
Durante años, en el Perú, la demencia ha sido una palabra incómoda. Se la ha confundido con el envejecimiento “normal”, se la ha relegado al ámbito privado de las familias y, en muchos casos, se la ha enfrentado en silencio. Por eso, la reciente publicación del Plan Nacional para la Prevención y Tratamiento del Deterioro Cognitivo, la Enfermedad de Alzheimer y otras Demencias no es solo un hito sanitario: es también una señal política y social de cómo el país empieza a pensar su propio envejecimiento.
Por primera vez, el Estado peruano reconoce de manera explícita que la demencia es un problema de salud pública que exige una respuesta planificada, sostenida y basada en evidencia. No se trata de un documento más, sino de un cambio de marco: pasar de una atención fragmentada, tardía y centrada en la especialidad, a una mirada integral que recorra todo el continuo de la vida, desde la prevención hasta el cuidado.
Las cifras explican por qué este giro era urgente. En el Perú, la demencia es ya la segunda causa de pérdida de años de vida saludables en personas mayores de 60 años. Se proyecta que el número de personas que viven con esta condición aumente de manera sostenida en las próximas décadas, mientras que la brecha de atención supera el 90 %. Detrás de estos números hay historias concretas: familias que peregrinan en busca de citas que no llegan, cuidadores exhaustos y diagnósticos que aparecen cuando la enfermedad ya ha avanzado demasiado.
Sin embargo, reducir la demencia a un problema estrictamente médico es parte del error. La evidencia internacional es clara. En un reciente artículo publicado en The Lancet, expertos en atención primaria advierten que la llamada “nueva era terapéutica” del Alzheimer no puede sostenerse únicamente en medicamentos o tecnologías de alto costo. La demencia —señalan— es mucho más que un diagnóstico clínico: es una condición que pone a prueba a los sistemas de salud en su conjunto.
No es casual que la literatura especializada describa estos desafíos como problemas perversos: complejos, inciertos, atravesados por conflictos de valores y soluciones aparentemente contradictorias. Problemas que no se resuelven con recetas simples ni con intervenciones aisladas. En estos escenarios, la lógica lineal fracasa y lo que se necesita es reimaginar cómo funcionan los sistemas, cómo se coordinan los actores y cómo se cuida a las personas a lo largo del tiempo.
En este punto emerge uno de los ejes más relevantes del nuevo Plan: la Atención Primaria de Salud (APS). Tal como planteaba Barbara Starfield, una atención primaria sólida es un delicado equilibrio entre necesidades de salud, servicios y tecnología, sostenido en cuatro atributos clave: accesibilidad, longitudinalidad, integralidad y coordinación.
Sin una APS fortalecida, el Plan corre el riesgo de quedarse en el papel. Con ella, en cambio, se abre la posibilidad de detectar antes, acompañar mejor y sostener el cuidado en el tiempo, tanto para las personas con demencia como para quienes las cuidan.
La experiencia peruana reciente refuerza este punto. Investigaciones desarrolladas en el país, como las del proyecto IMPACT Salud, muestran que el diagnóstico suele demorarse por desconocimiento y por la baja disponibilidad de especialistas. Pero también evidencian que el entorno familiar y la tranquilidad del hogar son factores decisivos para la continuidad del cuidado. Además, revelan que los cuidadores atraviesan altos niveles de angustia y estrés, y que el acceso a algún tipo de tratamiento —no necesariamente farmacológico— suele coincidir con una mejora en su bienestar emocional.
La evidencia está disponible. El desafío ahora es otro: implementar. Coordinar sectores, formar recursos humanos, reducir el estigma, cerrar brechas territoriales y sostener el esfuerzo más allá del anuncio. La demencia no se enfrenta desde un solo ministerio ni desde un único nivel de atención. Requiere soluciones en red, innovación sostenible y una alianza real entre el Estado, la academia, las comunidades y las familias.
El Plan Nacional de Demencia abre una oportunidad que el Perú no debería desaprovechar. No solo porque responde a una urgencia sanitaria, sino porque plantea una pregunta de fondo: qué tipo de sociedad queremos ser cuando envejecemos. La demencia no es solo un diagnóstico clínico; es una prueba de nuestro sistema de salud, de nuestra capacidad de organización y, sobre todo, de nuestra disposición a cuidar.

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