
En el rincón más remoto del Pacífico Sur, Tonga vivió en enero de 2022 una de las jornadas más desoladoras de su historia reciente: la isla quedó completamente incomunicada del mundo exterior, víctima de una colosal erupción volcánica. En pleno siglo XXI, la realidad de esta nación expuso la fragilidad de la vida contemporánea, dominada por la digitalización y la conectividad.

La erupción que rompió el silencio… y el cable
En la tranquila tarde del 15 de enero, Sam Vea, vecino de Tofoa en la isla principal de Tongatapu, percibió un olor a azufre en el aire. De pronto, una explosión estremeció su hogar. La cortina cayó y, tras un instante de desconcierto, Vea supo que el volcán Hunga Tonga-Hunga Ha‘apai había entrado en erupción. Corrió a buscar a sus hijas, mientras una lluvia de polvo volcánico oscurecía el cielo y conductores se detenían para limpiar el parabrisas con sus propias camisas, todo en medio de una tensa incertidumbre. “Esto tiene que ser el volcán”, le dijo a su esposa en declaraciones recogidas por The Guardian.
El Hunga Tonga-Hunga Ha‘apai, situado a 65 kilómetros al norte de Tongatapu, lanzó al aire 2,4 millas cúbicas de roca y cenizas. La explosión fue tan potente que el estruendo se escuchó en Alaska y, a miles de kilómetros, sensores atmosféricos en Chennai, India, registraron un inusual incremento de la presión. Fue la mayor explosión atmosférica registrada por instrumentos modernos, incluso superior a cualquier prueba nuclear.

Un país aislado
Horas después del cataclismo, Vea intentó comunicarse por Facebook Messenger con sus familiares en Estados Unidos, pero de pronto la señal se perdió. No fue el único. El corte fue total: Tonga había perdido el acceso a internet, su única vía de comunicación internacional. “Al día siguiente, cuando sintonizamos Radio Tonga, nos enteramos de que el país había perdido completamente su conexión”, relató la mujer a The Guardian.
Debajo del océano, unos cables de fibra óptica —del grosor de una manguera de jardín— recorren miles de kilómetros transportando el 95% del tráfico internacional de internet. Estos cables unen costas y economías, y, en el caso de Tonga, una línea de 830 kilómetros conecta Tongatapu con Fiji, integrando al archipiélago en la red global.
El 15 de enero, la erupción desató un alud de rocas y sedimentos bajo el mar, según el geólogo Mike Clare: “Es como una avalancha, o el tobogán de troncos en un parque de atracciones”. Esta fuerza natural arrastró consigo el cable doméstico y también dañó gravemente la conexión internacional. Un tramo de 105 kilómetros desapareció bajo 20 metros de lodo, y otra sección de 89 kilómetros del enlace con Fiji quedó destruida.

El impacto social y económico
El verdadero alcance de la catástrofe no se percibió hasta horas después. Nadie podía llamar, enviar mensajes ni realizar operaciones bancarias. La vida cotidiana y la economía de Tonga se paralizaron por completo. Las transferencias internacionales —que representan el 44% del PIB— se detuvieron y los cajeros automáticos quedaron inutilizables.
En palabras de un residente de Vava‘u: “Durante una semana, no supe qué había pasado con mi familia en Tongatapu. Solo pude asumir que estaban bien.” Otros confesaron: “Pensamos que Tongatapu había sido arrasada. No había forma de saberlo”. El país, en pleno siglo XXI, se vio arrojado repentinamente a una época previa incluso a la llegada del telégrafo.
Australia y Nueva Zelanda debieron enviar aviones de reconocimiento para “ver con sus propios ojos” el estado de las islas. Mientras tanto, Tonga recurría a viejas y poco fiables terminales satelitales, buscando desesperadamente contactar con el exterior.
La suspensión de internet mostró un aspecto oculto de la era digital: la dependencia absoluta de estos frágiles cables submarinos. “Hay que recalcar que la seguridad de estos cables es una cuestión de seguridad nacional y de vida o muerte”, señaló la investigación.

La recuperación
En el centro de operaciones de Tonga Cable Limited, el director ejecutivo Semisi Panuve y su equipo pronto detectaron el corte, gracias a las alarmas del sistema de monitoreo. Usaron un antiguo teléfono satelital para contactar a SubCom, el consorcio encargado del mantenimiento de cables en el Pacífico Sur. “Tuvimos que buscar si todavía funcionaba, no lo usábamos desde 2019”, explicó el CEO con ironía.
El gobierno, por su parte, apeló a la International Telecommunication Union (agencia de la ONU) para restablecer parte del servicio vía satélite. “La primera persona a la que llamé fue a mi hermana en Nueva Zelanda”, recordó entre sollozos Stan Ahio, funcionario del Ministerio de Información.
En las islas externas, como Vava‘u, la situación era aún más dramática. Solo un navegante extranjero, Roy Neymen, con un dispositivo Garmin en su yate, pudo enviar mensajes por satélite para tranquilizar a familias y autoridades. En dos semanas, transmitió mil seiscientos mensajes desde un café convertido en improvisado centro de comunicaciones. Sin embargo, el grueso de la población seguía incomunicado, sin acceso a fondos ni información básica.
Ante la emergencia, se organizaron vuelos diarios para transportar, en pendrives, hojas de cálculo con saldos bancarios desde Tongatapu hasta Vava‘u, permitiendo operaciones financieras manuales. Una solución digna de otro siglo.

La conectividad plena no se restauró hasta cinco semanas después, cuando el buque Reliance de SubCom logró reparar el cable internacional tras una operación compleja y riesgosa. No fue hasta agosto de 2023, más de dieciocho meses tras el desastre, que Vava‘u recuperó su banda ancha de forma estable. “Una mujer me dijo que debía completar su curso universitario sentada en su coche a las afueras de un restaurante para acceder al wifi”, relató una diplomática extranjera.
Hasta la llegada de nuevas tecnologías como Starlink de SpaceX, donadas gratuitamente para uso público, miles de tonganos dependieron de estos parches precarios. “Todo el wifi era gratis, así que cualquiera podía acercarse y usarlo. Siempre estaba saturado”, detalló un funcionario a The Guardian.
La catástrofe marcó un antes y un después. El gobierno priorizó en su plan de infraestructuras la construcción de un nuevo cable doméstico, tasado en USD 16,5 millones. “La única forma de evitar que una rotura de cable paralice el país sería tener una segunda conexión, trazada por una ruta diferente”, sentenció Sam Vea.
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