
Desde su fundación, en 1540, la Compañía de Jesús ha tenido un papel protagónico en la educación. Los jesuitas han sido impulsores de una pedagogía integral y humanista que ha dejado huellas en cientos de instituciones educativas.
Siguiendo el legado de San Ignacio de Loyola, comprendieron que la educación era una vía poderosa para transformar sociedades. Fundaron colegios y universidades en Europa, Asia y América y, en muchos casos, fueron los primeros en entender la enseñanza como herramienta de transformación individual y colectiva.
Los jesuitas entendían que enseñar era mucho más que transmitir conocimientos. En sus aulas se formaron generaciones de pensadores, científicos, líderes sociales y personas comprometidas con el bien común, con aprendizajes basados en el autoconocimiento, en el heroísmo o fortalecimiento de sí mismo y en la creatividad; incluso practicaban teatro como una forma de aprender a influir en la sociedad.
La pedagogía ignaciana propone aprender a mirar el contexto del alumno con el que trabajamos, a mirar las experiencias y saberes previos y a enseñar a reflexionar en pos de formar conciencia y cuestionar creencias para transformar el mundo; ideas viejas, pero que no hemos podido poner en vigencia aún.
Formar hombres y mujeres capaces de actuar con responsabilidad, compasión y solidaridad en el cuidado del otro es uno de los pilares fundamentales de esta orden religiosa. Su legado resulta profundamente actual y necesario para el mundo de hoy.
Y, en este sentido, no podemos ignorar la figura de Francisco, el primer Papa jesuita de la historia. Su formación en la espiritualidad ignaciana y su trayectoria en contextos populares son claves para entender su papado.
Francisco promueve una Iglesia con una mirada crítica sobre estructuras de poder y propone una Iglesia en salida, de puertas abiertas, que acompañe y escuche a quien quedó en el camino. Sugiere repensar los métodos evangelizadores y romper con el criterio pastoral rígido y la comodidad del “siempre se hizo así”; además, propone un poco de misericordia para que el mundo sea menos frío y lo vivamos con solidaridad.
A su vez, fue pionero desde el inicio de su pontificado, en posicionarse como líder en la defensa del ambiente. En su encíclica Laudato si’ (2015) marcó un hito al proponer una “ecología integral” que vincula la crisis ambiental con la injusticia social. Allí denuncia la explotación indiscriminada de los recursos naturales y critica el modelo económico que prioriza el lucro sobre la dignidad humana. Y enfatiza que el deterioro del planeta afecta especialmente a los más pobres y vulnerables y que cuidar la “casa en común” es una responsabilidad moral de todos.
En un mundo que enfrenta el desafío de la deshumanización, la propuesta educativa del Papa nos insta a formar conciencia crítica y pactos entre generaciones. Reconocer su aporte jesuita no es una mirada nostálgica, sino una invitación a recuperar lo mejor de una tradición que supo conjugar fe, razón y justicia. En tiempos de incertidumbre, su apuesta por una educación con sentido puede seguir marcando caminos para que habitemos un lugar más empático.
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