
En el siglo XIX, visitar hospitales psiquiátricos era una atracción frecuente: el público pagaba para pasear entre los pabellones y ver a personas con enfermedades mentales, convirtiendo su padecimiento en espectáculo. La crudeza de esa práctica ganó verdadera visibilidad cuando, en 1887, la periodista Nellie Bly fingió un episodio de locura y consiguió que la internaran en el asilo de mujeres de Blackwell’s Island. Permaneció allí diez días como una paciente más, con el fin de investigar y mostrar desde adentro las condiciones que sufrían las internas.
Según lo revelado por Bly en el New York World y confirmado por registros históricos citados por expertos como Janet Miron y Troy Rondinone en Atlas Obscura, el fenómeno del turismo en asilos psiquiátricos creció notablemente durante el siglo XIX tanto en Estados Unidos como en Inglaterra.
En Nueva York, el asilo de Blackwell’s Island había sido inaugurado en 1839 pensado para 1.000 personas, pero hacia fines de la década de 1880 albergaba a casi 1.700, la mayoría provenientes de sectores vulnerables. De acuerdo con estos relatos, turistas y ciudadanos curiosos pagaban una tarifa para ingresar y ver en vivo a los pacientes recluidos, en muchos casos sin ningún filtro ni consideración ética, con la excusa de observar los métodos de tratamiento o, al menos formalmente, “sentir compasión” por los enfermos.

Sin embargo, la intención real de las visitas se alejaba del humanismo: los visitantes solían recorrer los pabellones como si se tratara de un zoológico, en los que se exhibía el dolor y la vulnerabilidad de las personas internadas. Janet Miron, en Prisons, Asylums and the Public, sostiene que existía una contradicción insalvable entre la supuesta finalidad benéfica de estas visitas y el efecto que provocaban sobre los pacientes, quienes muchas veces se exponían ante extraños o, en situaciones más graves, sufrían burlas y humillaciones.
Los propios directores de los hospitales defendían la apertura al turismo no sólo como fuente de ingresos, sino como una manera de obtener una supervisión social sobre las condiciones del lugar, aunque en los hechos, la rutina diaria de los internos continuaba marcada por la indiferencia y el abandono.
Según Troy Rondinone, autor de Nightmare Factories: The Asylum in the American Imagination, las prácticas en hospitales como Blackwell’s e incluso en Bedlam —el histórico asilo de Londres— reflejaban una sociedad que entendía la salud mental desde la ignorancia, el miedo y el prejuicio. Los tratamientos aplicados a las personas con enfermedades mentales incluían sangre, duchas heladas, aislamiento, atadura física y privaciones extremas.

La imagen de los internos atados o inmovilizados formaba parte del espectáculo y profundizaba la distancia con los visitantes, que solían salir de la experiencia sintiéndose afortunados de estar “del lado sano” de la reja.
La llegada de Nellie Bly como paciente infiltrada cambió el rumbo de la cobertura mediática sobre los asilos. Fingió delirar para lograr su ingreso y, una vez adentro, adoptó una actitud sensata y lúcida en todo momento.
Según sus relatos, cuanto más racional se mostraba, más convencidos estaban los médicos de su supuesta locura. Allí comprobó con sus propios ojos la crudeza del trato: comidas en mal estado, carencias alimentarias, golpizas sistemáticas y tareas repetitivas impuestas como castigo. Bly denunció en sus publicaciones que denunciar cualquier tipo de maltrato resultaba inútil, porque el personal justificaba las quejas como manifestaciones de delirio.
De acuerdo con el análisis de Miron, el cierre progresivo al turismo abierto no se tradujo en una mejora de las condiciones internas ni en mayor protección para los pacientes. Hacia fines del siglo XIX, la llegada de inmigrantes y el aumento de la pobreza intensificaron el hacinamiento y la marginalidad.

Las pacientes de asilos públicos como Blackwell’s eran, principalmente, mujeres de bajos recursos o extranjeras, mientras que los sectores acomodados podían acudir a sanatorios privados, lejos del ojo público. Rondinone explicó que la desigualdad también se reflejaba en el carácter de las visitas turísticas: lo que había comenzado como un entretenimiento para las clases altas, pronto degeneró en una práctica criticada y opaca, de la que sólo quedaban registros parciales y testimonios fragmentarios.
El impacto de la cobertura de Bly se reflejó casi de inmediato. Al publicar la serie de artículos y posteriormente el libro Ten Days in a Mad-House, la periodista obligó a la sociedad neoyorquina a enfrentar la realidad del asilo. Las denuncias encontraron eco en otros medios y en informes oficiales, y favorecieron un proceso de reforma de los hospitales mentales y de los derechos de las personas con afecciones psiquiátricas. Menos de una década después, el asilo de Blackwell’s Island cerró sus puertas y las autoridades avanzaron en leyes de protección y supervisión más estricta.

El turismo macabro en los manicomios fue, en sus orígenes, una derivación de la curiosidad social y el desconocimiento, pero también una forma de control y explotación sobre los más vulnerables. Gracias a la valiente denuncia de Nellie Bly, una periodista que arriesgó su libertad y su bienestar para cambiar el destino de miles de personas, esa costumbre quedó al descubierto como síntoma de una sociedad que debía cambiar. Hoy, los paseos por antiguos asilos sólo ofrecen la historia de lo que nunca debe repetirse.
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