
El avance de la biotecnología y el desarrollo de técnicas de secuenciación genética revolucionaron la capacidad de la humanidad para estudiar, comprender y aprovechar la biodiversidad del planeta. Sin embargo, en la carrera por descubrir medicamentos innovadores o desarrollar cultivos resistentes, la cooperación internacional enfrenta desafíos inesperados.
Distintos acuerdos globales buscan regular el acceso a los recursos biológicos para garantizar una distribución justa de los beneficios, pero la realidad demuestra que, en muchos casos, esos marcos normativos terminan obstaculizando el progreso científico y la colaboración global.
Frente a este contexto, The Economist señaló que en el centro del debate se encuentra el Protocolo de Nagoya, hoy convertido en un ejemplo de cómo la burocracia y la falta de adaptación pueden retrasar avances fundamentales para la salud y el desarrollo tecnológico.

Protocolo de Nagoya: buenas intenciones con resultados limitados
El Protocolo de Nagoya, en vigor desde 2014, surgió con la intención de garantizar que los países ricos en biodiversidad recibieran una parte justa de los beneficios derivados de sus recursos genéticos. Sin embargo, lejos de alcanzar ese objetivo, dificultó la investigación científica y la colaboración internacional, según el medio británico.
Este acuerdo internacional, que buscaba equilibrar el acceso y la compensación por el uso de la diversidad biológica, se convirtió en un obstáculo para el avance de la ciencia en un momento en que las nuevas tecnologías de secuenciación genética ofrecen posibilidades inéditas.

Soberanía biológica y consecuencias imprevistas
El propósito original del Protocolo de Nagoya era proteger a los países con abundantes recursos biológicos, muchos de ellos en vías de desarrollo, frente a la explotación por parte de investigadores y empresas de naciones más ricas. El acuerdo, derivado del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), reconoce el derecho soberano de cada país a negociar el acceso a los recursos genéticos presentes en su territorio.
La intención era asegurar que los guardianes de la biodiversidad recibieran una compensación adecuada por su conocimiento y trabajo, evitando que quedaran relegados a un papel secundario en la generación de beneficios.
No obstante, la implementación del protocolo generó una serie de trabas burocráticas que dificultaron el intercambio internacional de muestras biológicas. The Economist señaló que, en la práctica, el sistema complicó el intercambio de recursos genéticos entre países, afectando tanto a la investigación básica como a la aplicada.
Un ejemplo se produjo en Brasil durante el brote de Zika en 2016, cuando los investigadores locales, sujetos a normativas inspiradas en el Protocolo de Nagoya, no pudieron compartir muestras del virus con la comunidad científica internacional.
Otro caso similar ocurrió en Arabia Saudita en 2013, durante la emergencia del coronavirus MERS, cuando ya se aplicaban algunos principios del convenio. Estas restricciones ralentizaron investigaciones esenciales, incluidas las relacionadas con el desarrollo de vacunas.

Situación de países biodiversos y pérdidas científicas
La complejidad administrativa del protocolo no solo frenó la investigación, sino que tampoco generó los beneficios prometidos para los países biodiversos. Según los datos recogidos por el informe, hasta 2023 más del 80% de los países que ratificaron el acuerdo no habían emitido ni un solo permiso para el uso de recursos genéticos, lo que implica que no recibieron compensación alguna.
En muchos casos, los procedimientos para obtener permisos resultan tan opacos y engorrosos que los propios científicos locales reconocen la necesidad de contar con contactos personales para sortear el sistema.
Esta situación tuvo consecuencias directas en la cooperación internacional. Instituciones de renombre, como el Wellcome Sanger Institute del Reino Unido, se vieron obligadas a reasignar fondos destinados a proyectos conjuntos con científicos de países firmantes del protocolo, optando por colaborar con naciones que no están sujetas a estas restricciones.
De este modo, el retroceso en la colaboración internacional representa una pérdida para la ciencia global, especialmente en un contexto donde la biodiversidad enfrenta amenazas crecientes y la biología dispone de herramientas tecnológicas avanzadas para abordar desafíos urgentes, como el cambio climático y el riesgo de pandemias.

Propuestas para un sistema más eficiente
Ante este panorama, surgen propuestas para reemplazar el actual sistema por mecanismos más eficientes y equitativos. Una de las alternativas mencionadas por The Economist es el modelo del Fondo Cali, otro instrumento derivado del Convenio sobre la Diversidad Biológica.
Este fondo plantea un mecanismo financiero en el que las empresas pagarían por el acceso a secuencias genéticas, en lugar de muestras físicas, a través de bases de datos en línea. Los pagos se canalizarían a un fondo central encargado de compensar a los países que proporcionan las secuencias, de manera similar a las sociedades de gestión de derechos de autor.
La adopción de un nuevo sistema para el intercambio de muestras físicas podría reducir la carga administrativa sobre los países más pobres, eliminando la necesidad de permisos individuales y facilitando la colaboración científica.
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