
El asco, lejos de ser solo una reacción desagradable, actúa como un sofisticado sistema de defensa forjado por la evolución para protegernos de enfermedades. Sin embargo, investigaciones citadas por National Geographic revelan que el asco, aunque instintivo, se moldea por la cultura, la experiencia y la edad. Esta emoción puede protegernos, pero también limitarnos en la vida cotidiana.
En el siglo XIX, Charles Darwin propuso que el asco tenía un propósito evolutivo: evitar que los humanos consumieran alimentos en mal estado. Según esta hipótesis, la repulsión permitió que los más cautelosos sobrevivieran y transmitieran sus genes. Hoy, la ciencia ha confirmado que el asco es clave en el llamado sistema inmunológico conductual, que nos aleja de posibles patógenos. Joshua Ackerman, psicólogo de la Universidad de Michigan, explicó a National Geographic: “El asco se asocia con menos infecciones, por lo que es una emoción útil en contextos relacionados con enfermedades”.
Durante la pandemia de COVID-19, quienes sentían asco con mayor facilidad solían adoptar conductas higiénicas, como el lavado frecuente de manos, reduciendo así su riesgo de contagio.
El asco no es uniforme ni estático
Estudios en entornos diversos demuestran que lo que consideramos repulsivo depende tanto de respuestas innatas como del ambiente y la cultura en la que crecemos. Un ejemplo ilustrativo es el caso de la comunidad indígena Shuar en la Amazonía ecuatoriana. Allí, la antropóloga Tara Cepon-Robins, de la Universidad de Colorado, investigó cómo el asco influye en la salud de un entorno con alta presencia de patógenos.
Los Shuar, que viven en contacto directo con la naturaleza y fuentes de infección, mostraron mayor repulsión ante situaciones como pisar excrementos o consumir chicha —una bebida fermentada a base de yuca después de ser masticada y escupida— preparada por personas enfermas. El estudio citado por National Geographic demostró que quienes presentaban mayor sensibilidad al asco sufrían menos infecciones virales y bacterianas, aunque no evitaban parásitos más grandes presentes en el entorno.
Estos hallazgos refuerzan la idea de que el asco evolucionó como una defensa frente a enfermedades, aunque su eficacia depende del contexto ambiental y social.

Variabilidad cultural y ambiental
La cultura y el ambiente determinan en gran medida qué nos resulta repulsivo. Si bien existe una lista breve de elementos universalmente desagradables —como heces, vómito, heridas abiertas o pus, todos asociados a riesgos de infección según el psicólogo Laith Al-Shawaf—, otros factores presentan diferencias notables entre culturas.
Por ejemplo, en Groenlandia y el norte de Escandinavia, el consumo de carne putrefacta es una práctica común y valorada porque aporta vitamina C y previene el escorbuto. En contraparte, en las sociedades occidentales, la idea de comer carne podrida despierta un fuerte rechazo.
Joshua Rottman, psicólogo del Franklin & Marshall College, explicó a National Geographic que “muchas culturas nómadas árticas consumen carne podrida como parte habitual de su dieta y no la consideran repulsiva”.
La variabilidad cultural también se observa en otros alimentos: mientras los camarones son apreciados en Occidente, los insectos como los grillos —fuente de proteína en otras regiones— suelen generar aversión. Lo curioso es que estos insectos no representan un peligro real para la salud.

El asco en la infancia y su relación con la salud
La infancia es una etapa crucial en la formación de nuestra relación con el asco. Los niños, lejos de evitar la suciedad, se sienten atraídos por ella. Según la ciencia, esta exposición temprana puede fortalecer el sistema inmunológico.
Jack Gilbert, profesor de pediatría en la Universidad de California, San Diego, explicó a National Geographic los hallazgos de su estudio: “los niños que interactúan físicamente con un perro antes del primer año de vida tienen un 13% menos de probabilidades de desarrollar asma”. Aquellos que crecen en granjas y conviven con animales presentan un riesgo hasta un 50% menor de padecer enfermedades alérgicas crónicas.
Gilbert sostiene que la exposición a microbios es fundamental para el desarrollo del sistema inmune. La sensibilidad al asco suele aparecer cerca de los cinco años, justo al comenzar la exploración autónoma y el enfrentamiento con patógenos más peligrosos. Joshua Rottman explicó que “muchos niños pequeños mueren cada año por patógenos y parásitos, en parte porque aún no sienten asco”.

Matices del asco en la vida adulta
En la adultez, el asco no desaparece, pero puede cambiar. Muchas personas sienten una curiosa fascinación por lo repulsivo: examinan el contenido de pañuelos, disfrutan películas sangrientas o comen alimentos viscosos. Los expertos explican este fenómeno con el concepto de “masoquismo benigno”, donde el cerebro obtiene placer de experiencias negativas bajo control.
Laith Al-Shawaf señala la utilidad de aprender sobre amenazas para protegerse mejor en el futuro. Además, Jack Gilbert compara el sistema inmunológico con un jardinero que mantiene el balance entre microbios beneficiosos y dañinos. La exposición a ciertos agentes sigue siendo positiva en la adultez.
Sin embargo, un asco excesivo puede convertirse en obstáculo. El rechazo a lo desconocido o la falta de educación cultural pueden limitar la dieta y las experiencias, privando de beneficios potenciales. Por otro lado, la ausencia de asco expone a riesgos innecesarios.
Tal como resume National Geographic, el equilibrio es clave: “Hay cosas que todos consideramos repulsivas, pero la habituación es posible”, explicó Cepon-Robins. Profesionales como los enfermeros, por ejemplo, terminan adaptándose a manejar fluidos corporales, y el temor inicial desaparece con la exposición repetida, siempre que no represente un peligro real.
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