
Europa enfrenta una crisis que combina factores demográficos, culturales y espirituales. No se trata sólo de economía ni de política, sino de una crisis existencial que compromete la continuidad de su civilización. Un continente envejecido, secularizado y fragmentado que, tras siglos de protagonismo civilizatorio, ha perdido la fe en sí mismo. La conjunción de la natalidad en declive, inmigración masiva mayoritariamente musulmana, y la erosión de su identidad judeocristiana, amenaza tanto su cohesión cultural como su continuidad histórica.
Desde mediados del siglo XX, la tasa de fertilidad europea permanece por debajo del nivel de reemplazo. Promedios de apenas 1,3 hijos por mujer aceleraron el envejecimiento y aumentaron la presión sobre los sistemas de bienestar. Para sostener su economía, Europa recurrió a políticas de inmigración laboral, especialmente desde regiones musulmanas. Lo que comenzó como una necesidad pragmática se transformó en un problema cultural, tal como analicé en “Europa: de necesidad a crisis”.
Según Pew Research Center, en 2016 los musulmanes representaban el 5% de la población europea, con proyecciones para el 2050 entre 7% y 14%, según diferentes escenarios migratorios. Las causas son claras: doble de tasa de natalidad, edad promedio 25% más baja e inmigración sostenida. Douglas Murray interpreta esta transformación demográfica como síntoma de una fatiga civilizatoria donde Europa se desintegra internamente, víctima de su abandono espiritual.
La laïcité de Francia no resolvió el conflicto en las banlieues, periferias de París, Marsella o Lyon, focos del radicalismo islamista que pretende el control territorial como objetivo. En Charlie Hebdo fueron asesinadas 12 personas en 2015 por publicar caricaturas referidas a Mahoma. Mismo año del atentado contra Bataclan con 90 víctimas fatales. En 2020, el profesor Samuel Paty fue decapitado en la calle por mostrar en clase una caricatura de Mahoma, y su asesino publicó la imagen de su cabeza en Twitter con un mensaje amenazante al presidente y la sociedad francesa. En 2025, un argelino asesinó a un transeúnte e hirió a dos policías en Mulhouse, gritando “Allahu Akbar”. Estos atentados, como muchos otros, no son excepciones, sino síntomas de una fractura cultural con ideologías teológicas inasimilables.
En Alemania, la inmigración turca en los ‘60, concebida como temporal, se volvió estructural pero carente de políticas de integración efectivas. Angela Merkel lo reconoció en 2010 afirmando que “el multiculturalismo ha fracasado”. Recientemente el gobierno ilegalizó una asociación islamista que promovía un califato en Europa, y encuestas indican que la mayoría de los alemanes apoya la repatriación de refugiados sirios, reflejando el agotamiento social ante la falta de integración y criminalidad.
En Italia, la reciente expulsión solicitada por Giorgia Meloni, de un imán pakistaní por incitar al odio religioso llamando a luchar contra los infieles, caso denunciado por el Ministerio del Interior, constituye una señal de que Europa empieza a reconocer que la libertad religiosa no puede ser escudo de proyectos contrarios al orden democrático, a las libertades y derechos fundamentales.
El ideal multicultural en Suecia resultó en aumento de criminalidad y choques de valores particularmente en Malmö o Gotemburgo. El Servicio de Seguridad (Säpo) mantiene desde 2024 niveles de alerta 4/5 por radicalismo islámico y advierte que la propaganda yihadista sitúa al país como blanco de un orden normativo y religioso califal en oposición a las leyes y valores democráticos.
En los Países Bajos grupos como Sharia4Holland promueven visiones jurídicas paralelas a la ley neerlandesa; y con sus particularidades, también en España y Reino Unido.
En la vereda opuesta, Hungría ha hecho de la resistencia a la inmigración musulmana su bandera identitaria. Presentándose como custodio de la “Europa cristiana”, entendiendo la inmigración no como un problema económico sino civilizatorio, su política de fronteras firmes, defensa de la familia tradicional y soberanía cultural busca preservar un núcleo moral compartido. Las fronteras húngaras devinieron en símbolo del muro cultural de Occidente, recordando que la tolerancia no implica renuncia ni la diversidad desarraigo. Hungría propone un modelo de defensa cultural que combina identidad, estabilidad demográfica y continuidad moral del proyecto europeo.
Históricamente, la identidad europea surgió como síntesis entre Atenas, Roma y Jerusalem: razón filosófica, derecho romano y ética judeocristiana. La modernidad secular socavó ese horizonte trascendente reemplazando el ámbito de competencia de la fe por la razón, y luego la razón por el relativismo. Y así, Europa perdió su cohesión espiritual y el espacio público quedó desprovisto de sentido trascendente, incluso en conceptos básicos como dignidad humana y límite moral. Y cuando ese sustento se debilita, otras narrativas lo ocupan. Europa no enfrenta una amenaza externa ni su crisis proviene de la diversidad, su conflicto es entre una identidad ausente, su vaciamiento espiritual y perdida de confianza en su propia tradición, frente a otra segura de sí misma. Europa abandonó su herencia judeocristiana y la inmigración musulmana aportó una fe viva y cohesionada. Por eso el desafío no es el otro, sino volver a tener europeos convencidos, capaces de equilibrar identidad y apertura.
Mientras los progresismos celebran la diversidad sin advertir sus fracturas, el liberalismo conservador subraya que el problema no es la inmigración, sino su desorden y falta de compatibilidad cultural y jurídica. Por ello, la inmigración debe ser legal y asimilable, es decir, afín a la cultura nacional, no por xenofobia, sino por la defensa de la soberanía y la continuidad institucional. Porque la hospitalidad sin integración es abandono moral y la compasión sin ley es caos.
Umberto Eco advirtió que una civilización muere no cuando la invaden, sino cuando deja de narrarse a sí misma. La pérdida del relato común implica la disolución del sentido, porque la comunidad sin narrativa compartida se convierte en un conjunto de individuos unidos por reglamentos y conveniencias. Europa redefinió su identidad expulsando su fe, y reemplazó el pensamiento por la corrección política y la verdad por el consenso. Y así, dejó de contarse su propia historia, sin saber por qué existe ni hacia dónde quiere ir. Similarmente, Gilles Lipovetsky definió nuestra época como la era del vacío, una sociedad autorreferencial y relativista privada de ideales trascendentes. En este marco, Europa conservó la forma democrática, pero perdió su alma cultural convirtiéndose en una civilización jurídicamente prolífica pero espiritualmente exhausta. Acumula derechos, protocolos y normativas, pero carece de un relato ético que les otorgue sentido. Por eso, sus conflictos actuales no son tanto externos como síntomas de un agotamiento interno, de una civilización que, habiendo olvidado su propósito, intenta sostenerse sólo sobre procedimientos.
Así, Europa confundió pluralidad con fragmentación política, jurídica y moral. El multiculturalismo, originalmente promovido para garantizar la coexistencia dentro de un marco jurídico común, devino en multilegalidad, dando lugar a posibles sistemas gubernamentales y normativos paralelos como un califato o la sharía, erosionando la cohesión nacional y el Estado de derecho.
Ese pluralismo sin límites y tolerancia mal entendida, degeneró en fragmentación y debilitó la base cívica de la democracia, porque Europa no supo imponer que quien la elige debe aceptar sus leyes, no reemplazarlas.
Mientras que Europa crea sólo en sus pecados y no en sus virtudes, no recuperará su dignidad. Las guerras mundiales, el fascismo, el nazismo y su pasado colonial no deben obliterar su orgullo civilizatorio, transformando su identidad en penitencia constante y su historia en vergüenza. La verdadera pregunta no es si la inmigración musulmana transformará Europa, sino si Europa desea seguir siendo ella misma valorizando lo que la hizo única. Porque cuando una civilización renuncia a su alma, su desaparición deja de ser tragedia y pasa a ser simple desenlace.
Últimas Noticias
IA con propósito: ¿cómo elegir un software que sí transforme?
Desde mi experiencia, he visto cómo muchas iniciativas de IA comienzan con entusiasmo y terminan en arrepentimiento, trabajo duplicado o herramientas subutilizadas

Reforma laboral: sin derechos no hay modernización
El cambio tecnológico exige adaptación del sector laboral, pero siempre dentro de un marco normativo sólido que garantice justicia social

La educación en el precipicio
La inversión proyectada en el Presupuesto 2026 representa un retroceso crítico en relación a los estándares previos

La guerra comercial: el empate entre Trump y Xi que marca el siglo XXI
El acuerdo entre EEUU y China en Busan estableció una tregua temporal, pero no resolvió la rivalidad de fondo por el liderazgo tecnológico y económico global
El concepto de pobreza en el cristianismo
Equiparar la pobreza económica con virtud cristiana puede distorsionar el verdadero sentido de las enseñanzas evangélicas y perjudicar a los más vulnerables




