día, cerca de Plaza Italia, vio en el Colegio Magnasco un cartel que decía “Especialidad en Computación”. Nunca había tocado una computadora, pero algo le llamó la atención. Fue a una feria que se hacía en La Rural, ensayó algunos ejercicios introductorios y se decidió.
En la nueva escuela comenzó a programar en una Texas Instrument TI-99. Había seis máquinas para treinta estudiantes. Todos tenían que rotar: mientras unos usaban los equipos, otros escribían código en papel. La programación era creatividad pura. “Para mí era muy importante”, recuerda. “El dispositivo hacía lo que yo quería. Tenía el control. Y después, cuando vi que se podían hacer programas más complejos, pensé: esto que yo hago, a lo mejor otra persona lo puede usar”.
Después del secundario, Alejandro se anotó para estudiar Sistemas de Información en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Cursó el CBC en Ciudad Universitaria; el trayecto era épico: desde Barracas, donde trabajaba como ayudante de trabajos prácticos (ATP) en la Técnica 14, debía tomar el colectivo hasta La Boca y luego el 33 hasta Ciudad Universitaria.
Con un salario menor al de un jubilado, el dinero le alcanzaba para fotocopias. Pronto cambió el colectivo por una bici. Pedaleaba tres horas por día: desde su casa a la escuela y de ahí a la facultad. Llevaba en la mochila herramientas, placas electrónicas e insumos para llegar a sus clases. Lo hacía convencido de que enseñar no es solo transmitir contenidos, sino encender algo en cada estudiante. “A veces me agarraban las tormentas. Una vez pasé a través de un parabrisas porque alguien me abrió la puerta del otro lado. Pero seguía yendo al colegio”, dice.
Después consiguió un trabajo en el CONICET y tuvo que decidirse entre quedarse ahí o seguir en la escuela. Eligió la escuela. “Me gustaba. Me sentía más cómodo”. Hoy lleva casi treinta años como docente.
El Club de Ciencias: un espacio de transformación
En 2012, un alumno le planteó un dilema: quería hacer un proyecto para la feria de ciencias con un amigo de otro colegio, porque era su último año juntos y valoraba esa amistad, pero las normativas no permitían que colegios diferentes trabajaran en proyectos en común. Alejandro se puso a pensar. Alguien le sugirió: “Podrías abrir un club de ciencias”.
El CONICET habilita estos espacios a través de un formulario en línea y una visita de inspección. Alejandro cumplió los requisitos y obtuvo una matrícula nacional. Así nació el Club de Ciencias Cóndor. Aquel primer alumno y su amigo pudieron realizar el proyecto y llegaron juntos a la Feria Nacional en Misiones. No ganaron, pero lo vivieron como un caso de éxito y Alejandro mantuvo el club.
Empezó a recibir estudiantes del conurbano; algunos en situación de vulnerabilidad o con historias de vida difíciles. En algunas ferias de ciencias, escuchaba el pedido de padres y abuelos: “¿Mi nieto podría participar? No tenemos dinero”. Alejandro se hacía cargo, les cargaba la tarjeta SUBE, hacía la comida.
El club funciona en el comedor de la casa de su padre. Allí tiene algunas máquinas y herramientas. La metodología es práctica y colaborativa: él les presenta un problema y les propone que piensen la solución. Los chicos hacen diagramas, piensan los materiales, los costos, el tiempo de trabajo. Es una forma de llegar al producto final, muy diferente a la teoría del aula tradicional.
En su momento de mayor capacidad, el club llegó a tener doce estudiantes en simultáneo; durante la pandemia mantuvo diez en modalidad online. Actualmente trabaja con cuatro jóvenes. “No me da la plata para mantener más”, dice. A lo largo del tiempo ha acompañado a 80 estudiantes. Muchos de ellos continuaron estudios superiores.
Los proyectos que desarrollan los estudiantes del club tienen un enfoque de alto impacto social. Sus estudiantes han creado sistemas de remediación ambiental con hongos, pantallas de agua, kits didácticos sobre energía renovable, biodigestores y dispositivos para detectar microorganismos en agua destinados a escuelas rurales. Los chicos viajan con él para entregarlos y capacitar a las comunidades que los necesitan.
Haber quedado entre los cincuenta finalistas del Global Teacher Prize es un gran reconocimiento, pero Alejandro no se hace demasiadas ilusiones. “Estuve leyendo los perfiles de los otros finalistas y me superan”, dice. Para él, la mención es un valor en sí mismo, es la posibilidad de visibilizar todo el trabajo que se puede hacer desde la educación técnica, aún con recursos limitados y mucha dedicación. Alejandro es el testimonio vivo del poder transformador de la educación.
Argentina con dos finalistas
Junto a Alejandro, otra docente argentina fue seleccionada entre los 50 finalistas: Gloria Cisneros, directora y maestra de la Escuela N° 793 “Don Carlos Arnaldo Jaime” en el paraje La Sara del Impenetrable chaqueño. Cada lunes emprende un viaje de más de dos horas en moto desde Taco Pozo, atravesando caminos de tierra y condiciones extremas. Vive toda la semana en la escuela, donde ha introducido tecnología, paneles solares y metodologías educativas innovadoras. En marzo fue reconocida como mujer destacada del año de la provincia del Chaco.
En pocos días, la lista de candidatos al GTP se reducirá a diez finalistas. El ganador será anunciado en la World Governments Summit que se llevará a cabo en Dubái del 3 al 5 de febrero de 2026. Sunny Varkey, fundador del premio, ha dicho: “El Global Teacher Prize fue creado con una misión simple: poner en primer plano a docentes cuya dedicación, creatividad y compasión merecen ser celebradas y compartidas con el mundo. Los docentes moldean mentes, despiertan confianza y abren las puertas a futuros más brillantes para sus estudiantes y para los demás”.
Alejandro Rodríguez encarna esos valores. Su historia demuestra que la educación transforma no solo a quien la recibe, sino también a quien la entrega. Desde el comedor de una casa se puede cambiar el mundo. Un estudiante a la vez.
Últimas Noticias
Se lanza un programa para formar a 1.500 estudiantes técnicos para la industria automotriz
En la planta de Virrey del Pino, Daniel Herrero, de Prestige Auto, y Viviana Zocco, de Ticmas, presentaron una iniciativa de articulación para preparar estudiantes en especialidades que hoy faltan. La automatización, el rol de los docentes y la brecha entre educación e industria, los ejes del encuentro
Vacaciones escolares: ¿sería mejor tener más recesos cortos durante el año?
En Argentina hay un descanso largo en verano y dos semanas en invierno. Otros países aplican varias pausas cortas: Inglaterra tiene seis recesos, y en la mayoría de los países de la OCDE hay cuatro o cinco cortes. Expertos y docentes analizan el impacto de ambos modelos en el aprendizaje

A los 77 años, Dora Ocampo terminó el secundario y ya sueña con la universidad
“Era una materia pendiente en mi vida. Mis hijos son todos profesionales y yo estaba ahí colgada”, dijo tras completar la cursada de tres años de un bachillerato para adultos en Córdoba

Más estudiantes argentinos eligen programas universitarios de negocios con formación global
El Tetr College of Business informó que duplicó la inscripción de argentinos y lanzó un fondo de becas por un millón de dólares. El programa lleva a los estudiantes a un nuevo destino cada semestre para que se formen y desarrollen una startup
Crece la demanda de profesionales bilingües en Argentina: el alemán ofrece los salarios más altos
Aunque el inglés es el idioma más demandado en el país, no es el mejor remunerado: un relevamiento basado en las ofertas laborales publicadas encontró que el alemán, el italiano, el portugués y el chino permiten acceder a mejores sueldos



