
En la era del etiquetado “light”, “zero” y “sin azúcar”, los edulcorantes artificiales se han posicionado como los protagonistas silenciosos de la industria alimentaria. Se presentan como la solución perfecta para quienes desean reducir su consumo de azúcar sin renunciar al sabor dulce, y están presentes en todo tipo de productos: gaseosas, postres, cereales, yogures, galletas, jugos, caramelos, e incluso en suplementos y productos para niños. Pero ¿realmente son una alternativa más saludable?
Los edulcorantes no calóricos, como la sucralosa, el aspartamo o la sacarina, son sustancias químicas diseñadas para imitar el sabor del azúcar sin aportar las calorías que esta contiene. Por años, fueron considerados aliados en la lucha contra la obesidad y enfermedades metabólicas como la diabetes, promovidos por la industria y aceptados por las autoridades regulatorias de muchos países. Sin embargo, nuevas investigaciones científicas están sacando a la luz una serie de efectos colaterales que podrían poner en entredicho su reputación.

Dulce engaño: cómo afectan al cerebro y al apetito
Estudios recientes publicados en revistas como Nature Metabolism muestran que estos edulcorantes, aunque técnicamente no aportan calorías, pueden alterar el funcionamiento del cerebro. Actúan sobre los mismos circuitos de recompensa que el azúcar, generando placer inmediato, pero sin la energía que normalmente acompaña ese estímulo. Esta desconexión puede provocar una mayor sensación de hambre, desregulación de los mecanismos de saciedad y, en consecuencia, un aumento del deseo de seguir comiendo.
“El cuerpo espera recibir energía cuando percibe un sabor dulce. Cuando eso no ocurre, el cerebro queda en un estado de insatisfacción y pide más comida”, explica Jessica Huamán, licenciada en Nutrición y coordinadora de la Plataforma de Seguridad Alimentaria. “Esto puede generar un círculo vicioso que no solo no ayuda a bajar de peso, sino que podría estar contribuyendo al aumento del sobrepeso”, añade.

La microbiota también paga el precio
Otro hallazgo clave en estas investigaciones es el impacto de los edulcorantes en la microbiota intestinal, es decir, la comunidad de microorganismos que habita en nuestro sistema digestivo y cumple funciones esenciales para la salud. Según diversos estudios, estos compuestos modifican la composición y diversidad de esta flora, afectando procesos relacionados con la digestión, la inmunidad, la regulación del azúcar en la sangre y hasta la producción de neurotransmisores.
“Una microbiota desequilibrada no solo puede generar problemas digestivos, sino que está relacionada con enfermedades metabólicas crónicas como la diabetes tipo 2, la obesidad y hasta trastornos del ánimo”, señala Huamán.

Una epidemia en marcha
En el caso peruano, el contexto es especialmente preocupante. Según datos recientes, seis de cada diez peruanos mayores de 15 años presentan sobrepeso u obesidad. Y la situación entre los más jóvenes no es mejor: el 38,4% de niños y adolescentes entre 6 y 13 años tiene exceso de peso.
La nutricionista Jessica Huamán sostiene que el uso indiscriminado de edulcorantes en productos dirigidos al público infantil —como yogures, cereales, postres y galletas— agrava aún más este panorama. “El marketing tiene un rol determinante. Estos productos se venden como ‘más saludables’ simplemente por no tener azúcar, pero no se habla de sus efectos sobre el metabolismo o el cerebro en etapas críticas del desarrollo”, advierte.

Llamado urgente a la regulación
Desde la Plataforma por la Seguridad Alimentaria, exhortaron al Estado peruano a revisar con urgencia las normas que regulan el uso de edulcorantes no calóricos. Plantean la necesidad de implementar un etiquetado claro y visible, que advierta sobre su presencia, así como restricciones a su uso en productos infantiles.
También hacen un llamado a reforzar las campañas de educación alimentaria que promuevan el consumo de alimentos frescos, naturales y mínimamente procesados. “Las soluciones frente a la obesidad no están en reemplazar un ingrediente por otro, sino en transformar los sistemas alimentarios y garantizar el derecho a una alimentación saludable, adecuada y culturalmente pertinente para todos”, concluye Huamán.
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