
Las democracias del siglo XXI no suelen morir por golpes de Estado ni rupturas abruptas, sino por procesos graduales y legalistas de erosión institucional desde el interior del sistema. Los mecanismos más frecuentes mediante los cuales las democracias se degradan formalmente sin perder del todo su apariencia, son a través de reformas legales, concentración del poder, desprestigio del adversario político y deterioro del pluralismo. Por ello, la defensa de la democracia no sólo requiere reglas, sino cultura republicana, actores idóneos y responsables más una vigilancia ciudadana activa.
Durante buena parte del siglo XX, la caída de los regímenes democráticos aconteció mediante irrupciones violentas como golpes militares o disolución de parlamentos. Sin embargo, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt argumentan que en la actualidad la mayoría de los colapsos democráticos ocurren mediante la degradación lenta y legal del sistema institucional. Por ello, el nuevo desafío es la forma de detectar que una democracia está muriendo cuando aún hay elecciones, prensa y jueces.
Para ello, se identifican cuatro síntomas claros del denominado liderazgo autoritario electo: a) Rechazo o ambivalencia ante las reglas democráticas; b) Negación de la legitimidad del adversario político; c) Tolerancia o incitación a la violencia; d) Disposición a restringir derechos civiles, especialmente prensa y justicia.
Estas señales no implican una ruptura inmediata, pero anticipan una trayectoria institucional regresiva. Como sostienen Tom Ginsburg y Aziz Huq, las democracias hoy mueren por mil cortes legales, no por un solo tajo militar. Básicamente, el ganador electo utiliza mecanismos constitucionales para concentrar poder, debilitar al Parlamento, controlar los medios, cooptar agencias de control o de auditoría y colonizar el poder judicial en nombre de una mayoría electoral, derivando en un presidencialismo autoritario. Es decir, utiliza la democracia para debilitar la democracia y las herramientas del Estado de derecho contra el propio Estado de derecho.
Sumado a ello, un mecanismo sutil de erosión es el uso del aparato legal para vaciar el pluralismo, derivando en lo que Steven Levitsky y Lucan Way expresaron como “autoritarismo competitivo”. Regímenes donde existen elecciones y Parlamento, pero la competencia está gravemente distorsionada por reformas constitucionales ad hoc y manipulación del sistema electoral, preservando las formas, pero no el contenido democrático.
Argentina ha acentuado este proceso agónico de la democracia durante el kirchnerismo, manteniendo el ciclo electoral, la vigencia del Congreso, Legislaturas, Consejos deliberantes y Consejo de la Magistratura más un pluralismo básico, manifestando la erosión por la polarización extrema, el abuso de DNUs reduciendo la deliberación legislativa, judicializando la política y politizando la justicia, degradando además el perfil requerido por el rol de un funcionario público, electo o designado, cuya virtud ya no es la idoneidad y productividad sino la capacidad de obediencia o de atraer a una ciudadanía que busca más el entretenimiento o afectividad que la aptitud.
Básicamente, se coloniza el aparato estatal por redes clientelares que subordinan el acceso a derechos a la sumisión partidaria, transforma al adversario en enemigo absoluto neutralizando la deliberación democrática, y sostiene la manipulación social mediante una deliberada analfabetización de la población.
Esto es lo anticipado por Norberto Bobbio cuando sostuvo que las democracias no sólo se sostienen con normas, siendo el gobierno de las reglas, sino con prácticas sociales, convicciones cívicas y una cultura del respeto a la ley.
En Argentina, este círculo vicioso de degradación de la participación ciudadana y de la clase política, muestra signos preocupantes deviniendo hoy en lo que Pierre Rosanvallon resume como contrademocracia. Sin una ciudadanía formada y activa, y con una casta política más parecida a un conjunto de organizaciones delictivas que luchan por el control y el poder de una región, la democracia se convierte en rutina electoral sin contenido republicano.
Y aquí el factor para garantizar la sustentabilidad de la democracia fallida es la mencionada estrategia de analfabetización deliberada de la población, llevada a cabo mediante una serie de mecanismos estructurales, culturales y mediáticos que apuntan a debilitar la capacidad crítica del ciudadano común, volviéndolo más susceptible a la manipulación y menos apto para participar activamente en una democracia deliberativa. Este proceso, lejos de ser neutro, refuerza la tendencia agónica de la democracia contemporánea, una de confrontación estéril, vacía de sustancia, polarizada emocionalmente y desprovista de deliberación racional. Entre sus principales dimensiones se encuentran la degradación educativa estructural deteriorando sostenidamente el sistema educativo público resultando en generaciones con bajo nivel de comprensión lectora, razonamiento lógico y conocimiento cívico, desplazando todo ello por contenidos ideologizados o vaciados de reflexión filosófica, debilitando la capacidad de los jóvenes para pensar autónomamente. Esta “des-educación” es funcional al control social, como advertía Paulo Freire al expresar que cuando la educación no es liberadora, el sueño del oprimido es convertirse en opresor.
Otra estrategia paralela es la cultural y mediática, donde en lugar de informar y formar ciudadanos, muchos medios de comunicación masiva promueven la espectacularización de la política donde los debates son reemplazados por gritos, operaciones de prensa, fake news y opinólogos sin rigor informativo. Se realiza una concentración mediática y alineamiento editorial, donde las diferencias no se expresan como pluralismo sino como guerra de trincheras discursivas. Como advertían Edward Herman y Noam Chomsky, los medios manufacturan el consentimiento no censurando directamente, sino seleccionando qué decir, a quién invitar y cómo encuadrar las noticias.
Simultáneamente se reduce el lenguaje político a slogans, frases hechas y consignas emocionales, impidiendo pensar en términos complejos o matizados. Se utiliza un lenguaje político adaptado a una población infantilizada, donde la complejidad institucional se reemplaza por relatos mágicos, enemigos míticos y promesas milagrosas.
Otra dimensión clave de la estrategia de analfabetización es la intolerancia activa hacia la reflexión crítica, lo que Pierre Bourdieu llamó “la censura estructural” del campo intelectual, donde quienes no adhieren al discurso dominante son deslegitimados como “antipueblo”, “vendidos” o “funcionales”. Los espacios universitarios son crecientemente capturados por lógicas militantes que inhiben la pluralidad epistemológica y moral. En redes sociales, cualquier enunciado que cuestione el consenso de turno es objeto de linchamiento digital, lo que genera autocensura y empobrecimiento del debate. En palabras de Timothy Snyder, una suerte de “soft totalitarianism” que destruye los fundamentos de la deliberación democrática al criminalizar el pensamiento autónomo.
Paralelamente, el aparato estatal, consolida la dependencia del ciudadano mediante políticas asistenciales sin exigencia de corresponsabilidad ciudadana, despreciando la meritocracia, el esfuerzo y la formación, favoreciendo figuras mediáticas sin trayectoria posicionándolas como referentes sociales. Como señala Martha Nussbaum, los ciudadanos se transforman en consumidores emocionales de una política-espectáculo.
La degradada democracia argentina desde hace décadas atraviesa hoy un punto de inflexión donde debe superar la manipulación mediante la ignorancia la cual no ha sido un efecto colateral, sino una herramienta de gestión política. En lugar de fortalecer la cultura cívica, se cultivó la desinformación emocional, el ruido permanente, la cancelación del pensamiento divergente y el consumo simbólico de política como entretenimiento basado en una fidelidad afectiva más que en idoneidad.
En las elecciones de este domingo, podemos comenzar desde CABA, a construir una democracia sustantiva exigiendo excelencia en la representación legislativa. Para que la legislatura sea un foro de debate y producción de leyes para el bien común, en lugar de un teatro de insultos o guarida de vagos mantenidos por nosotros, nuestro voto debe ser resultado de una evaluación racional de perfiles de los candidatos, por su gestión e idoneidad más que por rabia o pertenencia tribal. La democracia no muere por decreto, sino por degradación cultural, abandono del disenso legítimo, captura institucional y apatía ciudadana. Esta es la oportunidad para revertir esa tendencia regresiva.
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