La Ley como obstáculo y el deber político

Cuando la legalidad se percibe ajena, la transgresión se naturaliza. Por eso, la política debe asumir la responsabilidad de reconciliar las normas con la cultura

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Constitución nacional
Constitución nacional

Las constituciones ocupan un lugar central en el ordenamiento jurídico de los Estados modernos, estableciendo los fundamentos de la organización política y los derechos fundamentales de la ciudadanía, constituyendo un pacto que debe reflejar, en cierta medida, la idiosincrasia, los valores y las prácticas de un pueblo. Esta dimensión cultural resulta determinante para comprender por qué en ciertos países las normas constitucionales y legales son efectivamente cumplidas, mientras que en otros se convierten en letra muerta, obstáculos a eludir o meros ideales abstractos desconectados de la realidad social.

El contraste entre constituciones que reflejan un ethos colectivo, y otras ideales o impuestas que expresan aspiraciones alejadas de la praxis social, ofrece una clave para analizar la persistente tensión entre legalidad y anomia en países como la Argentina.

Para Clifford Geertz, el derecho es un sistema cultural más que un conjunto de normas formales. Es un lenguaje simbólico que encarna la cosmovisión de una comunidad. En este sentido, una constitución que surge orgánicamente de la historia y cultura de un pueblo tiende a gozar de legitimidad, eficacia y cumplimiento, porque sus disposiciones dialogan con los hábitos y expectativas sociales. Y así es como lo afirmaba Montesquieu, para quien las leyes deben corresponderse con el carácter de los pueblos, su religión, costumbres, economía y clima. En su visión, la norma no es un molde que transforma a la sociedad, sino un reflejo de cómo ésta ya vive.

Similares razones para que Norberto Bobbio advirtiera que la eficacia del derecho depende no sólo de su validez formal, sino de su aceptación social; así como René David para quien los sistemas jurídicos transplantados tienden a fracasar cuando se imponen en contextos culturales diferentes.

La consecuencia de esta distinción se observa en la relación cotidiana de los pueblos con sus leyes. En sociedades donde la constitución y el corpus normativo reflejan la cultura de un pueblo, sus prácticas y valores colectivos, la legalidad se percibe como legítima y el cumplimiento de la ley es un hábito social, es parte de la vida común, resultando en un sólido Estado de derecho. En cambio, allí donde la constitución es percibida como ajena, un ideal desarraigado o contradictorio con las prácticas sociales, emerge la transgresión sistemática y la percepción de la ley como obstáculo o excusa. Básicamente, una anomia, entendida según Émile Durkheim, como un estado en el cual las normas pierden eficacia regulatoria sin ser internalizadas por los individuos como parámetros de acción. Y aquí no se trata de la perfección técnica del texto constitucional, sino de su anclaje cultural, si está enraizado en la idiosincrasia colectiva o si se impone como una abstracción.

La Constitución Argentina de 1853, inspirada en el liberalismo norteamericano, estableció un ideal republicano, federal y de respeto a las libertades individuales. Sin embargo, la cultura política e institucional argentina no acompañó ese modelo. La importación de un texto constitucional avanzado y modernizador chocó con prácticas sociales marcadas por el personalismo, el patrimonialismo, la desconfianza en las instituciones y la búsqueda de atajos frente a las reglas. El resultado, según Roberto Gargarella, fue una larga historia de constitucionalismo nominal donde la letra constitucional convivió con prácticas autoritarias, caudillistas o clientelares. La constitución fue una especie de herramienta fallida de ingeniería social, no reflejando lo que el pueblo es, sino lo que debería ser. Similarmente ocurrió con la reforma constitucional de 1994, incorporando derechos de tercera generación y jerarquizando tratados internacionales, pero que en la práctica muchos de esos derechos como salud, medio ambiente y acceso a vivienda permanecen más en el plano programático que en el real.

Este desajuste estructural generó una brecha persistente entre la norma escrita y la norma vivida. Así, mientras en el plano formal la Argentina se presenta como una república federal con división de poderes y garantías constitucionales, en la práctica abundan fenómenos que la contradicen. Hiperpresidencialismo; incumplimiento sistemático en todo orden y ámbito, desde contratos hasta fallos judiciales; el uso casi rutinario de los DNU como mecanismo de reemplazo del Congreso; legislación de emergencia recurrente que contradice la previsibilidad del orden constitucional; búsqueda permanente de excepciones y judicialización de la política; dependencia financiera de las provincias por parte de Nación pese a su autonomía formal y una cultura de la transgresión donde las leyes están hechas para ser negociadas y relativizadas. Como indica Carlos Nino, Argentina es un país al margen de la ley, donde su sociedad se caracteriza por un patrón de incumplimiento generalizado desde la evasión fiscal hasta el desconocimiento de las reglas de convivencia, pasando por el desprecio hacia las instituciones. Una verdadera pedagogía de la transgresión donde la ley es un obstáculo para sortear y no la organizadora de la vida común.

La diferencia se aprecia al comparar con países que han sabido articular constituciones arraigadas en sus tradiciones. Ejemplos como Suiza que en su Constitución de 1848 reflejó el pacto confederal y el espíritu comunitario de sus cantones; o los países nórdicos como Suecia, Finlandia, Dinamarca, Noruega o Islandia, que manifiestan el caso donde el respeto a la norma se halla imbricado en un ethos cultural de confianza institucional, cooperación social y previsibilidad. Allí, la cohesión social es un factor clave para que el respeto a la ley no sea aquello que hay que hacer, sino lo que se espera hacer naturalmente. La Constitución de Estados Unidos en 1787, aún con sus enmiendas, sigue siendo el núcleo del sistema político, no por ser un texto perfecto, sino porque supo condensar el ethos cultural de los colonos: espíritu comunitario, autogobierno y primacía de las libertades civiles y religiosas. En Japón, la constitución de posguerra fue en gran medida impuesta, pero se integró gradualmente al orden social porque dialogó con prácticas culturales de disciplina y consenso. Todos estos textos adquirieron legitimidad porque expresaban una continuidad entre las prácticas históricas y la norma escrita.

Contrariamente, la Constitución francesa de 1791, escrita en un contexto revolucionario, fue pensada como ruptura total con el Antiguo Régimen. Se fundaba en principios ilustrados de soberanía popular e igualdad, pero gran parte del pueblo carecía de la cultura política para sostener ese cambio. El resultado fue inestabilidad y sucesivos cambios de régimen, hasta que finalmente se produjo su adecuación social y política. La Constitución soviética de 1936 proclamaba derechos sociales amplísimos, tanto para el trabajo, la educación y la cultura, pero en la práctica era un sistema represivo. Allí la constitución operaba como carta de propaganda, no como norma efectiva.

Y aquí cabe la pregunta si debe una constitución reflejar fielmente la cultura o debe aspirar a transformarla. La respuesta se halla en el equilibrio donde sin renunciar a su función orientadora, sea capaz de dialogar con las prácticas sociales reales y de proponer cambios que puedan ser internalizados. Porque según Bruce Ackerman, las constituciones cumplen la función de momentos constituyentes que orientan el cambio social, pero si el desfase es demasiado grande, corre el riesgo de ser ignorada.

Cuando la legalidad se percibe ajena, la transgresión se naturaliza. Por eso, la política debe asumir la responsabilidad de reconciliar la norma con la cultura, forjando una ciudadanía cuya cultura cívica viva la ley. En Argentina, no basta con reformar códigos, es necesario transformar la relación de los ciudadanos con la legalidad, anclando la norma en una identidad cultural compartida. Sólo así la Constitución será vivida, respetada y efectiva, y la ley dejará de ser externa para convertirse en un hábito colectivo que refleje valores, derechos y obligaciones. Construir este vínculo entre norma, cultura e identidad es la tarea esencial de la política si se quiere consolidar un verdadero Estado de derecho.