
Que haya poquísima información es parte del asunto. Parte de la invisibilización de las mujeres que construyeron la historia argentina y cuyas acciones permanecen tan desconocidas que ni sus nombres suenan en el inconsciente colectivo.
Se sabe muy poco de María Catalina Echevarría, pero de lo poco que se sabe hay cinco días de su vida que cambiaron la historia de nuestro país: fue ella la autora material de la primera bandera argentina. Esa que este viernes tiene su Día de la Bandera en conmemoración de la muerte del hombre al que se le ocurrió ese estandarte celeste y blanco que hasta hoy nos representa.
La historia oficial es sabida: Manuel Belgrano, enviado por el Primer Triunvirato a resistir cualquier embate de las fuerzas realistas a lo largo de los ríos Paraná y Uruguay, supo que sus tropas debían tener alguna forma de identificarse en plena batalla. Era la forma más eficaz de asegurarse que esos soldados de una patria que empezaba a existir se reconocieran entre sí y no se mataran entre ellos en pleno combate.
Por orden de Belgrano, las tropas revolucionarias empezaron a vestir una escarapela. Pero el patriota, que había sido integrante de la Primera Junta de Gobierno en mayo de 1810, quiso ir por más. Le pareció que a una nación que estaba en plena formación le hacía falta un estandarte. Un pedazo de tela que se convirtiera en una forma sintética, simbólica y potente de representar esa patria revolucionaria que aún no había completado su proceso independista pero que se acercaba cada vez más a ese objetivo.

Belgrano estaba en Rosario cuando supo que todo eso era importante. Las autoridades porteñas no querían saber mucho sobre esas escarapelas y mucho menos sobre una bandera, pero el enviado a los ríos Paraná y Uruguay sabía que era central tener algún símbolo que agrupara a sus soldados, tanto para que se reconocieran durante los enfrentamientos como para que se sintieran unidos detrás de un mismo objetivo.
Pero para lograr el paso de pequeñas escarapelas a una bandera, Belgrano necesitaba a alguien que ejecutara su idea. A alguien que cargara con la autoría material de su autoría intelectual. Y allí estaba, lista para cumplir un rol fundacional de nuestra historia, María Catalina Echevarría.
En febrero de 1812, cuando le tocó encabezar la confección de la primera bandera argentina, María Catalina tenía 29 años, un marido y un hermano que era abogado pero que, sobre todo, era amigo cercano de Manuel Belgrano. Tan cercano que la casa de Vicente Anastasio Echevarría, el hermano de María Catalina, fue la que alojó en Rosario a ese hombre que estaba convirtiéndose en prócer.
María Catalina y Vicente Anastasio eran los hijos de un inmigrante vasco y una criolla. La muerte temprana de su padre y su madre los dejó huérfanos cuando eran niños, pero Pedro Tuella y Nicolasa Costey, un matrimonio amigo de sus padres, los adoptó y los crió en esa ciudad a la orilla del Paraná en la que habían nacido.

La amistad entre Belgrano y Vicente fue el puente que se tendió para que María Catalina conociera al hombre que estaba pergeñando la bandera nacional. Que ella se convirtiera en la costurera principal de esa bandera fue asunto de familia: los Tuella, que habían criado a Catalina y a Vicente, tenían un almacén de ramos generales bastante destacado en Rosario. Y ese establecimiento vendía, entre otras cosas, telas.
La cercanía con María Catalina, que era la hermana de su amigo y anfitrión, y la disponibilidad de telas hizo de esa estadía de Belgrano en lo de Vicente Anastasio Echevarría la ocasión perfecta para avanzar con esa bandera que imaginaba. Así que María Catalina, que había aprendido a coser varios años antes, puso manos a la obra. Se decidió que usaría un paño de raso de seda blanco y otro celeste, ambos alineados de forma vertical.
La hechura de la primera bandera argentina llevó cinco días y María Catalina no estuvo sola en la tarea. Dos vecinas que también conocían las artes de la costurería se sumaron al trabajo y, también, a la revolución: del trabajo artesanal de ellas tres saldría la primera bandera nacional. Se abocaron a la costura sabiendo incluso que ese estandarte no sólo disgustaría a las tropas realistas, el enemigo obvio de las tropas de Belgrano, sino que también podía enojar a las autoridades centrales del Primer Triunvirato, que gobernaba desde Buenos Aires.
Nada de eso importó. Belgrano estaba convencido y María Catalina y sus dos vecinas -cuyos nombres la historia no logró recuperar-, también. Fueron cinco días de trabajo artesanal y de nerviosismo: según reconstruiría después la historiografía, Belgrano supervisaba demasiado de cerca a las costureras, obsesivamente y ansioso por el fin de la tarea.

A los paños de raso celeste y blanco se sumó otro insumo conseguido en el almacén de ramos generales de los Tuella. Con hilo de oro, las costureras imitaron una característica habitual de los estandartes de la Corona española: una especie de “flequillo” dorado que coronaría la bandera revolucionaria. Hasta en esos detalles se quería estar a la altura: el símbolo de la nación que apenas despuntaba no sería menos que el de ninguno de sus enemigos.
Pasados los cinco días de trabajo y estrés -una palabra ajena a los primeros años del siglo XIX, pero estrés al fin-, la bandera estuvo lista. Era momento de hacerla pública con toda la solemnidad del caso. El 27 de febrero de 1812, a orillas del río Paraná, ese paño celeste y blanco fue izado por primera vez. La orden la había dado Manuel Belgrano, su autor intelectual. Una mujer se ocupó de llevar en sus manos la enseña revolucionaria para que fuera izada: era María Catalina, la mujer que había materializado esa idea poniéndose en riesgo ante las flamantes autoridades nacionales. La mujer que le había puesto las manos y las horas a un símbolo que llega hasta nuestros días.
La historia tardó en reconocer su rol, y hasta hoy su nombre es apenas conocido. Una calle de Rosario se llama como ella y en la catedral de esa ciudad, un vitral muestra el momento del primer izamiento a orillas del Paraná y la incluye. El reconocimiento más importante está en el Monumento a la Bandera, frente al río que vio nacer la enseña patria. Allí, un bajorrelieve esculpido por el artista Eduardo Barnes en la Sala de Honor, la inmortaliza sosteniendo la bandera para que sea bendecida. Es una forma de mostrarla como parte de esos días fundacionales de la patria.
Su nombre sigue siendo casi desconocido, como el de tantas otras mujeres que fueron necesarias para que la historia argentina sea como fue. Pero su trabajo fue tan fundamental que vale la pena recordarlo.
Últimas Noticias
El increíble caso de Thomas Quick: el falso asesino en serie que engañó a la justicia de Suecia
Durante más de una década se hizo pasar por el peor criminal de Europa, pero una investigación periodística destapó la verdad y cambió para siempre la historia de los tribunales suecos

De la imaginación a la realidad: las predicciones visionarias de H.G. Wells
Sus novelas describieron avances como embriones quiméricos y puertas automáticas. Esto mostró el poder inspirador de la literatura en la innovación moderna

Prisión domiciliaria y persecución de ideas: cuando la Inquisición obligó a Galileo a detestar sus propias investigaciones
El astrónomo adhería a los descubrimientos de Copérnico, que ubicaba al Sol en el centro del universo y a la Tierra girando a su alrededor. Fue perseguido y murió encerrado

Sexo, mafia, terrorismo y silencios extraños: la misteriosa desaparición de una joven de 15 años que vivía en el Vaticano
Emanuela Orlandi desapareció el 22 de junio de 1983 sin dejar rastros luego de una clase de música en el centro de Roma. No se supo más de ella ni tampoco se encontraron sus restos. Un caso donde se mezclan hipótesis de abusos sexuales por parte de religiosos, de negocios de la mafia con el Banco vaticano y de supuestas organizaciones con la apertura de tumbas vacías y la existencia de una misteriosa mujer a la que el Vaticano mantuvo oculta durante años

A 35 años de la demolición de Checkpoint Charlie, el paso fronterizo más tenso del Muro de Berlín y símbolo de la Guerra Fría
En noviembre de 1989 se derrumbó la división entre Alemania Occidental y Oriental. Meses más tarde, en junio de 1990, se tiró abajo el puesto de control más simbólico de aquellos años. En su lugar hoy se encuentra una réplica de la caseta original, convertida en atracción turística y punto de reflexión sobre el pasado reciente de Alemania
