
En agosto del 2023, después de triunfar en las primarias, el presidente Javier Milei hizo una aparición televisiva que trascendería las fronteras del país. Milei se paró frente a un panel donde aparecían pinchados papelitos con los nombres de las distintas dependencias del Estado. Arrancó cada uno de ellos, los revoleó por el aire, mientras gritaba: “¡Afueeera! ¡Afuera!”. El periodista que lo entrevistaba, en un momento le preguntó:
-¿Y el Conicet?
-Que se ocupe el sector privado.
-Vas a tener un despelote.
-Que se ganen la plata sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad y mejor precio como hace la gente de bien. ¿Qué productividad tienen? ¿Qué han generado los científicos? No se nota su aporte. ‘Ganarás el pan con el sudor de tu frente’.
El triunfo electoral de octubre le dio a Javier Milei la posibilidad de cumplir, en la segunda mitad del mandato, sus sueños más intensos, como esos que expresó el día de los papelitos revoleados en la tele. Si hace dos años asumía un presidente de un partido minoritario, casi sin parlamentarios, hoy Milei conduce una fuerza desplegada en el territorio nacional y se ha transformado en el líder indiscutible de eso que se podría denominar –sin demasiado respeto por las categorías políticas—la centro-ultraderecha o de todas las corrientes sociales que comparten una intensa identidad antiperonista. Es un fenómeno mundial: Donald Trump se deglutió al Partido Reublicano, Niggel Farasch está haciendo lo propio con los Tories en el Reino Unido, José Antonio Kast desplazó a la tradición de centro liberal en Chile y Jair Bolsonaro fagocitó a la derecha tradicional en Brasil, para solo citar algunos ejemplos. En ese mundo, Milei es una super estrella.
Con toda esa fuerza, ahora va por todo lo que pueda. Algunas de las medidas, como la reforma laboral, son conocidas. Pero otras no tienen tanta difusión. Entre estas últimas, figura la decisión de desfinanciar completamente los Proyectos de Innovación en Ciencia y Tecnología. Nadie tiene por qué saber qué significa, pero se trata de una decisión de trascendencia dramática. Y en alguna medida, permite entender por qué el experimento mileísta no es únicamente un intento de ordenar la economía argentina bajo los principios de la ortodoxia económica. Se trata de algo mucho más profundo y extremo.
Lo que decidió el Gobierno respecto de la ciencia básica es sencillo de entender. A grosso modo, el financiamiento estatal de la ciencia argentina se nutre de dos fuentes: los salarios, las becas, que son financiadas por el Conicet, y los proyectos de investigación que, en cambio, se solventan desde la Agencia Nacional de Investigación. El Conicet es una estructura que tiene cierta autonomía en sus decisiones. Pero la Agencia depende del Ejecutivo, lo que es lógico porque los Gobierno defienden así su rol en la asignación de fondos. Eso fue establecido desde la época de Carlos Menem. Hasta la llegada de Milei, cada año se seleccionaban alrededor de 1500 proyectos, presentados por científicos muy destacados, entre alrededor de 6000. Los últimos fueron elegidos en 2022, pero nunca recibieron la financiación pactada. Desde entonces, ni siquiera se seleccionaron nuevos proyectos. Ahora se informó que toda la financiación se reduce a cero.

La decisión se apoya, evidentemente, en convicciones muy profundas. No es que el Gobierno decidió purificar una lista de proyectos según su utilidad relativa, o eliminar favoritismos hacia científicos que no los merecen. O sea: no se trata de una reforma sino de la desaparición de un sector del Estado. Lo que decidieron es que miles de científicos de distinto nivel se quedaran sin proyectos: aparentemente ninguno servía para nada. Si esos científicos quieren continuar con su vocación, deberán emigrar. Tampoco se trata de una decisión que obedezca a un criterio fiscal: el ahorro es de solo 80 millones de dólares anuales, la cuarta parte de lo que costaron los antiguos aviones de guerra comprados a Dinamarca.
La inmensa mayoría de los proyectos desestimados pertenecen a ese campo llamado ciencia básica, que se integra por investigaciones que no tienen necesariamente un resultado tangible a corto plazo. Para una persona ignorante, como el autor de esta nota, esos trabajos parecen devaneos inútiles de gente rara. Pero, claro, lo mismo podría haberse dicho de Galileo o de Copérnico: ¿para qué servía que se dedicaran a mirar el cielo? ¿Por qué no se dedicaban a algo útil? ¿Qué productividad tenían? ¿Por qué no se dedicaban a producir bienes de mejor calidad y mejor precio como la gente de bien?
En general, los países normales lamentan la emigración de investigadores. Por ejemplo, en el último documento sobre Seguridad Nacional difundido por el Departamento de Estado y firmado por el mismísimo Donald Trump, se puede leer: “Queremos seguir siendo el país más avanzado y creativo en ciencia y tecnología. Invertir en tecnologías emergentes y en ciencia básica para asegurar nuestra prosperidad, nuestras ventajas competitivas y nuestra hegemonía militar para las próximas generaciones”. En este caso, todos los incentivos se dirigen a que los cerebros vuelen hacia otros países que los valoren. Y hay muchos, porque son una fuerza laboral muy requerida.
Algunas historias particulares permiten entender qué es lo que se está eliminando. Por ejemplo, hace unos días se conoció que un grupo de investigadores argentinos crearon una vacuna que permitirá combatir los tumores de piel más agresivos. Ese resultado tan impactante arranca hace 30 años cuando un grupo de investigadores imaginó que algunos tumores podían ser desactivados si se entrenaba correctamente al sistema inmunológico para que los reconociera y los atacara. Era una idea audaz y minoritaria, porque la mirada hegemónica, por entonces, consideraba que los métodos para combatir el cáncer eran la quimioterapia y los rayos.
La convicción de que existía una vinculación entre la reacción del sistema inmunológico y la evolución de los tumores produjo otros hallazgos deslumbrantes en el maravilloso y rentable mundo de la investigación. Durante décadas, otro equipo, conducido por el biólogo Gabriel Rabinovich se dedicó obsesivamente a estudiar una proteína llamada Galectina 1. Eso les permitió descubrir que la agresividad de muchos tumores -carcinoma de colon, mama, próstata, pulmón, melanoma- está directamente relacionada con los niveles de presencia de esa proteína. Entonces, probaron que cuando se elimina esa proteína, los linfocitos se activaban y eran capaces de destruir los tumores. Finalmente, especularon correctamente que esa misma proteína, por su capacidad de inhibir la actuación del sistema inmunológico, podría servir para combatir enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple. Esos descubrimientos generaron reconocimiento internacional hacia los investigadores.
La vacuna contra el tumor de piel, o las aplicaciones de las investigaciones sobre Galectina 1 se iniciaron en la ciencia básica, que hoy se elimina. Pero no son casos aislados. Casi todos los descubrimientos –cualquiera: la vacuna sabin, la clonación de perros— arrancan en laboratorios donde se estudian cosas que, para los ignorantes, son pérdidas de tiempo y dinero.
El ambiente donde se han desarrollado estas investigaciones está sufriendo hace muchos años las penurias de la economía argentina, pero desde la asunción de Milei ha recibido estocadas que parecen definitivas. Los datos son impresionantes. El presupuesto de la Agencia Nacional de Investigación cayó cerca del 85 por ciento, el del Instituto Nacional de Tecnología Industrial un 45, el del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria un 35, el de la Comisión Nacional de Energía Atómica un 43, el del Servicio Meteorológico un 33 por ciento. Los investigadores abandonan progresivamente sus proyectos porque al déficit de financiamiento se le agrega la caída de sus ingresos en alrededor de 37 por ciento, un poco más que la de los ingresos de los docentes universitarios, que se redujeron en un 31 por ciento. A favor de Milei hay que decir, sin duda, que nada de esto debería ser una sorpresa. Se trata del cumplimiento a rajatabla de una promesa electoral: la motosierra, el topo que destruye al Estado desde adentro.

Tal vez este ejemplo, el del abandono de la ciencia básica, sirva para entender las diferencias entre la puesta en marcha de una política de reducción del gasto para derrotar la inflación y el experimento mucho más extremo que se lleva a cabo en la Argentina. Ese rasgo, el extremismo, se refleja en muchas más áreas que el conocimiento científico. La fijación del Presidente en desfinanciar el sistema de atención a los discapacitados obedece a la misma concepción, según la cual quien ocupa la conducción del país no tiene ningún derecho a cobrar impuestos para colaborar con la vida de ninguna persona. El Parlamento aprobó la ley de discapacidad en ambas cámaras. El Presidente la vetó. El Parlamento insistió con más de dos tercios de sus integrantes. El Presidente decidió desobedecer la ley. La Justicia le reclamó dos veces que cumpliera con el mandato parlamentario. El Presidente no se movió. Ahora acaba de recibir una derrota en el Congreso porque en la ley de Presupuesto incluyó la derogación de la ley. No quiere ceder en ese punto que, por alguna razón muy extraña, es neurálgico.
Y algo así también sucede con la industria. La apertura económica y el crecimiento geométrico del ingreso de productos chinos ha generado una creciente preocupación en todo el entramado productivo, y en la sociedad que lo rodea. Esta semana tuvo mucha difusión una intervención de Orlando Canido, el dueño de Manaos, en la que recordó los años noventa para explicar por qué no entiende lo que ocurre. “Me acuerdo que cerca de mi casa, en Rafael Castillo, había siete u ocho fábricas textiles inmensas. La Castelar, 6.000 empleados, producía dos telas que se exportaban a todo el mundo. Todos los guardapolvos del mundo se hacían con la tela Arciel. Hoy hay una cancha de fútbol. Y en la textil Oeste hay un Walmart. En Morón hay un Jumbo donde antes había una industria. En los 90 trajeron Chemea, que vendía tres camisas por 6 dólares, y cerraron todos. ¿Eso cómo se recupera? Quedaron 50 mil empleos genuinos perdidos. Tornerías, matricerías, todo eso se perdió”. Con otras palabras, el dueño de Techint, Paolo Rocca sostuvo lo mismo en la Conferencia Industrial de la Uia.

El Presidente insiste ya con frecuencia diaria con que todos los que plantean esos temas son corruptos, o empresaurios. Este jueves, lo dijo en su streaming preferido. “Cuando hablamos de abrir la economía aparecen los parásitos prebendarios exigiendo que los argentinos paguen más caro bienes de peor calidad. ¿A ustedes les queda claro que el que está pidiendo por protección está pidiendo salarios más bajos? La protección puede ser efectivamente vía un arancel o alguna restricción o generando una política monetaria descontrolada para devaluar: todo conduce a lo mismo, reventar los salarios y aumentar los pobres e indigentes”.
El avance arrollador de Milei incluye, en fin, una transformación radical de la sociedad argentina. Sin ciencia, con menos industria, menos rutas, menos apoyo a discapacitados, menos financiamiento a la educación pública, y menos derechos laborales. Está claro que eso obedece a una teoría en la que el Presidente cree con firmeza, según la cual todos esos sectores gastan más de lo que producen, y su desaparición no será un motivo para lamentarse sino parte de un proceso virtuoso que hará despegar a la Argentina, porque ya no deberá cargar con el peso de tanta ineficiencia.
Flor de teoría, la verdad.
Si todo está bien calibrado, como dijo hace un mes Luis Caputo acerca del techo de la banda, poca gente extrañará a la Argentina que quedará atrás.
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