
El debido proceso constituye un principio estructural del Estado de derecho. Su núcleo esencial, la presunción de inocencia, juicio justo, derecho de defensa e imparcialidad de los jueces, se encuentra protegido tanto por la Constitución Nacional Argentina (art. 18) como por los tratados internacionales de derechos humanos con jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22). Sin embargo, la práctica política y mediática en la Argentina revela una peligrosa selectividad en la aplicación del principio del debido proceso, según la identidad del acusado.
Cristina Kirchner fue investigada en la causa judicial conocida como “Vialidad” por irregularidades en la adjudicación de 51 obras públicas en la provincia de Santa Cruz durante sus mandatos presidenciales (2007-2015). Se le imputó haber concedido contratos viales a la empresa de Lázaro Báez, un empresario vinculado a ella, generando perjuicios al Estado. En febrero de 2019, un Tribunal Oral Federal la condenó a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos por el delito de administración fraudulenta. La condena fue confirmada luego por la Cámara Federal de Casación Penal, y en junio de 2025, la CSJN dejó firme dicha condena.
Así, la condena firme fue resultado de un proceso judicial con todas las garantías, defensas y apelaciones posibles, llegando a la última instancia judicial, y cuya investigación aportó pruebas materiales, pericias y testimonios que sostuvieron la responsabilidad penal de CFK por corrupción en obras públicas.
Sin embargo, un amplio sector político y mediático insiste en presentar a CFK como víctima de una persecución, minimizando e incluso ignorando la contundencia de las pruebas y deslegitimando los procesos judiciales, las sentencias y confirmaciones, sosteniendo una inocencia discursiva.
La situación se vuelve aún más paradójica cuando se contrasta con lo que ocurre con el presidente Javier Milei. En su caso, no existen ni condenas, ni procesamientos, ni siquiera imputaciones sólidas derivadas de pruebas materiales. Las acusaciones que circulan contra él se apoyan en suposiciones, dichos de actores políticos o empresarios vinculados a hechos de corrupción. Sin embargo, amplios sectores opositores, mediáticos y corporativos lo declaran culpable de corrupción sin que exista siquiera una investigación judicial. Es decir, aquí la falta absoluta de pruebas no impide la construcción de una culpabilidad legítima, certera y anticipada a todo debido proceso judicial.
Este contraste entre la deslegitimación del proceso judicial y la imputación mediática convertida en equivalente de prueba y culpabilidad, revela una doble vara alarmante. Allí donde hay pruebas, pericias y una sentencia condenatoria, se proclama la inocencia; mientras que donde sólo hay rumores, testimonios de dudosa procedencia y operaciones políticas, se instala la culpabilidad como verdad incuestionable.
Detrás de esta lógica inversa en el tratamiento público de ambos casos, se observa el uso político del derecho y de los medios de comunicación que erosiona las bases mismas del Estado de derecho. En el fondo, lo que está en juego no es la defensa de la legalidad, sino la búsqueda de deslegitimación de un gobierno electo, alimentando un clima destituyente en el que la condena pública precede y suple la condena judicial.
El tratamiento diferenciado entre los casos de CFK y Milei no sólo expone una inconsistencia en la aplicación del debido proceso, sino que además revela la existencia de un patrón de hostigamiento político institucional y mediático como vector desestabilizador, que busca invalidar un presidente electo y en ejercicio. Cuando acusaciones carentes de pruebas se presentan como verdades absolutas, y cuando se instala en la opinión pública la idea de corrupción o inhabilidad sin la más mínima prueba ni intervención judicial, no se trata simplemente de un déficit comunicacional o de un error de percepción, sino de una estrategia política de matriz golpista.
En este sentido, la construcción discursiva de culpabilidad sin sustento probatorio ni mediación de un debido proceso judicial en torno a Milei no debe interpretarse como un hecho aislado, sino como la manifestación de una cultura política que tiende a deslegitimar sistemáticamente a todo otro que accede al poder mediante elecciones democráticas. Tal dinámica no sólo erosiona la vigencia de los mecanismos institucionales propios del régimen democrático, sino que además los relativiza en favor de estrategias de poder alternativas que buscan sustituirlos por atajos extrainstitucionales.
Y en este marco, la doble vara en la aplicación del debido proceso no es un hecho aislado sino un recurso estratégico eficaz para la desestabilización institucional, ya que mientras se blinda la imagen de dirigentes opositores con condena judicial, se erosiona a la figura presidencial mediante imputaciones sin sustento. Se reeditan así, con nuevos lenguajes, las viejas prácticas antidemocráticas arraigadas en la historia cultural política de la Argentina alineada con actuales patrones globales de erosión democrática.
Si a una dirigente con condena judicial firme se la absuelve en el relato político, y a un presidente electo se lo declara culpable por meros dichos, lo que se instala no es justicia, sino una forma sofisticada de golpismo blando.
La historia política e institucional de la Argentina ofrece suficientes antecedentes de estas prácticas, sumado a la experiencia comparada que muestra cómo la normalización de estas dinámicas erosiona las democracias desde adentro. Razón por la cual, la única respuesta posible es reafirmar el debido proceso como principio universal, blindar la independencia judicial y denunciar con claridad los intentos de desestabilización.
En definitiva, la defensa del Estado de derecho no consiste en proteger a tal o cual dirigente, sino en preservar la integridad del sistema democrático frente a los atajos facciosos de la cultura golpista.
En este sentido, algunas propuestas para blindar la institucionalidad bien pueden resumirse en:
Fortalecer la independencia judicial garantizando que los jueces puedan actuar sin presiones políticas ni mediáticas, evitando tanto el lawfare como su reverso, el blindaje político.
Sancionar la manipulación mediática deliberada estableciendo marcos regulatorios que no restrinjan la libertad de expresión, pero sí penalicen la difusión sistemática de noticias falsas o acusaciones sin sustento jurídico que busquen desestabilizar la democracia.
Mayor educación cívica sobre el debido proceso promoviendo programas educativos y campañas públicas que expliquen la gravedad para la institucionalidad democrática y social de no cumplir un mandato político, truncándolo deliberadamente; más lo nocivo de la cultura desestabilizadora y golpista que aún permanece en ciertos sectores políticos cuando no son gobierno y tienen funciones opositoras.
Desarrollar e implementar protocolos gubernamentales donde el Poder Ejecutivo debe contar con estrategias claras y firmes de comunicación institucional para responder rápidamente a acusaciones mediáticas sin sustento, evitando que el silencio sea interpretado como aceptación.
Reforzar jurídica y culturalmente la responsabilidad política de la oposición en sistemas republicanos, donde esta es fundamental, pero debe operar dentro de los límites constitucionales. Promover la rendición de cuentas de los actores opositores cuando recurren a prácticas de deslegitimación sistemática puede ayudar a contener los intentos destituyentes.
En conclusión, la doble vara del debido proceso es hoy una de las expresiones más claras del uso político de la justicia y de los medios en Argentina. Su peligrosidad no reside únicamente en la injusticia que produce hacia una persona u otra, sino en el efecto corrosivo sobre la confianza ciudadana y en la creación de un ambiente golpista que amenaza la continuidad democrática y todo lo pernicioso que deviene de ello. Blindar las instituciones contra este tipo de dinámicas no es sólo un desafío jurídico, sino también cultural y político, en el cual está en juego la propia estabilidad del orden constitucional.
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