
“Mi hijo no sabe estudiar”, cada tanto, alguien me lo dice con angustia. A veces con culpa, otras con frustración o desconcierto. Como si estudiar fuera algo que se trae de fábrica. Como si hubiera una única forma correcta de hacerlo. Como si no supiéramos, después de todo lo que aprendimos sobre el cerebro, que no todos aprenden igual.
En general, detrás de esa frase se esconde otra más difícil de admitir: “Mi hijo no estudia como yo esperaba que estudiara”. Y ahí empieza el verdadero problema.
Porque seguimos pensando que estudiar es sentarse en silencio, subrayar, leer mil veces lo mismo y repetir. Como si el estudio fuera un acto técnico, una habilidad que se adquiere por acumulación. Y no. Estudiar -de verdad- es un acto profundamente emocional.
El neurocientífico Antonio Damasio lo dijo hace décadas: “No somos seres racionales que sienten. Somos seres emocionales que razonan”. Si un chico no le encuentra sentido en lo que estudia, si no le despierta curiosidad, si no le habla de nada importante para su vida, su cerebro no va a poner la energía ahí. No es pereza. Es biología.
Entonces, ¿realmente tu hijo no sabe estudiar? ¿O simplemente no quiere estudiar lo que se le pide, de la forma en que se le pide, con el método que el sistema aún considera “correcto”?
El desafío no es nuevo, pero hoy se nota más. Porque los chicos cambiaron. Su manera de procesar el mundo cambió. Crecieron con pantallas, algoritmos, estímulos simultáneos y la posibilidad de acceder a cualquier dato en segundos. Pero les seguimos pidiendo que estudien como se estudiaba en 1960: con cuaderno y resignación.
No se trata de romantizar el desinterés. Se trata de comprenderlo. Porque cuando algo no anda, lo primero que hay que revisar no es al chico: es el sistema. O al menos, la propuesta.
Estudiar no es repetir. Es conectar ideas. Es entender, asociar, reflexionar, recordar y, sobre todo, sostener la atención. Y la atención hoy está siendo constantemente desafiada por estímulos que compiten por captar el foco. Nadie nace sabiendo concentrarse. Es una capacidad que se entrena. Pero no con castigos ni con gritos, sino con herramientas.
Y hay algo más que rara vez se dice: no todos los cerebros estudian igual. Algunos necesitan moverse para pensar, otros dibujar mientras escuchan. Algunos aprenden mejor explicando lo que entendieron. Otros necesitan silencio absoluto. Hay quienes retienen mejor lo que ven, otros lo que oyen, otros lo que hacen. No existe un único manual.
A veces, lo único que necesita un chico es que alguien lo observe con atención genuina y le diga: “Probemos otra forma”. Porque, una vez más, tal vez no está fallando el estudiante. Tal vez está fallando la estrategia.
Hay un mito peligroso en circulación: que para aprender hay que quedarse quieto. Y sin embargo, el movimiento activa zonas del cerebro que están directamente implicadas en el lenguaje, la memoria y la atención. El cuerpo no estorba al aprender. El cuerpo también aprende.
Tal vez estudiar no es memorizar una lista, sino imaginar un debate entre personajes históricos mientras sacan al perro a pasear. Tal vez no es subrayar con tres colores distintos, sino inventarse una historia mental para recordar un proceso químico. Tal vez es grabarse con el celular explicando un tema, como si fuera youtuber. O hacer dibujos tipo memes para representar conceptos complejos. O caminar mientras repite fórmulas. O hablar con un compañero por videollamada y que cada uno intente enseñarle algo al otro.
Sí, todo eso también es estudiar. Y no, no es menos válido que estar horas en silencio con una carpeta abierta.
Estudiar no debería ser una tortura, ni un ritual de sufrimiento, sino un descubrimiento. Una búsqueda. Un puente entre lo que les interesa y lo que necesitan saber. Y para eso, hace falta abrir el juego. Dejar que cada quien encuentre su camino para aprender. Porque cuando le damos lugar a la curiosidad, a lo lúdico, a la estrategia personal, el estudio deja de ser una obligación… y empieza a ser un superpoder.
Y si esto te suena raro, si sentís que es demasiado “blando”, pensá en esto: ¿no será hora de dejar de asociar el estudio con el sufrimiento? ¿No será más útil enseñar a nuestros hijos a disfrutar del aprendizaje que a soportarlo?
Ahora bien, esto no significa dejarlos hacer lo que quieran. Significa ayudarlos a descubrir cómo funciona su cabeza. Cuándo les rinde más, cómo organizarse, qué estrategias los ayudan a recordar. Estudiar no es solo sentarse. Es también aprender a aprender.
¿Y qué podemos hacer como adultos? Primero, desdramatizar. Que un chico no estudie “bien” no es sinónimo de fracaso. Segundo, acompañar. No con exigencias absurdas ni con reproches. Acompañar es estar cerca, es ofrecer opciones, es preguntar con interés genuino. Y tercero, revisar nuestra propia historia: muchas veces la ansiedad que sentimos frente a los estudios de nuestros hijos no tiene que ver con ellos, sino con nosotros. Con nuestras heridas escolares, con nuestras exigencias internas, con nuestros miedos proyectados.
Estudiar no debería ser un campo de batalla entre padres e hijos. Debería ser un espacio compartido de descubrimiento, de prueba y error, de autonomía creciente. Un lugar donde lo importante no sea sacarse un 10, sino aprender algo que los haga más libres, más curiosos, más capaces.
Y si hoy tu hijo dice que no sabe estudiar, tal vez no sea una tragedia. Tal vez sea una oportunidad. Una puerta abierta a algo nuevo. Tal vez sea el mejor momento para preguntarse juntos cómo se aprende en este siglo. Tal vez, solo tal vez, estén a punto de reinventar el estudio de una forma mucho más real, más útil y más humana.
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