El mapa de Instagram y la trampa de la visibilidad: control, deseo y exposición en tiempo real

El cuerpo ya no se presenta solo en el encuentro, sino que circula previamente como localización, imagen, gustos, estadísticas de pasos o expresiones de emojis, GIFs o stickers

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Instagram añadió un mapa en el que se puede ver dónde están los amigos del usuario en tiempo real

La reciente incorporación del “Mapa de amigos” en Instagram es, a priori, un avance más hacia una hiperconexión sin fisuras. Pero bajo esta novedad tecnológica se esconde una tensión central de esta nueva cotidianeidad: ¿cuánto de lo que compartimos responde al deseo de vínculo y cuánto al mandato de exposición? Esta pregunta resuena con especial fuerza en el universo de los vínculos socioafectivos momentáneos, un terreno donde las aplicaciones, el algoritmo y la mirada del otro se entrelazan con nuevas formas de encuentro, sobre todo en la comunidad LGBTIQ+, donde el territorio y la visibilidad siempre han tenido un peso político, emocional y de supervivencia.

Desde una perspectiva psicosocial, el cuerpo ya no se presenta solo en el encuentro, sino que circula previamente como localización, imagen, gustos, estadísticas de pasos o expresiones de emojis, GIFs o stickers. El deseo se anticipa, se cartografía, se indexa. Y si bien estas herramientas pueden generar cercanía, también configuran un nuevo tipo de vulnerabilidad: saber dónde está el otro en tiempo real puede evocar una falsa sensación de intimidad que se consume tan rápido como una historia de Instagram.

En los vínculos socioafectivos breves, típicos del uso de apps como Grindr, Tinder o incluso el propio Instagram, el mapa puede parecer una solución logística: acortar distancias, evitar esfuerzos innecesarios, “saber con qué y con quién nos podemos encontrar”. Pero también instala una ilusión de control que, en el fondo, confronta con lo impredecible del encuentro humano. Al ver al otro en el mapa, antes de mirarlo a los ojos o escuchar su voz, ya lo ubicamos, lo contenemos en una cuadrícula, lo volvemos previsible. Y esa previsibilidad, en apariencia funcional, a veces termina vaciando el espacio para la sorpresa, la afectividad y el riesgo inherentes a la entrega a un vínculo real.

En las comunidades LGBTIQ+, donde el mapa ha sido históricamente un arma de doble filo -para encontrarse y para ser perseguidos-, esta función revive la tensión entre visibilidad y seguridad. Para muchos varones gays o personas trans, por ejemplo, mostrarse en tiempo real no es una trivialidad: implica negociar con el deseo de ser vistos y con el miedo de ser identificados, rechazados o incluso violentados. A su vez, en un contexto donde la validación digital suele ocupar el lugar del reconocimiento, mostrarse en el mapa puede ser una forma de decir “existo”, aunque esa existencia dependa del scroll de un otro.

Así, el mapa no es solo una herramienta: es una nueva escena vincular, una superficie donde se juegan el deseo, la vigilancia, la ansiedad por el otro, la inmediatez, el control. Y donde muchas veces el cuerpo, lejos de presentarse como en los viejos rituales de seducción, queda reducido a un punto en movimiento, una presencia que puede ser observada pero no necesariamente comprendida ni valorada.

Tal vez lo más inquietante no sea que podamos ver dónde están nuestros amigos, nuestros amantes o nuestros ex, sino que cada vez sea más difícil preguntarnos desde dónde estamos nosotros cuando los miramos. Porque en esta cultura de la exposición constante, estar disponibles se parece demasiado a estar desprotegidos. Y tal vez la verdadera revolución sea poder elegir cuándo no mostrarse.