A cinco mil kilómetros al este de Moscú, se encuentra Yakutsk, la ciudad más fría del mundo, donde el termómetro puede marcar temperaturas impensables de hasta -71°C. Fue aquí donde Pablo Levinton, un economista de profesión y creador de contenido por diversión, decidió pasar la semana de Año Nuevo y contar en sus redes la experiencia más extrema que jamás había vivido en su vida.
Pablo creció en la zona sur del conurbano bonaerense, más precisamente en Remedios de Escalada, donde el invierno rara vez exige más que un abrigo y una bufanda. El salto a Yakutsk fue radical. Y aún sabiendo lo que le esperaba, admitió que no estaba preparado para lo que encontró al aterrizar en este helado rincón del planeta, donde viven casi 380.000 habitantes.
“Había escuchado historias, había visto videos, pero estar allí y sentir el aire cortante y seco, donde cada inhalación quema, fue algo que nunca voy a olvidar”, remarcó el viajero de 37 años, que ya lleva recorrido 35 países. “Esperaba que se sintiera como estar en un freezer gigante, pero era peor. Sentís el frío en los huesos, es como si el aire te mordiera”, relató.

La temporada fría de Yakutsk dura poco más de tres meses, del 16 de noviembre al 26 de febrero. “Lo máximo que me tocó soportar fueron -42°C”, reconoció Pablo, quien tuvo que adaptarse a las inclemencias climáticas y vestirse como los locales. “Comenzaba con varias capas de ropa térmica pegadas al cuerpo y, encima, una camisa gruesa de lana que compré allá mismo. También llevé una campera especial hecha por mi papá, que está confeccionada en cuerina y gamuza, y tiene un forro grueso pensado para soportar climas duros. Es industria nacional contra el frío ruso”, bromeó.
Tampoco le faltó el uso de accesorios. “Compré esos gorros rusos tradicionales que te cubren toda la oreja, porque acá la oreja se te puede congelar y perder la audición en minutos”, advirtió Pablo recordando cómo los yakutianos no subestiman la importancia de proteger cada parte del cuerpo.
“También llevaba dos pares de guantes y medias gruesas, pero aun así, el frío se hacía sentir en mis pies y manos. Manejar la cámara fue otro desafío, ya que tenía que quitarme los guantes para operarla. Dos minutos con las manos al aire y ya no las sentís, se te congelan al instante”, explicó.
El frío no solo impactaba en su cuerpo sino también sus dispositivos electrónicos. Las baterías de su cámara y celular se agotaban en minutos. “Es increíble, normalmente la cámara graba unos 50 minutos seguidos, pero ahí me duraba solo diez. Hasta se me congeló el celular”, relató Pablo, al recordar que estaba obligado a hacer “paradas técnicas” en alguna cafetería para recargar todo y seguir grabando.

La primera noche en Yakutsk, Pablo salió a caminar para sentir el pulso de la ciudad. Allí, entre las calles iluminadas y decoradas para las festividades de Año Nuevo, se sorprendió al ver que “la gente realizaba sus actividades con total normalidad”.
Mientras recorría sus calles, Pablo observaba a las mujeres haciendo mandados, a los niños jugando en las plazas y a las personas llevando a sus perros a pasear por el pasto congelado; como sucede en cualquier otro lugar del mundo. “Hasta los animales parecían resistentes al frío brutal. Había una normalidad que no esperaba: la vida sigue, como si los 40 grados bajo cero fueran solo una molestia menor”, comentó asombrado.
Al momento de hospedarse, eligió hacerlo en la casa de una taxista local, a quien contactó por una página web que ofrece alojamiento gratuito recíproco en todo el mundo. “Ella me contó que en invierno no se puede apagar el auto porque sino el motor se congela. Para evitarlo, los autos llevan mantas gruesas y aislantes, y algunos residentes tienen garajes calefaccionados, aunque la mayoría simplemente sigue dejando el motor encendido las 24 horas aunque esté estacionado en la calle”, enfatizó. Y dijo que “los vehículos más modernos cuentan con sensores que avisan si el motor comienza a congelarse para que lo prendan y no se arruine”.

Las viviendas de Yakutsk, contrariamente a lo que él imaginaba, están increíblemente calefaccionadas. Pablo cuenta que el contraste es brutal: “Entrás de la calle a cualquier casa y el calor te aturde. Ni siquiera necesitas mucho abrigo adentro. En un segundo te das cuenta de que, para sobrevivir aquí, la arquitectura se volvió parte de la adaptación. Todo está pensado para resistir”. Las paredes son dobles y las ventanas llevan cristales gruesos; cada casa es un refugio ante el frío implacable que espera afuera.
Pablo experimentó también las tradiciones locales, donde el Año Nuevo se celebra el 31 de diciembre, y la Navidad, acorde al calendario juliano, el 7 de enero. Esa noche de Año Nuevo, junto a su anfitriona, lanzaron fuegos artificiales en plena calle, con el cielo despejado y un frío que cortaba el aliento. “Nunca imaginé que la gente celebrara a la intemperie con -40 °C”, comentó entre risas, aún asombrado. Las calles estaban llenas de personas que, entre tragos de vodka y abrigo invernal, disfrutaban de la fiesta de medianoche. No importaba que las temperaturas fueran inhumanas; el ánimo de la ciudad, esa noche, estaba intacto.

Uno de los mayores desafíos de Pablo fue tratar de filmar de día, ya que en esa época del año “sólo hay luz durante 5 horas”. Entre las 10 y las 15 aprovechaba cada segundo, corría de un lado a otro para no perderse nada, consciente de que la noche llegaría demasiado pronto.
Durante su estancia, Pablo también visitó los lugares que definen la identidad de Yakutsk, como el Museo del Mamut. En este sitio, los restos de un mamut prehistórico, perfectamente conservados gracias al hielo, muestran cómo el frío eterno preservó a estas criaturas extintas. “Es raro ver algo así; parece un bicho que podría despertarse en cualquier momento”, comentó. Y no era el único: en el Museo del Permafrost, observó las capas de tierra helada que, pese a los veranos, permanecen congeladas bajo la superficie. “Es como estar en otro planeta”, añadió.

Además de estos museos, se topó con la historia reciente de Rusia. Yakutsk tiene también un museo de la Segunda Guerra Mundial y otro del campo de concentración Gulag, lugares donde muchos prisioneros soviéticos fueron enviados por el régimen de Stalin. Esos recuerdos de un pasado violento y doloroso permanecen ahí, atrapados en el hielo, como si ni siquiera el tiempo pudiera tocar este rincón inhóspito del mundo.
Para Pablo, conocer la cultura local fue uno de los aspectos más fascinantes de su visita. Yakutsk es la capital de la República de Sajá y “su población es una mezcla de rusos, yakutianos y descendientes de antiguos prisioneros soviéticos”, contó. La mayoría de los habitantes tienen rasgos asiáticos, ojos oscuros y piel resistente al clima, como si hubieran sido moldeados por el frío extremo.
La taxista que lo acompañó en gran parte de su estancia le explicó que muchos en Yakutsk se identifican más con Asia que con Europa. “Este es nuestro lugar, estamos acostumbrados al frío, pero los rusos de Moscú creen que vivimos en el fin del mundo”, le dijo entre risas. Y aunque sus rostros reflejan esa resistencia a las inclemencias, la ciudad no recibe inmigrantes: “Aquí nadie quiere venir; no hay turistas y casi nadie habla inglés”.

Uno de los rituales más extremos de Yakutsk es el “baño de hielo” en los ríos congelados, una práctica que Pablo no dudó en probar. Junto a un grupo de locales, bajó hasta el río Lena, que se convierte en una ruta de hielo en invierno, para lanzarse al agua helada. “Decían que era como un bautismo, algo que te hace sentir parte del lugar”, explicó. Después de sumergirse, corrió hasta un auto para calentarse, y los locales se reían de su desesperación. “Es una locura, pero para ellos es normal. Hasta beben agua que recogen del mismo río y esperan que se derrita para tomarla”, agregó.
Después de una semana, Pablo dejó Yakutsk con la promesa de regresar algún día: “Fue una experiencia única, pero me quedaron cosas pendientes. Me gustaría recorrerlo todo en tren y también experimentar cómo es manejar sobre el hielo”.
Yakutsk, con sus habitantes estoicos y sus noches frías, se quedó con un pedazo de Pablo, que ahora lleva en la memoria las huellas de una vida diaria adaptada a los rigores del frío. Una ciudad viva, donde el frío es eterno, pero también lo son la calidez y la resistencia de su gente.
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