Los seis pasos del barista que prepara el capuchino más espumoso de Buenos Aires: “Podrán imitarme, pero igualarme jamás”

Le Caravelle es un café fundado por italianos en el Microcentro hace más de sesenta años. Ángel trabaja allí desde 1990 y su especialidad llegó a las redes y a la televisión

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Ángel Soria prepara el capuchino más espumoso de Buenos Aires en Le Caravelle.

Ángel Soria llegó en 1990 a este pedacito de Microcentro al que vuelve todos los días, excepto los domingos, que le toca descansar. Llegó porque lo trajo su hermano, que había venido de Tucumán antes que él, y que lo introdujo en el mundo al que los dos todavía pertenecen: el de la gastronomía.

Ángel tenía 22 años, una esposa y dos hijos en su pago cuando decidió decirle a su padre que abandonaba el destino rural como patrón del campo que tenían, y a esa esposa y esos hijos que esperaran por él. Que iba a empezar la vida de los cuatro en la gran ciudad. Tardaría algunos años en mandar la plata para que se instalaran todos en Nueva Pompeya, donde todavía vive con su esposa.

Empezó a trabajar ese mismo año, hace treinta y cinco, en Le Caravelle, uno de los bares notables que tiene la ciudad de Buenos Aires, y el que sirve un capuchino alla italiana con una espuma que puede durar hasta veinte minutos cremosa y radiante, elevada unos tres o cuatro centímetros por sobre el borde de la taza. Aunque casi todos en el café saben cómo se prepara la especialidad de la casa, Ángel es el que ostenta el título de rey en su comarca de Lavalle y Maipú.

Los años dorados de la peatonal Lavalle

Le Caravelle se llama así porque la familia italiana que fundó el local en 1962 había llegado a la Argentina en barco. El logo del café tiene, como la historia de la colonización de América, tres carabelas. Están impresas en las tazas y en las servilletas de este rinconcito por el que pasa muchísima menos gente que cuando el Microcentro porteño era otra cosa. Una cosa más viva y más pudiente.

En los años dorados de
En los años dorados de la peatonal Lavalle, Le Caravelle vendía 5.000 cafés por día. Hoy está entre los 200 y 300.

Como Le Caravelle es un “Caffe alla italiana”, el capuchino con canela y cacao es la propuesta más emblemática de una casa en la que las medialunas de jamón y queso y los tostados, además del café negro chiquito, están entre lo más pedido. El local tiene dos barras, una para la cafetería en sí misma y otra para la sandwichería.

Tiene, sobre todo, habitués de los que toman dos, tres o hasta cuatro cafés por día. Siempre del mismo tamaño, siempre igual de azúcar, edulcorante o nada. Siempre a la misma hora, siempre para hablar con los parroquianos y con los mozos de los mismos temas. Lo que se dice un verdadero hábito.

“Yo agarré algo de lo mejor de Buenos Aires”, dice Ángel sobre sus primeros años detrás de estos mostradores de madera y rodeado de fotos de calles y plazas emblemáticas de Roma. Cuando empezó a trabajar en el café, había 22 cines sobre Lavalle, la primera calle peatonal del Microcentro. “Ahora queda sólo el Monumental, antes de llegar a Esmeralda. En esa época, cuando había trasnoche de viernes era directamente imposible entrar acá. Llegamos a vender 5.000 cafés por día. Hoy andamos entre los 200 y 300”, ilustra Ángel. Esa curva cuenta qué pasó con el centro porteño y con la economía a lo largo de los años.

Los clientes de siempre y “los de las redes”

Cuando Ángel llegó de Tucumán a Lavalle y Maipú, el capuchino ya era un clásico en Le Caravelle. Pero algo pasó la primera vez que alguien subió un video de Soria en plena preparación de su clásico y lo subió a redes sociales, hace algo más de dos años. “Antes de que se viera en redes, tal vez preparábamos uno o dos capuchinos por día. Ahora podemos llegar a los treinta en una jornada”, cuenta.

Ángel trabaja desde 1990 en
Ángel trabaja desde 1990 en el mismo café, al que llegó a través de su hermano. Foto: Jaime Olivos

Fueron a pedirle su capuchino turistas mexicanos, españoles, brasileros, franceses e italianos. “Los que más me sorprendieron fueron una pareja que había viajado desde la India para conocer Buenos Aires y no se querían perder el café”, recuerda Soria, que está atento a la conversación con Infobae, a lo que pasa en la cocina, en la caja, en las charlas entre sus clientes y en el vaivén de peatones que surcan Lavalle.

Lo sorprendieron los visitantes de India y lo sorprende también que tantos turistas españoles le repitan lo mismo: “Se la pasan diciendo que allá hace cinco años que no cambia el precio del café. Ya me lo sé de memoria eso”, dice, y un poco se ríe y otro poco se indigna. Pero son los habitués los que nutren el día a día suyo y de sus ocho compañeros de trabajo, sobre todo en época de propinas flacas.

“Hay gente que viene y no deja nada. Les hacés el show del capuchino y ni con eso lográs que dejen. Bajó mucho la propina y en un momento en el que los sueldos, además, están muy estancados. Claro, hay gente que se nota que puede el café y nada más, que es la gente que venía y se pedía también algo para comer y ahora sólo el cafecito. Pero hay gente que podría y no deja. En cambio el habitué deja siempre. Aunque sea poquito. Hay clientes que toman cuatro cafés por día y dejan las cuatro veces”, cuenta Ángel.

Esos habitués son, en muchos casos, abogados, oficinistas, escribanos o vendedores de los locales comerciales de las cuadras cercanas. Algunos de ellos van a Le Caravelle desde antes de que Ángel fuera parte del equipo. “Vengo por cómo me atienden, porque ya conozco a los otros que vienen a la misma barra que yo y porque tienen el café más rico de la zona”, dice Sergio, un panadero de la zona que “para” en esa barra al menos tres veces por día.

Hay clientes que toman hasta
Hay clientes que toman hasta cuatro cafés por día en Le Caravelle.

Esos habitués son, también, los que celebraron cuando, en medio de un cambio de dueños, el local casi se convierte en un negocio de venta de zapatos y finalmente sobrevivió tal como lo conocieron hace décadas. “Acá ya nos conocemos. Hablamos del trabajo, de fútbol, de nuestras cosas, nos saludamos para los cumpleaños. Es parte de mi día venir acá. Yo si no tomo mi café de las once de la mañana y el de después de almorzar no puedo trabajar”, le dice a Infobae uno de los abogados que cada día pasa por el local.

Los secretos de un experto

Preparar “el capuchino italiano más espumoso de Buenos Aires” no es para cualquiera. Además de la sucursal original de Lavalle y Maipú, Le Caravelle tiene otras dos sedes: una en Puerto Madero y otra más en Microcentro. “Se puede tomar en todos los locales, y acá somos varios los que lo preparamos”, dice Ángel, y enseguida se agranda un poco: “Pero nadie lo hace como yo; podrán imitarme pero igualarme jamás”, dice, y se ríe. Replica esa famosa afirmación de la hinchada de Boca, el club de sus amores.

—Yo te hago el show… te digo “este capuchino es especial para vos” o cosas como “con todo mi amor, para ti”.

—Ah, viene con chamuyo el capuchino.

—Un poquito, sí. Pero es para hacerlo más atractivo. Enseguida quieren filmar para mostrar a los amigos, a la familia. Y yo les digo que muestren, así después esos amigos y familia vienen a tomar nuestro café. Y vienen.

El café abrió en 1962,
El café abrió en 1962, fundado por una familia italiana.

Lo primero que chequea Ángel para que su especialidad no falle es la temperatura de la leche. “Tiene que estar a sesenta grados, no más que eso. Porque si se pasa de eso, y sobre todo si se llega a hervir la leche, la espuma no aguanta en altura. Se desarma enseguida. Hace globos grandes y en dos minutos está desarmada”, cuenta.

El siguiente paso es que esa leche que calentó se sirva en la taza que viene con las tres carabelas estampadas. La taza queda casi al ras sólo con la leche. Después viene el espolvoreo de canela y el de cacao. Y lo que sigue, el cuarto paso, es otro truco artesanal: con la punta de una cucharita, Ángel hace un agujerito justo en la mitad de la espuma.

“Ese es el agujero por el que sirvo el café. Porque el cacao y la canela crean una especie de capa impermeable hacia abajo. Entonces si sirvo el café sin hacerlo por ese agujerito, se derrama hacia afuera de la taza en vez de mezclarse con la leche”, cuenta. Y mientras lo cuenta, sirve el café a través del agujero. Prepara uno de esos capuchinos que le dieron el título de monarca y que se venden por 5.500 pesos en este café en el que un americano cuesta 3.200.

El sexto y último paso está más a cargo del cliente que de Ángel, y es ver la espuma de leche elevarse por encima del ras de la taza. Ver que ni un granito de cacao ni de canela se derraman de esa montaña caliente y efímera. Ver cómo, de a poquito, el café amarrona un poco la infusión. Ver la firmeza de la espuma, sacarle alguna foto de esas que, en la era que vivimos, terminan de corroborar que uno estuvo allí. Que vio ese café que va a compartir en redes tal vez incluso antes de probarlo.

El final de cada capuchino alla italiana es ver la espuma y decidir si es mejor esperar para saber cuántos minutos aguanta erguida o empezar a tomarlo antes de que empiece a enfriarse. Eso queda del lado de la barra que les pertenece a los clientes que hacen de Le Caravelle un lugar por momentos ruidoso, por momentos lleno de un silencio subsidiario de bolsillos cada vez más apretados.

Del lado de la barra que les pertenece a los que todos los días abren y cierran este bar notable está Ángel, ya acostumbrado a mostrar cada uno de sus pasos a cámara. No importa si es un canal de televisión o el celular de un turista que viajó desde la India y que quiere llevar ese recuerdo a las orillas del océano Índico.

—¿Por qué pensás que tu manera de hacer el capuchino atrae tanto a los clientes?

—Porque mi capuchino es el mejor.