La extinción del juicio: para qué pensar si podemos repetir

La dinámica mediática premia la rapidez y la adhesión superficial en detrimento del análisis profundo y la construcción conceptual

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Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, con la restauración democrática y la explosión de los medios, comentaristas y analistas comenzaron a ocupar un rol visible como intérpretes de la realidad. Sin embargo, el pensamiento crítico todavía tenía legitimidad académica con intelectuales de trayectoria quienes ocupaban el centro del debate público.

Con la llegada de Carlos Menem, se acelera la lógica de mercado en los medios. La aparición del “talk show” como espacio dominante genera un nuevo formato de consumo, el panelista, experto pluridisciplinario y analista multitarea opinando sobre todo con igual liviandad.

Bajo los gobiernos kirchneristas el opinador es robustecido por figuras mediáticas que ofician de legitimadores culturales del discurso hegemónico. Se polariza el campo intelectual, donde una buena parte se alinea con el poder creando la figura del militante ideológico cuya subordinación partidaria desactiva la función crítica del pensamiento.

Junto a Mauricio Macri aparece una segunda ola de opinología, esta vez asociada a discursos del coaching, autoayuda, emprendedurismo y retórica antipolítica.

La pandemia consagró al opinólogo digital, quien sólo con una cuenta en alguna red social construye autoridad y audiencia. Una invasión de necios que, según Umberto Eco, fue el resultado de otorgar derecho de hablar a legiones de idiotas que antes sólo lo hacían en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad, pero ahora tienen el mismo derecho que un Premio Nobel.

Estos militantes ideológicos u opinólogos mediáticos, sin formación rigurosa, producción científica verificable ni trayectoria académica han colonizado el espacio público adaptando sus discursos para ser funcionales al oficialismo u oposición, pero siempre basados en el espectáculo a modo de escaparate.

Ambas figuras combinan visibilidad con ignorancia, presentándose como pensadores sin distinguir falacias de silogismos; filósofos sin formación ni creación académica; o expertos sin método. Su única competencia es la ductilidad para decir lo que el postor necesite oír en un tono atractivo para el consumo masivo.

Su auge, explica Pierre Bourdieu, se debe a que los medios no premian la idoneidad, sino la capacidad de reducir la complejidad a frases rápidas y digeribles excluyendo todo lo no vulgarizable. Similarmente Noam Chomsky explicó que el sistema no censura, filtra. Promueve a quienes comparten sus supuestos y margina a los disidentes estructurales. Esta lógica promovió a una camada de “pensadores instantáneos” que dictan cátedra en estudios de televisión, y muchos de ellos han sido convertidos en asesores del Estado, beneficiarios de fondos públicos y embajadores culturales, no por mérito sino por oportunismo.

A diferencia del intelectual como expresión del pensamiento crítico ante el poder, siempre fundado en la autonomía del juicio y la interpelación al statu quo desde la razón y la ética; el militante ideológico deja de pensar para alinearse. No critica a su propio espacio político, sino que lo embellece. Se transforma en portavoz en lugar de producir verdad. Su obra es panfletaria, su lenguaje es sectario, y su función es legitimar el discurso dominante con una pátina de profundidad. Banaliza el saber igualando erudición con frases efectistas.

Y si bien el militante ideológico suele tener alguna formación mayor que el opinólogo, coinciden en su funcionalidad. Son promovidos no por lo que saben, sino por lo que validan, ganando prominencia por convertir temas complejos en consignas virales, útiles para las batallas culturales. Y quienes poseen algún saber especializado, lo instrumentalizan ideológicamente desplazando el pensamiento por la prédica sin ofrecer sustancia sino espectáculo. Roger Scruton lo resumió expresando que ninguno de ellos busca entender, sino dominar la narrativa.

Los hay como motivadores, utilizando un lenguaje accesible y eufórico para reemplazar la formación crítica por entusiasmo emocional. Frases como “Lo importante no es tener razón, sino tener actitud” o “Hay que leer un solo diario, porque leer varios te confunde”, fueron expresadas por figuras del coaching político sustituyendo el juicio por la voluntad, la pluralidad por la estrechez. Otros cultivan una divulgación escénica, donde la reflexión se diluye en formatos teatrales, radiales o televisivos que privilegian la experiencia subjetiva sobre el rigor conceptual y el argumentativo sólido. Al decir “no hay verdad, hay vivencias. La filosofía es emoción compartida”, se deja de lado la tradición objetiva y crítica del pensamiento riguroso y sistémico en favor de un espectáculo afectivo. También proliferan los ensayistas estéticos, con escritura elegante y mirada apocalíptica, cuyas obviedades o diagnósticos cerrados son empaquetados con envoltorios filosóficos y moralizantes, para públicos que buscan más confirmación que complejidad. Ejemplo de ello es “El miedo de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia”. Están los voceros panfletarios con una retórica binaria y maniquea entre pueblo o élite, oprimidos u opresores. “No hay neutralidad: o estás con el proyecto popular o con los enemigos del pueblo”, es la típica expresión que clausura el disenso necesario del pensamiento democrático. Finalmente, los influencers de la corrección ideológica son quienes construyen notoriedad desde discursos dogmáticos que promueven una moral de adhesión obligatoria. “Si cuestionás nuestra agenda, sos parte del privilegio que queremos desmontar”, conocido enunciado que sustituye el debate por una nueva incuestionable moralización disfrazada de emancipación.

En ningún caso la autoridad surge del saber sino de la exposición; no del pensamiento sino de la utilidad discursiva. Básicamente son retóricos ornamentales que operan más como branding político que como reflexión genuina.

Cabe mencionar que el periodismo también fue afectado por la degradación del pensamiento. Así como muchos intelectuales fueron desplazados por el pensador instantáneo u opinador, los periodistas se vieron sustituidos por panelistas, tuiteros editorializantes o relatores emocionales de actualidad. En lugar de investigar, contrastar fuentes, verificar datos o comunicar manteniendo una ética de imparcialidad razonable, ahora supedita el dato a la narrativa, reemplaza información por militancia, afirma sin evidencia, opina desde el yo y dramatiza en lugar de contextualizar. En lugar de decir que “el proyecto de ley fue aprobado”, dice que “una nueva aberración fue impuesta por esta clase política decadente”; en lugar de decir que “el ministro se negó a responder sobre la causa judicial en curso”, se dice que “el silencio del funcionario confirma lo que todos sabíamos, impunidad, cinismo y complicidad”. Así, se vacía el oficio perdiendo toda verdad, fortaleciendo la identidad ideológica y debilitando el pensamiento. Los medios y aparatos de propaganda institucional reemplazaron la investigación por la visibilidad, y el disenso informado por la convicción sin pruebas. La descripción del hecho fue desplazada por una interpretación que anticipa el juicio moral, no recibiendo el público información para pensar sino un veredicto para repetir.

Bajo la descripción de Gilles Lipovetsky, en esta cultura de la inmediatez, del narcisismo y del vacío disfrazado de emoción, el opinólogo y el militante venden entusiasmo y lucha, pero ninguno pensamiento.

Por todo ello es imperioso recuperar el valor de la formación, del juicio crítico y de la ética, restaurando la responsabilidad epistémica y al intelectual como figura incómoda comprometida con la verdad antes que la conveniencia. Porque como advirtió Julien Benda, el pensamiento pierde su sentido al convertirse en vehículo de pasiones políticas. El pensamiento es demasiado importante como para dejarlo en manos de quienes lo usan para conseguir contratos, aplausos o favores, ya que una sociedad que no distingue entre parecer y saber está condenada a confundir obediencia con pensamiento, y espectáculo con cultura.