
Cuando el mundo escucha las palabras “Habemus Papam”, el momento no solo anuncia un nuevo líder para la Iglesia Católica, sino también el nacimiento de una nueva identidad espiritual. El nombre elegido por el pontífice recién electo no es una formalidad: es su primera decisión como Papa, cargada de simbolismo y resonancia histórica. Esta práctica, que hoy parece inseparable del papado, no siempre fue así.
La tradición papal de cambiar de nombre al asumir el pontificado tiene raíces bíblicas, históricas y simbólicas profundas. Inspirada en el gesto de Jesús al renombrar a Simón como Pedro, esta práctica se consolidó con el Papa Juan II, quien ocupó el cargo entre los años 533 y 535.
Según detalla la BBC, nacido con el nombre de Mercurius, su elección como sucesor de Pedro planteó un dilema: ¿podía el máximo representante de la fe cristiana portar un nombre pagano (en la mitología pagana romana, Mercurio era un dios)? La respuesta fue un acto decisivo: al asumir el pontificado, Mercurio eligió llamarse Juan, en honor a Juan I, su predecesor. Esta acción sentó el precedente para lo que más tarde se convertiría en una norma no escrita.

Según explica ACI Prensa,durante los siglos siguientes, algunos Papas siguieron este ejemplo, pero no fue una práctica universal de inmediato. La consolidación del cambio de nombre ocurrió progresivamente entre los siglos IX y X, cuando la elección de un nuevo nombre comenzó a interpretarse no solo como una medida de idoneidad, sino como una transformación simbólica del alma y la misión del pontífice.
Desde el siglo XI en adelante, la elección también respondió a un fenómeno de italianización. Muchos papas originarios de regiones no italianas adoptaron nombres de sus predecesores romanos, en parte para consolidar su autoridad dentro del marco histórico de la Iglesia asentada en Roma.
Con pocas excepciones como Marcelo II y Adriano VI en el siglo XVI, los pontífices han continuado esta práctica hasta la actualidad. A través de ella, establecen un nuevo punto de partida para su liderazgo espiritual, investido de una identidad colectiva.

Cuál podría ser el del nuevo pontífice
El Cónclave que se celebrará este miércoles no solo marcará la sucesión del papa Francisco, sino también dará pie a uno de los momentos más observados y especulados del proceso: la elección del nuevo nombre papal. Este acto es interpretado como una señal anticipada de las prioridades, valores y enfoque teológico del futuro pontífice.
El nombre adoptado suele inspirarse en figuras anteriores que encarnaron virtudes o liderazgos que el nuevo papa desea emular. Francisco, por ejemplo, eligió ese nombre en 2013 en honor a San Francisco de Asís, como una señal clara de su compromiso con los pobres, el medioambiente y la humildad dentro de la estructura eclesiástica.
Del mismo modo, su predecesor Benedicto XVI eligió su nombre para reflejar un ideal de reconciliación y paz, en referencia tanto a San Benito como al papa Benedicto XV, activo durante la Primera Guerra Mundial.
Las decisiones nominales también responden a coyunturas históricas. En un contexto en el que la Iglesia enfrenta demandas de reforma interna y presión externa por temas de transparencia, inclusión y justicia social, no sería sorprendente que el nuevo papa elija un nombre con connotaciones de reforma o de lucha contra la corrupción.
Nombres como León, en recuerdo de León XIII —conocido por su encíclica sobre la justicia social— o Inocencio, en alusión a Inocencio XIII —impulsor de medidas anticorrupción—, podrían ser seleccionados como expresión de una orientación pastoral definida.
Otra posibilidad es que el nuevo papa recurra a nombres menos frecuentes pero con un legado africano, como Gelasio, Milciades o Víctor. Estos nombres conectan con pontífices de los primeros siglos del cristianismo que no provenían de Europa y simbolizarían una Iglesia más representativa de su diversidad cultural.
Cuál es el nombre que nadie se atreve a elegir

Durante casi dos milenios de historia, ningún Papa ha elegido llamarse Pedro II. Esta omisión, constante e inquebrantable, no está dictada por ninguna norma canónica ni por impedimento legal. Es una decisión voluntaria que surge de un profundo sentimiento de humildad y reverencia hacia la figura del apóstol Pedro, el primer Papa de la Iglesia.
Según el Evangelio de Mateo (16:18), Jesús declara: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Esta afirmación lo convierte en el fundamento espiritual e institucional de la Iglesia Católica. Su papel como Vicario de Cristo y primer Obispo de Roma lo coloca en una categoría teológica única. Adoptar su nombre sería, en opinión de muchos expertos, una forma de pretensión espiritual indebida.
Uno de los pocos Papas nacidos con el nombre Pedro fue Juan XIV, nacido Pietro Canepanova. Al ser elegido Papa en 983, cambió su nombre y evitó así el título de Pedro II.
Más allá de Pedro, hay otros nombres que tienen poco “popularidad” como Urbano, debido a la memoria de Urbano VIII, involucrado en el juicio contra Galileo Galilei. En un escenario en el que la relación entre ciencia y fe continúa siendo un tema delicado, elegir ese nombre podría enviar una señal discordante.

Algo similar ocurre con el nombre Pío. Aunque Pío XII fue una figura destacada del siglo XX, su rol durante la Segunda Guerra Mundial ha sido objeto de debates críticos, especialmente por su silencio frente al Holocausto. Un papa contemporáneo difícilmente optaría por ese nombre, especialmente si desea establecer un pontificado de apertura o reconciliación, con sectores críticos del pasado eclesiástico.
La historia de los nombres papales también muestra cómo algunos han sido usados en numerosas ocasiones, como Juan (21 veces), Gregorio (16) y Benedicto (15), mientras otros —como Francisco— han sido únicos. Este patrón demuestra una tensión constante entre continuidad y renovación.
En el caso del próximo pontífice, el nombre que elija será, como es habitual, anunciado en latín con la fórmula ritual del “Habemus Papam” desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, una vez concluido el Cónclave.
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