La vida, a veces, se guarda sus mejores capítulos para el final. Y si no, que lo diga Juan, un hombre de Villa María, Córdoba, que a sus 83 años camina con la espalda algo encorvada por los achaques del tiempo, pero con el espíritu erguido por una nueva razón. Sin buscarlo, un encuentro con dos hermanas emprendedoras le cambió la vida cuando menos lo esperaba.
Juan es artesano. De los de antes. De los que dedican horas a transformar un trozo de cuero en un cinturón robusto y noble, de esos que duran toda una vida. Durante años, su rutina era la misma: cargaba su pesada valija con su producción, se subía a su auto y recorría los locales de ciudades vecinas, ofreciendo su trabajo con más esperanza que éxito. Muchas veces, la respuesta era una negativa amable, una mirada apurada o, simplemente, la indiferencia de un mundo que gira demasiado rápido para detenerse en los detalles.
Pero una mañana del mes de julio, la suerte, el destino o la simple casualidad lo pusieron frente a la puerta del comercio de Camila y Luciana Botasso, dueñas del local Tienda Dorada, en Río Tercero, Córdoba.
Juan entró con el mismo discurso humilde de siempre. “Yo soy Juan, me dedico a la venta de los cintos, hago cinturones de cuero”, dijo con la formalidad de los vendedores de antaño. Su propuesta era humilde y sin riesgos: dejarlos a consignación. “Te los puedo dejar y que vos lo veas y veas cómo se mueve la venta”, ofreció.
Para Camila, la respuesta lógica era un “no”. Su negocio es pequeño y, por una cuestión de espacio físico, había decidido eliminar por completo la venta de accesorios para priorizar la ropa femenina. Sin embargo, algo la detuvo. Quizás fue la amabilidad de Juan o una simple corazonada.
Algo en la mirada de aquel hombre, en la dignidad de su trabajo, conmovió a la joven. No vio solo cinturones; vio las manos que los habían creado, las horas de dedicación, la historia detrás de cada pieza. “Cuando abro la valija era como Disney, literal”, recordó entre risas. “No eran cintos comunes. Eran piezas de diseño artesanal, con chapones grandes y estilos que habían vuelto a ser tendencia”, describió.
Si bien el producto era espectacular, la duda persistía. Ante la incertidumbre, la joven de 25 años tomó una decisión conservadora: le compró nueve cinturones.

Había un detalle adicional: Juan se operaba la semana siguiente, por lo que no podría reponer la mercadería personalmente. El contacto, en caso de necesitar más, sería a través de su hija, que casualmente también vive en Río Tercero.
Camila publicó una historia en Instagram en donde destacaba un nuevo producto: cinturones de cuero artesanal a un “súper precio”. La respuesta fue inmediata y feroz. “La gente de mi ciudad vino y me lo sacó de las manos, lógicamente”, contó. De inmediato llamó a Juan para pedirle más. La hija de Juan le acercó una nueva tanda: quince unidades más.
Con su clientela local ya satisfecha, Camila se enfrentó a un nuevo dilema. “¿Cuántas más van a querer?”, pensó. Fue entonces cuando recurrió a una herramienta casi como un último recurso. “Intento por TikTok a ver si en una de esas engancho alguna que otra venta”, se dijo. Prendió la cámara y, de la forma más espontánea posible, contó la historia del abuelo Juan. “Si hubiera sabido que se iba a volver viral, por lo menos me habría peinado un poco”, bromeó.

Relató que eran cinturones de cuero hechos por un hombre grande, sin guion ni estrategia comercial. El resultado fue una explosión digital. Mientras ella seguía con su día, su teléfono comenzó a vibrar sin descanso. En cuestión de horas, miles de personas se enamoraron del “abuelo Juan”, como lo bautizaron en las redes. Las consultas llovían, los pedidos se multiplicaban.
Los cinturones se vendieron todos. Absolutamente todos.
Una vez repuesto de su operación, Juan volvió al local con su nueva producción tras manejar los 90 kilómetros que separan a Villa María de Río Tercero. Y así fue cómo surgió la idea de empezar a utilizar el servicio de encomiendas. “Para evitarle el desgaste del viaje le explicamos cómo despachar la mercadería por un ómnibus directo”, recordó Camila.

El día que llegó el primer paquete, la emoción fue total. Dentro de esa caja, junto a los cinturones, había un sobre con una nota escrita a mano. Con una caligrafía temblorosa, Juan había resumido todo lo que sentía en una sola frase: “Me obligaron a tener motivos para seguir viviendo”.
Las hermanas irrumpieron en llanto y decidieron imprimir tarjetas con ese mensaje, el cual envían a cada clienta que compra sus cinturones.
El lazo comercial entre el hombre y las chicas rápidamente pasó a ser un lazo afectivo. Ya no se trataba de un proveedor y sus clientas. “Me convertí en su abuelo del corazón y ellas pasaron a ser parte de mi familia”, admitió con orgullo.
Para Juan, la clave de esta conexión es simple y profunda: “Es muy simple en la vida, cuando no hay maldad, cuando hay buena predisposición, las personas se entienden”.
Y así, lo que comenzó con un gesto tan simple como revolucionario en tiempos de prisa, ser simpáticas con un vendedor, se convirtió en un fenómeno viral imparable. Ese acto de empatía de Cami y Luciana fue la semilla que hizo florecer un proyecto extraordinario.

La solución surgió de manera natural. Juan, un hombre de la vieja usanza, no usa WhatsApp, no tiene un smartphone y no sabe cómo gestionar envíos. “Me dijo: ‘Ustedes revéndanlos, háganse mis mayoristas. Yo vengo y les descargo a ustedes todos los cintos’”, contó Camila.
Así, de un día para el otro, Tienda Dorada se convirtió en el centro de distribución nacional de los cinturones del abuelo Juan, los cuales ya tienen presencia en todas las provincias del país.
El boom productivo fue monumental. Juan, que antes trabajaba solo con la ayuda esporádica de una señora para cortar el cuero, tuvo que reorganizar su vida. El taller que tiene en su casa, donde antes la producción era modesta, se convirtió en un hervidero de actividad. Ahora lo ayudan su hijo y sus nietos adolescentes.
Hoy, la demanda es tan grande que la producción no da abasto. “Nos está dejando unos 600 cintos por mes, y nos quedamos cortas”, aseguró. Pero es la máxima capacidad que actualmente Juan puede producir.
Este renacer profesional conectó a Juan con una parte olvidada de su historia. Antes de los cinturones, hace más de 25 años, había sido un industrial del calzado de renombre, con una fábrica que empleaba a 25 personas y producía 350 pares de zapatos de cuero de alta calidad por día.
El cierre de esa fábrica lo obligó a reinventarse, a empezar de cero con los cintos para sostener a su familia. Y en esa recuperación de su pulso productivo, encontró algo mucho más valioso: un propósito. “Nos decía que antes no tenía nada para hacer, y que ahora tiene todo el día ocupado”, reconoció Camila.

El trabajo no solo le dio a Juan una nueva rutina, sino que fortaleció sus lazos familiares. “Me uní mucho con mis nietos. Puedo hablar de muchas cosas con ellos, comparto mucho tiempo”, contó Juan, quien le está enseñando el oficio a sus descendientes.
Gracias a una estrategia de marketing “a pulmón”, los cinturones del abuelo Juan son una marca con identidad propia. “Tienen merchandising, bolsas y etiquetas propias”, remarcó Camilia.
“Todo lo que nos pasó es increíble. Pensá que yo dudaba en sumar un nuevo producto por falta de espacio y ahora los cinturones se convirtieron en el producto estrella, y gracias a ello nuestro local se hizo conocido”, concluyó Camila, quien demostró que un simple acto de bondad puede ser el plan de negocios más exitoso de todos.
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