La vida después de la vida: por qué no alcanza con vivir más si no aprendemos a llenar los años de experiencias felices

La ciencia promete que llegaremos a los 90 o más. Pero, ¿qué pasa si esos años se sienten vacíos? Un nuevo concepto, el “joyspan”, propone que la verdadera revolución no será vivir más, sino aprender a vivir con propósito, conexión y risa hasta el final

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La gerontóloga Kerry Burnight propone
La gerontóloga Kerry Burnight propone un concepto revolucionario. Según ella, así como tenemos lifespan (esperanza de vida) y healthspan (esperanza de vida saludable), necesitamos medir y cultivar el joyspan: los años en los que experimentamos alegría, conexión y propósito. (Imagen ilustrativa Infobae)

Volví del cumpleaños número 95 de mi madre desconsolada, directo a mi sesión de terapia. ¿Qué hago si me quedan 40 años más? No tengo plan, ni proyecto. La vida era estudiar, casarse, tener hijos, trabajar, jubilarse. Y ahora resulta que después de eso empieza, tal vez, la etapa más larga. ¿Cómo es la vida después de la vida?

Hoy la ciencia puede prometer que viviremos hasta los 90. ¡Y tal vez más! Pero nadie garantiza que sonreiremos hasta los 90. Esa diferencia, pequeña en palabras pero enorme en sentido, nos obliga a detenernos y mirar con otra lupa el gran relato tan vigente hoy sobre “la nueva longevidad”.

No alcanza con sumar años a la vida, ni con sumar salud a los años: necesitamos sumar alegría.

Durante décadas nos acostumbramos a medir la longevidad en términos de cifras: expectativa de vida, tasas de mortalidad, índices de envejecimiento poblacional. Jubilaciones y pensiones. Más tarde llegó la expectativa de salud, ese parámetro que buscaba corregir la ilusión de una vida larga si estaba condenada a la enfermedad. Y ahí comenzó la moda de los ejercicios, las proteínas y las fórmulas mágicas para sostenernos en forma. Pero, como señala la gerontóloga Kerry Burnight, fundadora del concepto de joyspan, ninguna de esas medidas basta si dejamos afuera lo que verdaderamente le da sentido a la vida: la capacidad de experimentar alegría, propósito y conexión.

Hoy, cuando la medicina nos
Hoy, cuando la medicina nos ofrece más años que nunca, el dilema existencial no reside solo en saber cuánto viviremos sino en qué haremos con esos años. (Imagen ilustrativa Infobae)

La ecuación incompleta

Un artículo del New York Times se detuvo la semana pasada en esta discusión: vivir más es un logro civilizatorio indiscutible, pero puede convertirse en una trampa si no se acompaña de condiciones emocionales, sociales y comunitarias que sostengan una existencia plena. El texto citaba historias de personas que habían alcanzado edades avanzadas, la mayoría incluso en buen estado de salud. Aun así, levantarse todas las mañanas no es sencillo para muchas de ellas. Y la pregunta ya no es si duele la rodilla al caminar. La cuestión es: “¿Para qué salir de la cama, si hoy no tengo nada para hacer?”.

La pregunta no es nueva. Ya el escritor Albert Camus nos advirtió hace más de setenta años que el mayor problema filosófico de nuestra época era el sentido de la vida, no su duración. Y el neurólogo Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazis, mostró en El hombre en busca de sentido que el propósito y la capacidad de encontrar belleza, incluso en la adversidad más atroz, era lo que distinguía a quienes lograban seguir viviendo.

La semana pasada compartí una entrevista que le hicimos a Katja Alemann en @milhorasar y hoy ya tiene más de un millón de visualizaciones. ¿Qué es lo convocante? Katja se ríe, con esa carcajada estrepitosa que las mayores le conocimos en Cemento, y dice sencillamente que ella no se acuerda de su edad, que no se siente vieja. “Solo cuando me miro al espejo”, dice, y vuelve a reírse. “Porque lo que me mantiene viva es tener una causa, un propósito. Eso es lo que me mantiene viva”.

La vejez no se define por el número de años, sino por la idea de que ya no hay nada más por esperar”, escribió hace mucho Simone de Beauvoir. Hoy, cuando la medicina nos ofrece más años que nunca, ese dilema existencial regresa con más fuerza. No alcanza con preguntarnos cuánto viviremos, sino qué haremos con esos años.

Hace unos meses conocí a Teresa, una mujer de 92 años que había perdido a su esposo y que se sentía atrapada entre los recuerdos de una vida que ya no era la suya. Sus hijos la convencieron de probar un taller de lectura en la biblioteca de su barrio. La primera semana asistió en silencio, como una espectadora tímida. La segunda se animó a leer un poema de Idea Vilariño. La tercera semana ya estaba discutiendo con entusiasmo con un joven de veinte años sobre si el poeta uruguayo Mario Benedetti era cursi o visionario. Cuando le pregunté qué había cambiado, me respondió con una sonrisa desarmante: “No me devolvieron los años, pero me devolvieron las ganas”.

Esa frase resume lo que está en juego. No se trata de negar el dolor, la pérdida, las limitaciones físicas. Se trata de recuperar la capacidad de alegrarse, de conectar, de sentir todavía que hay algo por descubrir.

La neurociencia demostró que las
La neurociencia demostró que las personas que cultivan emociones positivas no solo muestran mayor bienestar, sino también sistemas inmunológicos más robustos y menor deterioro cognitivo

“Joyspan”: la tercera dimensión de la longevidad

Kerry Burnight propuso un concepto que parece obvio, pero es revolucionario: joyspan. Según ella, así como tenemos lifespan (esperanza de vida) y sumamos hace un tiempo ya la idea de healthspan (esperanza de vida saludable), necesitamos medir y cultivar el joyspan: los años en los que experimentamos alegría, conexión y propósito.

Burnight, con más de tres décadas de experiencia en gerontología, identificó cuatro pilares que sostienen esta expectativa de alegría:

  • Grow (crecer): aprender algo nuevo, mantener viva la curiosidad.
  • Adapt (adaptarse): reinventarse frente a las limitaciones, encontrar nuevas formas de autonomía.
  • Give (dar): ofrecer lo que tenemos —tiempo, atención, escucha— aunque no sean bienes materiales.
  • Connect (conectar): tejer vínculos significativos que contrarresten la soledad, ese mal silencioso que erosiona más que muchas enfermedades.

Estos pilares no son meras abstracciones. Son guías prácticas, pequeñas brújulas que orientan la vida cotidiana hacia una experiencia más plena.

“No es cierto que la gente deje de perseguir sueños porque envejece; envejece porque deja de perseguir sueños”, escribió Gabriel García Márquez. Y ahora viene la ciencia a confirmarlo.

Ciencia y emociones: un vínculo inseparable

Los neurólogos llevan tiempo mostrando la íntima relación entre emociones y salud. Richard Davidson, pionero en neurociencia afectiva, demostró que las personas que cultivan emociones positivas no solo reportan mayor bienestar, sino que muestran sistemas inmunológicos más robustos y menor deterioro cognitivo. La alegría, lejos de ser un adorno de la vida, es un factor biológico de resiliencia.

La Organización Mundial de la Salud viene alertando que la soledad crónica aumenta el riesgo de muerte prematura en un 30%, equiparable al efecto de fumar quince cigarrillos al día. El aislamiento social, entonces, es el enemigo invisible de la longevidad significativa. La soledad no deseada es la pandemia de nuestro tiempo. Una sociedad que fue metiéndose para adentro, rompiendo vínculos, encerrándose, deja a las personas mayores aisladas, aburridas, sin propósito.

Aprender algo nuevo, mantener viva
Aprender algo nuevo, mantener viva la curiosidad, es uno de los pilares que orienta la vida cotidiana hacia una experiencia más plena. (Freepik)

El contexto importa

Ahora bien, hablar de joyspan en sociedades donde las necesidades básicas no están garantizadas puede sonar a privilegio. ¿Cómo hablar de alegría a quienes llegan a la vejez en la pobreza, sin una alimentación suficiente, sin ingresos, fuera de un sistema de salud accesible?

En países con profundas desigualdades, pensar en extender la vida sin asegurar condiciones mínimas de dignidad es un sinsentido. La alegría, en esos casos, se convierte en un lujo al que pocos acceden. Por eso el debate sobre la longevidad no se puede limitar a los avances de la biomedicina o a influencers compartiendo ejercicios saludables o hobbies para todas las edades. Si vamos a vivir más, tenemos que vivir mejor.

Una cuestión cultural

También hay un componente cultural. En las sociedades occidentales solemos asociar la vejez con la pérdida, con la inutilidad, con la invisibilidad. Un mundo pensado para la producción y el consumo, no tiene lugar para los que viven lento y ya salieron del mercado laboral. Para los chinos y otras sociedades orientales, en cambio, la edad no es un número y la relación entre las personas está marcada por quién tiene algo para enseñar y quién tiene algo para aprender. El orden lo da la sabiduría. Esa valoración cambia radicalmente la experiencia subjetiva del envejecimiento.

El filósofo Byung-Chul Han advierte que vivimos en una sociedad del rendimiento, obsesionada con la productividad, que condena a la irrelevancia a quienes ya no producen. Recuperar el valor de la alegría en la vejez implica también cambiar esta mirada cultural: la vida no se mide solo en términos de utilidad económica, sino en la capacidad de compartir, de narrar, de disfrutar.

Tejer vínculos significativos que contrarresten
Tejer vínculos significativos que contrarresten la soledad es otra de las claves para hacer de la vida una experiencia plena de sentido y fomentar la alegría. (Imagen ilustrativa Infobae)

Hacia una nueva métrica

Quizás el desafío más urgente sea medir lo que realmente importa. Tenemos estadísticas para todo: cuántos años viviremos, cuántas enfermedades evitaremos, cuántos medicamentos tomaremos. Pero, ¿qué pasa con la alegría? ¿Cómo la cuantificamos?

Algunos investigadores trabajan en escalas de bienestar subjetivo, en indicadores de satisfacción vital, en métricas de conexión social. No son perfectos, pero al menos nos recuerdan que el sentido último de la longevidad no se juega en los consultorios, sino en la mesa compartida, en la risa inesperada, en la sensación de seguir perteneciendo.

“Las viejas nos reímos mucho”, me dijo el otro día Rita Segato, la antropóloga que decidió radicarse en Tilcara aunque la convocaban como eminencia las universidades más prestigiosas del mundo. “Me gusta encontrarme con mis amigas, y reírme mucho”.

Epílogo necesario

No se trata de romantizar la vejez ni de negar sus dolores. Se trata de devolverle al relato de la vida larga la dimensión más humana de todas: la alegría. Porque no hay medicina que cure la soledad, no hay estadística que compense la falta de propósito, no hay expectativa de vida que valga si los días se llenan de vacío.

La verdadera revolución no será solo vivir más, ni incluso vivir mejor, sino aprender a vivir con más alegría. Porque, al final del día, lo único que todavía sacude el cuerpo es la risa en buena compañía.

“Defended la alegría, como una trinchera”, escribió el poeta uruguayo que lee Teresa en su club. Medio siglo después, la ciencia vino a darle la razón.

*La autora es periodista, escritora y autora del libro “La Revolución de las Viejas”.