
Una tarde de septiembre de 1997, tres adolescentes del oeste de Irlanda emprendieron en bicicleta un paseo hasta los acantilados de Moher, en el condado de Clare.
Peter Fitzpatrick, 13 años, iba acompañado por su hermano Stephen y un amigo de ambos.
La idea era bajar hasta la playa para sacar unas fotos para un proyecto escolar. Los tres eran locales, conocían el terreno, y habían transitado más de una vez aquel sendero empinado que desciende desde el camino costero hasta la base de los acantilados.
Dejaron las bicicletas en la parte alta del acantilado y comenzaron a bajar. No era una aventura improvisada: sabían adónde iban.
Pero el descenso, aunque familiar, escondía riesgos. Peter explicó años después, en una entrevista con The Circular, lo siguiente: “Empezamos a caminar por esta pendiente muy empinada que te lleva al fondo de los acantilados. Los tres bajamos, pero yo me caí todo el camino hacia abajo, empecé a rodar”.
Según detalló en diálogo con RTÉ 2FM, se trataba de una zona donde “no mucha gente baja porque no se la conoce”.
Fitzpatrick cayó aproximadamente quince metros y se estrelló contra las rocas húmedas del fondo. Su hermano logró descender para auxiliarlo, mientras el amigo subía nuevamente por el sendero hasta alcanzar la carretera, donde consiguió detener un autobús de turistas.

“Mi amigo salió corriendo al camino y detuvo un autobús, y por suerte había un médico a bordo. Vino directamente a ayudar”, contó Peter a Humans of Dublin.
Los primeros auxilios improvisados no bastaban: el estado del niño era crítico. Había perdido el conocimiento. “No recuerdo nada, cero. Solo sé lo que me contaron”, declaró al medio irlandés RTÉ.
La gravedad del accidente exigía una operación de rescate de gran escala. Se activaron los protocolos de emergencia. El helicóptero de rescate fue llamado, pero las condiciones climáticas eran adversas.
La niebla había comenzado a cubrir la costa, dificultando la localización exacta del accidentado. “Había mucha niebla esa noche, y yo estaba tan cerca del acantilado que era difícil que el helicóptero me ubicara”, añadió en diálogo con Irish Independent.
Ante la imposibilidad de evacuarlo por aire o mar, los rescatistas no tuvieron otra alternativa que sacarlo nuevamente por el acantilado. Bajaron un paramédico y tres hombres más para asegurar a Peter a una camilla.
“Había total silencio en los acantilados, todo era señales de radio y silbatos para subirme a la cima”, dijo a RTÉ.
El operativo no fue inmediato. Las condiciones empeoraban. En la página Humans of Dublin, Peter relató que “llevaron lo que pudieron para mantenerme abrigado, pero el rescate tomó otras seis horas por la niebla, y ni el helicóptero ni el bote pudieron acercarse lo suficiente a la costa.

“Cuando vieron que no funcionaría, enviaron a alguien a los tres pubs de Doolin para reunir a todos los hombres que pudieran”, relató al Facebook Humans of Dublin. Se montó un sistema de poleas y trípode, y alrededor de 50 personas colaboraron en el ascenso manual.
El trabajo se prolongó hasta después de la medianoche. “Caí alrededor de las seis de la tarde y me rescataron recién a las 12 de la noche”, agregó.
Al llegar arriba, lo esperaba su madre, Lorraine. En The Circular, se reconstruye la escena con sus propias palabras:
“Cuando lo subimos, era un desastre. Miré su cabeza, era como el doble de su tamaño. Estaba en shock. Luego abrió los ojos, iba y venía de la conciencia mientras lo subían, y cuando los abrió, sus ojos estaban completamente negros”, dijo su madre.
En el hospital, Peter fue operado de inmediato. Había sufrido fracturas múltiples en la pierna, la rodilla, las costillas, la mandíbula, la nariz y además tenía el bazo roto.
Su madre fue advertida esa noche de que su hijo no sobreviviría. “Le dijeron que no lo iba a lograr esa noche, pero lo hice”, recordó él mismo en la misma entrevista con The Circular.
El pronóstico inicial era sombrío. Los médicos lo mantuvieron en coma inducido durante dos semanas, y pasó casi un año hospitalizado.
“Tuve que aprender a caminar de nuevo”, relató a Humans of Dublin (Humans of Dublin).
A pesar de la magnitud de sus heridas, su cerebro no sufrió daños. “Fue un milagro no haber tenido lesiones cerebrales”, declaró a Irish Independent,
En los años posteriores, la historia de su accidente se convirtió en parte del imaginario colectivo de Doolin. Fitzpatrick admite que hay amigos a quienes nunca les contó lo que le pasó. “Soy conocido como el chico que se cayó de los acantilados, pero hay amigos a los que nunca les conté esto”, dijo a RTÉ.
Hoy vive en Dublín, donde trabaja como yesero y contratista. Aunque no conserva recuerdos del accidente, afirma que con el tiempo ha aprendido a valorar su suerte.
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