
El avance de la inteligencia artificial en el ámbito educativo ha modificado profundamente los procesos de aprendizaje y la manera en que los estudiantes desarrollan sus habilidades cognitivas. Universidades como Oxford y Columbia han concretado acuerdos con empresas tecnológicas para incorporar herramientas como ChatGPT en sus programas, multiplicando tanto las oportunidades como los desafíos pedagógicos.
La utilización generalizada de sistemas de IA generativa muestra un giro radical en la relación de los estudiantes con la información y la elaboración de trabajos académicos.
Un informe citado por The Independent revela que el 88% de los alumnos consultados ha recurrido a inteligencia artificial para realizar tareas, en comparación con el año anterior. Este fenómeno ha creado una percepción de normalidad tecnológica, respaldada por la lógica de que si los pares lo emplean, su uso resulta legítimo para cualquiera.

Distintos estudios sugieren que una mayor asistencia tecnológica se asocia con menor activación de áreas cerebrales implicadas en el razonamiento y el desarrollo de ideas propias. Los estudiantes sometidos a la intervención de modelos de lenguaje generativo presentan mayores dificultades para citar o fundamentar sus escritos. Aun cuando los resultados son preliminares, indican la importancia de cuestionar el impacto de este tipo de soluciones en las capacidades esenciales para el aprendizaje autónomo.
La inquietud acerca de la relación entre tecnología, memoria y comprensión tiene antecedentes remotos. Sócrates ya advertía que la escritura podría debilitar la memoria, y en 2011 se identificó el denominado “efecto Google”: la facilidad de consultar la web reduce la tendencia a retener datos.
El acceso inmediato no garantiza comprensión ni pensamiento profundo; asuntos cada vez más relevantes ante la automatización de tareas intelectuales.

Interactuar con IA puede dar una falsa sensación de aumentar el dominio intelectual, cuando lo que disminuye es la exigencia cognitiva requerida. Esta ilusión, señalada por Aaron French y vinculada al efecto Dunning-Kruger, incrementa la confianza infundada y erosiona el sentido crítico.
Este efecto puede influir en la formación de competencias fundamentales para el análisis, la autocrítica y el perfeccionamiento continuos.
La diferencia entre usos complementarios y sustitutos de la IA dentro del aula no siempre resulta clara. Actividades consideradas menores —como la realización de esquemas o el desarrollo de ideas iniciales— cumplen una función imprescindible en la organización del pensamiento y en la adquisición de destrezas independientes.

La externalización sistemática de estos pasos a través de herramientas automatizadas puede restringir el potencial de aprendizaje.
Las instituciones educativas avanzan, en muchos casos, hacia la normalización de la IA en la vida universitaria. Ejemplo de ello es el reciente convenio entre Oxford y OpenAI, que proporciona una versión personalizada de ChatGPT a sus estudiantes.
Dicho uso está acompañado por directrices estrictas: los usuarios deben asumir la responsabilidad por los contenidos generados, identificar limitaciones —como posibles sesgos o errores— y garantizar la transparencia en cada etapa.

Por otra parte, el entusiasmo inicial por los dispositivos tecnológicos en las aulas estadounidenses pronto se vio confrontado por realidades problemáticas. De acuerdo con National Review y datos de Common Sense, el 97% de los alumnos revisa su teléfono en horario escolar; el 60% recibe más de 200 mensajes al día, frecuentemente durante las clases.
Este contexto de interrupciones constantes afecta la concentración, reduce el tiempo de lectura y coincide con un descenso prolongado en los resultados académicos. Las solicitudes de los directivos para limitar el uso de teléfonos crecen frente al aumento de la distracción y los comportamientos disruptivos.
La sobrestimación del potencial transformador de la tecnología, especialmente de los teléfonos y redes sociales, alimentó la esperanza de una educación más inclusiva y democrática.

Sin embargo, la experiencia señaló límites tangibles: menor foco, dificultades para gestionar el tiempo de pantalla y una relación más tensa entre padres, alumnos y profesores ante la integración de plataformas digitales como única vía para el cumplimiento escolar.
Algunos discursos proclamaron, incluso, el final de la necesidad de memorizar datos, sugerencia que no resistió la comparación con los desafíos de la vida real. En 2022, por ejemplo, el National Council of Teachers of English recomendó desplazar el foco de la lectura de libros y la redacción tradicional para enfatizar la producción y consumo de contenidos digitales. Esto implicó dejar a un lado prácticas formativas que resultan insustituibles en la formación de ciudadanos críticos y participativos.
Normalizar la IA en la escuela también repercute en la vida familiar, al reducir el margen que tienen los padres para decidir en qué medida los hijos trabajan con asistentes automáticos, y dificultar el discernimiento entre el uso estrictamente académico y el recreativo.

Será más difícil para los padres distinguir si una conversación con un asistente de IA corresponde a tareas escolares o responde a otros intereses.
La integración de la inteligencia artificial en la educación implica beneficios tangibles y también desafíos complejos. La tecnología puede acercar recursos y democratizar el acceso, siempre que no sustituya el desarrollo autónomo de habilidades como el análisis, la valoración crítica y la creatividad intelectual. Estos aspectos exigen atención y autolimitación, tanto a nivel institucional como personal.
La incorporación de IA en la escuela debe contemplar riesgos y ventajas reales, con juicio y con la claridad de que hay competencias —el pensamiento, el discernimiento, la construcción reflexiva del conocimiento— que ninguna herramienta digital puede reemplazar.
Hace falta mucho más que un entusiasmo superficial o deslumbramiento: el criterio y la sensatez continúan siendo insustituibles.
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