Ziad Fazah nació en Monrovia, Liberia, un 10 de junio de 1954, pero no fue en África donde su mente empezó a absorber palabras de todos los rincones del mundo.
Fue en Beirut, en las calles vibrantes de la capital libanesa, donde su oído se afinó, donde las voces de los comerciantes, los rezos en las mezquitas y las conversaciones en cafeterías tejieron el entramado sonoro que definiría su vida. Ziad Fazah no era un niño común. No solo escuchaba los idiomas, los devoraba.
Se dice que cada lengua es un universo y que quien habla muchas es capaz de transitar entre mundos sin esfuerzo. Ziad creció en un país donde la mezcla de culturas era el pan de cada día: árabe, francés, inglés.

Pero no se detuvo ahí. Descubrió pronto que su memoria no era como la de los demás. Le bastaba con ver palabras nuevas, con oírlas una vez, para que se incrustaran en su mente. Su aprendizaje era intuitivo, casi místico.
Nunca asistió a una academia de idiomas, no tenía profesores particulares. Lo que tenía era una obsesión.
“Mi habilidad es un don de Dios”, dijo a Supertlumacz, el medio polaco que ha seguido su historia. Una afirmación que, aunque difícil de comprobar, cobra sentido cuando se mira su trayectoria.

Las historias sobre sus habilidades comenzaron a circular. Un joven en Beirut capaz de leer, escribir y hablar en docenas de idiomas sin haber salido de su país. Se volvió una leyenda local.
Pero su vida tomó un giro inesperado. La guerra civil libanesa lo obligó a emigrar. Tomó sus maletas, su memoria llena de palabras, y cruzó el océano. Brasil se convirtió en su hogar.
Allí, lejos del caos de su tierra natal, se propuso alcanzar lo imposible: dominar más idiomas que cualquier otra persona viva. Con el paso de los años, su lista creció: alemán, ruso, coreano, vietnamita, chino, noruego, finlandés, suahili, persa, hindi. Cada lengua conquistada era un trofeo, una prueba de que su mente operaba bajo reglas diferentes.

Programas de televisión, periódicos y revistas quisieron verlo en acción. Querían saber si realmente podía hablar con fluidez tantas lenguas o si era un truco bien montado.
En 1997, aceptó una prueba que marcaría su vida para siempre. En Chile, lo invitaron al popular programa de televisión “Viva el lunes”.
La idea era simple: enfrentarlo a hablantes nativos de varios idiomas y ver si podía responder sin esfuerzo. Pero algo salió mal. Según Supertlumacz, Ziad asegura que lo emboscaron. Que no le informaron de antemano que sería puesto a prueba. Que no tuvo tiempo de prepararse.
Frente a millones de televidentes, embajadores y expertos lingüísticos le hicieron preguntas en árabe, finés, ruso, chino, persa, hindi, griego. Y falló. No entendió algunas preguntas, respondió con vacilaciones. El mito empezó a tambalearse.
La crítica fue despiadada. ¿Era un fraude? ¿Un ilusionista de las palabras? ¿O simplemente alguien que, como él mismo explicó después, necesitaba refrescar los idiomas que no usaba con frecuencia? Porque hay algo que Ziad siempre ha dejado claro: un idioma se oxida si no se usa. La mente es un músculo y, sin ejercicio, se atrofia.
El mundo tomó nota. A pesar de la situación, en 1998, el Libro Guinness de los Récords lo reconoció oficialmente como el hombre capaz de hablar y leer en 58 idiomas. Se convirtió en un referente, en una rareza lingüística.
Años después, en 2015, Ziad admitió lo que muchos sospechaban. Sí, en algún momento había aprendido y hablado 59 idiomas, pero en ese momento solo podía manejar con fluidez 15 sin preparación.
Entre ellos, árabe, francés, inglés, alemán, español, italiano, portugués, ruso, polaco, noruego, danés, hebreo, chino, sueco y croata.
La controversia no le quitó el título ni borró su legado. Porque, aunque su dominio de tantas lenguas se haya erosionado con el tiempo, su historia sigue siendo única. Un niño que, en las calles de Beirut, descubrió que su mente podía jugar con los idiomas como otros juegan con números o con notas musicales.
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