
Para algunos jóvenes, estudiar implica un orgullo especial. No tiene que ver con las notas, sino con el recorrido y con la promesa que esa elección entraña. Sobre todo, no es un orgullo individual, sino una mezcla del mérito propio con la mirada satisfecha de madres, padres y abuelos que ven, en el camino de estos chicos y chicas, la realización de un sueño que ellos no pudieron concretar: el de ir a la universidad.
A nivel nacional, al menos 4 de cada 10 ingresantes (43%) a las universidades públicas tienen padres y madres que no alcanzaron un título universitario ni terciario, según los últimos datos oficiales, de 2023. Es muy probable que la cifra esté subestimada: de los 495.649 jóvenes que ingresaron a las universidades nacionales, el 34% no sabe o no informa el nivel educativo de sus padres, y solo el 22,7% proviene de familias que alcanzaron algún título de educación superior. Si se deja fuera de la ecuación el tercio de estudiantes que no responde sobre el nivel educativo de sus padres, se observa que 2 de cada 3 ingresantes a las universidades nacionales serán los primeros de su familia en acceder a un título.
En algunas casas de estudio, 8 de cada 10 nuevos inscriptos provienen de hogares en los que nadie tiene un diploma universitario ni terciario: es el caso de varias universidades nacionales del conurbano bonaerense, como la Arturo Jauretche (UNAJ), Guillermo Brown (UNaB), Hurlingham (UNAHUR), La Matanza (UNLaM) o Tres de Febrero (UNTREF), pero también de algunas del interior del país, como las universidades nacionales de Formosa (UNaF), La Pampa (UNLPam), Luján (UNLu) o Patagonia Austral (UNPA). Para estos jóvenes, la universidad estatal sigue representando una promesa de ascenso social.
Incluso en las casas de estudio más tradicionales y más grandes, la proporción de alumnos que vienen de hogares sin título universitario es significativa: representan alrededor de la mitad de los ingresantes en las universidades de Buenos Aires (UBA), Córdoba (UNC), La Plata (UNLP) y Rosario (UNR). Los datos avalan la esperanza de progreso que moviliza a muchos de los jóvenes que se anotan en las universidades públicas, aun cuando lo hagan “tarde”, sin seguir un camino lineal desde la escuela secundaria: en Argentina la brecha salarial entre quienes terminan la escuela y quienes alcanzan un título terciario es del 63%, según datos de la OCDE.
¿Qué significa ser estudiante para los jóvenes que se encaminan a convertirse en los primeros de sus familias en conseguir un título de educación superior? Infobae entrevistó a alumnos de distintas universidades públicas que son primera generación universitaria para que cuenten qué representa para ellos la oportunidad de estudiar. Hablaron con orgullo, pero también con preocupación: la mayoría participó en las marchas del miércoles 17 en distintas ciudades del país en apoyo a la Ley de Financiamiento Universitario. La principal motivación, según contaron, es que los chicos y chicas más jóvenes accedan en el futuro la misma oportunidad que tuvieron ellos.

Lucía Cantelle tiene 21 años y cursa el tercer año de la licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario (UNR), pero es de Leones, en el sur de la provincia de Córdoba. Su papá es veterano de guerra de Malvinas, trabajó 40 años en el correo y ahora está jubilado, pero tiene un programa de radio. Su mamá es empleada de comercio.
Para poder estudiar, Lucía se mudó de Leones a Rosario; ella y su hermana son las primeras de la familia en acceder a la universidad. “Veo en mi mamá, que no pudo estudiar una carrera porque en su casa se esperaba otra cosa de las mujeres y porque había grandes limitaciones económicas, un modelo de esfuerzo: trabajó desde los 17 años. Mi papá terminó la primaria pero no siguió, aunque era muy capaz; eligió trabajar con su padre y hoy se arrepiente mucho”, explica.
“Ellos me dieron libertad y me apoyan. A mi mamá le hubiese encantado estudiar Psicología –como mi hermana–; a mi papá le atrae la comunicación –como a mí–. Entonces siento que mi hermana y yo cumplimos parte de sus sueños. Ellos se enorgullecen como si fueran sus logros, y realmente lo son, porque si estoy acá es gracias a los sacrificios que hicieron para darnos lo mejor”, cuenta.
Lucía cursa en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UNR: “Desde el primer día me hicieron sentir parte: no sos un número más. Para mí la facultad hoy es un hogar. En la universidad me construyo como profesional y como persona, con ideales, con conocimientos, con la posibilidad de debatir y pensar críticamente”, afirma. Y define: “Para mí la universidad pública es posibilidad, felicidad y, ante todo, agradecimiento: a mi país, a los docentes que, aun con los problemas salariales, están presentes, te forman y te acompañan”.
Florencia Curbela tiene 22 años y es compañera de Lucía en la UNR. Su mamá da clases de francés y su papá trabaja como guardia de seguridad. “Ser la primera universitaria de mi familia podría pensarse como una presión, pero yo no lo vivo así. Para mí es un orgullo y una emoción enorme poder contarles a mis papás todo lo que significa. Ellos lo ven a través de mí”, explica Florencia. Y continúa: “La universidad pública es una gran oportunidad que no quiero desaprovechar”.
Los estudiantes entrevistados expresaron su preocupación por la situación del financiamiento universitario, a la espera de lo que suceda el 2 de octubre, cuando el Senado nacional podría ratificar el rechazo al veto presidencial, como ya lo hizo la Cámara de Diputados el miércoles pasado. Florencia sostiene: “Se nota el amor que tienen los docentes por enseñar, y la voluntad que ponen en su trabajo. Justamente por eso, creo que es necesario que tengan un salario digno. También me gustaría que las universidades estuvieran mejor equipadas. No me puedo quejar de lo que recibo, pero la idea tampoco es conformarse”.

Facundo Duran tiene 25 años y este lunes 22 de septiembre celebrará el Día del Estudiante recibiéndose de licenciado en Comunicación Social, también en la UNR. Su papá es contratista y durlero, a diferencia de su mamá, que sí pudo asistir a la universidad. Para Facundo, estudiar en la universidad pública representa a la vez un objetivo cumplido y un punto de partida.
“Creo que, para muchas familias, el principal orgullo es poder saldar una deuda. La deuda de un abuelo que trabajó en el campo, de un padre que fue obrero… y que ahora ven que su hijo puede estudiar. Eso para mí es sinónimo de realización”, dice Facundo.
A punto de graduarse, expresa: “Gran parte de este logro se lo debo a mi familia. Lamentablemente, son pocas las personas que pueden sostenerse en la educación superior. En mi caso, tengo la suerte de vivir en una ciudad universitaria y eso me dio facilidades que otras personas no tienen”.
Sobre su experiencia en la UNR, Facundo sintetiza: “Siempre miramos hacia afuera, cuando en Argentina tenemos motivos de sobra para valorarnos, y la universidad pública es uno de ellos. El hecho de que se haya sostenido como política de Estado a lo largo de distintos gobiernos habla de su resiliencia y del compromiso de quienes pasaron por ella, se recibieron y hoy la defienden y la hacen crecer. La universidad pública es la institución con mayor prestigio que tiene nuestro país. Así como nosotros no la vimos nacer, sé que tampoco la veremos morir”.

Unos 700 kilómetros al sur, las historias se parecen. Victoria Ibargüengoitia tiene 29 años y cursa el último año de la tecnicatura universitaria en Periodismo Digital en la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP). Su mamá trabaja en un hotel como encargada de limpieza y su papá es carnicero. Para poder estudiar, ella tuvo que trabajar en paralelo, a veces con más de un empleo para llegar a fin de mes.
“Ser la primera universitaria de mi familia es un orgullo enorme. También lo vivo como una resignificación de todas esas charlas con mi vieja, cuando me contaba que en algún momento de su vida le hubiera gustado estudiar una carrera pero, por distintas circunstancias, no pudo hacerlo. Ella terminó la secundaria de grande y ahí empezaron a aparecer esas ganas de ir un poco más allá. Pero siempre con la idea de que la universidad no era para ella”, relata Victoria.
“Siento que esta posibilidad resignifica la historia de mi mamá y de muchos adultos que creen que la universidad no es para ellos. Esto también es un poco para mi vieja, y por supuesto, para toda mi familia que siempre me bancó en este camino”, afirma.
Victoria cuenta que sus papás estuvieron presentes en cada paso de su carrera y siempre entendieron el esfuerzo que implicaban los estudios: “La universidad pública para mí significa una de las decisiones más importantes de mi vida. Invertir tiempo en una carrera universitaria es una apuesta enorme, que no solo tiene que ver con formarse en lo técnico o en lo académico, sino con todo lo que la universidad te transforma como persona. La universidad me dio crecimiento personal y conciencia social; me enseñó a mirar más allá de mí misma”.

Dana Sacco también tiene 29 años; hace dos meses se recibió de técnica universitaria en Periodismo Digital en la UNMdP. Su papá es músico y su mamá es auxiliar de farmacia, pero desde marzo está desocupada. Ninguno de los dos completó la secundaria. Dana ingresó a la universidad en 2020: era una carrera nueva, que hasta entonces solo estaba disponible en instituciones privadas en Mar del Plata. Ella empezó “de grande”, con 24 años. Había terminado la secundaria con el plan Fines, donde descubrió su pasión por la comunicación a partir de una materia de la que ahora es profesora.
“Trabajo desde los 18 y sostuve la cursada con empleos en gastronomía; durante muchos años fui camarera. Es un rubro muy precarizado, con horarios largos. Fue exigente, pero valió la pena el esfuerzo”, asegura.
“Cuando me anoté en la carrera, era todo muy nuevo para mí. Con muchos miedos, me encontré en una institución enorme, imponente. Yo era un poco más grande que la mayoría de mis compañeros. Adaptarme me llevó un tiempo, aunque después se hizo más fácil y terminé amando estar ahí –relata–. Para mí, la universidad es un sueño materializado. Siempre les digo a mis estudiantes del Fines que sí es posible llegar a la universidad”.
El día que se recibió, sus papás la acompañaron: “Nunca los vi tan emocionados”, cuenta. Ahora solo le falta el acto de graduación: “Creo que ese día me va a caer la ficha de todo lo que fue este proceso. Estoy segura de que voy a llorar muchísimo y mis viejos también. La universidad pública para mí es prestigio, pertenencia, comunidad. Además de los contenidos académicos, me enseñó valores de solidaridad y compromiso, porque nuestra formación es posible gracias al aporte de toda la sociedad”.

Valentina Barth Rizzi tiene 27 años y le faltan dos finales para recibirse de Ingeniería Industrial en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Su mamá es ama de casa –ya jubilada– y su papá, que falleció hace tres años, era electricista. Ella y su hermana son la primera generación de universitarias en su familia.
“Siento que estoy abriendo un camino que demuestra que con esfuerzo y perseverancia se pueden alcanzar metas que parecían lejanas. Es una forma de honrar el sacrificio de mi familia y de demostrarme a mí misma que soy capaz de lograr lo que me propongo”, sostiene Valentina.
“Para mi familia significa mucho, porque ven reflejado en mí todo el esfuerzo que hicieron para que pudiera estudiar. Ellos siempre me acompañaron y apoyaron en este camino, y poder convertirme en la primera universitaria representa también la recompensa a todo ese esfuerzo compartido”, agrega.
Valentina sintetiza su mirada sobre la universidad pública en un concepto: igualdad de oportunidades: “Es la posibilidad real de que, sin importar el origen o la situación económica, cualquiera que se esfuerce pueda formarse y desarrollarse profesionalmente. Valoro mucho que en nuestro país exista este derecho, porque gracias a eso hoy estoy a punto de recibirme. La universidad pública es un espacio de crecimiento personal, de construcción colectiva y de compromiso con la sociedad”.
Martín Roel es estudiante de la licenciatura en Administración en la Universidad de Buenos Aires (UBA); le faltan cuatro materias para terminar la carrera. Vive en Lanús; su mamá es ama de casa y su papá es comerciante. “Ser el primer universitario de mi familia es un orgullo enorme –dice en medio de la movilización del 17 de septiembre–. La universidad pública para mí es sinónimo de igualdad de oportunidades, de sueños. Por eso tenemos que defenderla”.

Celeste Villalva tiene 26 años y cursa el último año de Abogacía en la UBA; es la presidenta de centro de estudiantes de Derecho. Su mamá es empleada en un comercio y su papá trabaja en una empresa de seguridad privada. “Desde siempre toda mi familia, en particular mi mamá, me insistió para que me formara –cuenta Celeste–. Estudiar implica un esfuerzo económico y personal. Es un sacrificio, pero siempre tengo la suerte que mi familia me acompaña y me apoya para que yo logre el sueño de recibirme y ser la primera profesional de la familia”.
Sus papás se alegran cada vez que aprueba una materia y con frecuencia le preguntan cuándo va a recibirse: “Para ellos, es como si también hubieran llegado a la universidad”.
Celeste está convencida de que el acceso a la educación es sinónimo de progreso: “Si no fuese por la universidad pública y no arancelada, no hubiese podido ni pensar en estudiar una carrera de grado. Creo que la universidad pública aporta un valor muy importante a toda la sociedad en su conjunto, no solo a quienes pasamos por ella”.

Agustina Viggiano cursa el segundo año de Psicología en la UBA y preside el centro de estudiantes de esa facultad. Vive en Adrogué; su papá es mecánico y su mamá trabaja limpiando casas de familia. “A ellos los llena de emoción y de orgullo que yo esté estudiando en la Universidad de Buenos Aires”, describe. Para Agustina, la universidad pública “representa la posibilidad de acceder a la educación superior sin importar el origen social o económico”, y por eso subraya: “Es un derecho que debemos defender”.
También la vicepresidenta de la Federación Universitaria Argentina (FUA), Alexia Robledo, es la primera de su familia en acceder a la universidad. Tiene 29 años y terminó de cursar la licenciatura en Gestión Ambiental en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ), ubicada en Florencio Varela; solo le falta entregar la tesis para recibirse.
Alexia vive con sus abuelos jubilados. Además del apoyo incondicional de ellos, menciona otros dos apoyos que le permitieron sostener la cursada: al principio, la beca Progresar; luego, más avanzada en la carrera, la beca de estímulo a las vocaciones científicas del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN).

“Ser primera generación universitaria es cumplir un sueño que no empezó conmigo, sino con mi familia. Significa luchar cada día por alcanzar un objetivo que lleva generaciones soñándose: por mis abuelos, por mis hermanos, por todos los que intentaron y no pudieron llegar, pero que siempre tuvieron claro que la educación es el camino”, dice Alexia.
Pasar por la educación superior no solo le abrió puertas a ella: “Me dio herramientas para motivar a otros miembros de mi familia a terminar la secundaria y animarse a continuar con estudios terciarios o universitarios”. De cara al futuro, imagina “que vengan segundas, terceras y muchas más generaciones que puedan graduarse”.
“Para mí, la universidad pública es sinónimo de oportunidades: para formarnos como profesionales, pero también para crecer como personas, para cambiar nuestra historia y la de nuestras familias –concluye Alexia–. Sobre todas las cosas, representa igualdad y esperanza: la certeza de que el conocimiento puede y debe estar al alcance de todos”.
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