
Nueva York nació vinculada al comercio, mucho antes de crecer como metrópoli global. Desde la llegada de los primeros europeos en el siglo XVII, la ciudad fue pensada como enclave portuario y centro de intercambio, marcada por la búsqueda de riqueza, diversidad cultural y libertad relativa.
El Museo de la Ciudad de Nueva York narra este proceso desde sus inicios, mostrando el pulso honesto de resurgimientos, conflictos y reinvenciones que llevaron a la ciudad desde la colonia a la capital cultural del mundo.
1609–1664: puerto de intercambio y colonia neerlandesa
La historia comenzó en 1609, cuando el explorador inglés Henry Hudson, al servicio de los Países Bajos, navegó por la bahía de lo que luego sería Nueva York y se encontró con el pueblo Lenape. El objetivo neerlandés era acceder al comercio asiático y aprovechar recursos como pieles, tierras fértiles y plantas.
Así nació Nueva Ámsterdam, fundada y controlada por la Dutch West India Company, y convertida rápidamente en un centro plural donde se encontraban comerciantes holandeses, inmigrantes europeos y africanos esclavizados.

Para 1640, la ciudad ya funcionaba como eje portuario y puerta de entrada a nuevas tierras, con poblaciones extendidas en Brooklyn, Staten Island, Queens y partes de Nueva Jersey. Se instauró un sistema de tolerancia relativa y pluralidad, aunque sujeto a intereses mercantiles y diferencias sociales profundas.
1664–1775: Nueva York bajo la corona británica
Inglaterra tomó el control en 1664 y rebautizó la ciudad como Nueva York. Sobre la base comercial neerlandesa, creció como puerto imperial, centro de intercambio de mercancías y de personas, incluidos esclavos africanos. El comercio transatlántico de azúcar, algodón y ron aportó vitalidad económica, pero también reforzó las desigualdades raciales y religiosas.
Judíos, protestantes franceses, irlandeses, alemanes y escoceses llegaron al puerto, formando un tejido social diverso bajo reglas de segregación estrictas, especialmente para católicos y afroamericanos.
A las vísperas de la Revolución Americana la ciudad ya era uno de los centros económicos más activos del continente, con conexiones profundas a Europa y al Sur estadounidense.
1609–1898: densidad, diversidad y dinero
Desde sus inicios, la densidad poblacional, la diversidad cultural y el dinero dominaron la evolución de Nueva York. Cada ola migratoria y cambio político intensificó la mezcla de costumbres, idiomas y sueños.

El impulso mercantil fue el motor constante, impulsando la innovación urbana y sentando las bases para una ciudad siempre inquieta y capaz de reinventarse.
1776–1827: renacimiento sobre ruinas
La Revolución Americana marcó un punto de inflexión. Tras la salida de las tropas británicas en 1783, la ciudad quedó devastada: un cuarto de sus edificios destruidos, la población disminuida y recursos escasos. Desde esas cenizas, los neoyorquinos apostaron por el mar y la reconstrucción portuaria.
Durante su breve periodo como capital nacional (1789–1790), Nueva York se encaminó a algo mayor: la construcción de la “Empire City”, liderada por comerciantes, banqueros y políticos visionarios. La transformación fue tangible: la población subió de 33.000 habitantes en 1790 a más de 96.000 en 1810. Superó a Filadelfia y aprovechó la apertura del Canal de Erie en 1825, que la conectó con el interior del país y consolidó su protagonismo comercial.

Un dato clave: Nueva York mantuvo la esclavitud medio siglo después de la Revolución Americana. La libertad declarada dejó a muchos fuera.
1810–1865: enfrentar la densidad, nuevas obras y tensiones
El crecimiento explosivo trajo consigo nuevos problemas urbanos: hacinamiento, enfermedades y falta de vivienda. Afroamericanos libres, inmigrantes y sectores pobres padecieron con más dureza el auge de la densidad.
Ante este desafío, la ciudad impulsó obras públicas inéditas: en 1811, el innovador sistema de cuadrícula ordenó Manhattan hacia el norte, mientras en Brooklyn y los barrios circundantes se expandían acueductos y redes de agua para abastecer a la población. La modernización urbana avanzó junto a tensiones sociales y desigualdades profundas, convirtiendo la superpoblación y la pobreza en parte del ADN neoyorquino.
1830–1865: la nueva diversidad
La variedad se acentuó a medida que migrantes de Europa, sobre todo irlandeses y alemanes, arribaban en masa —huidos de la hambruna irlandesa y la inestabilidad política germana—. Para 1855, dos tercios de los 630.000 habitantes de Nueva York habían nacido fuera de Estados Unidos. La ciudad se convertía en el primer polo de la diáspora judía, reservando también espacio al Yiddish entre los muchos idiomas urbanos.
El cruce de culturas, oficios y esperanzas —sumando a los neoyorquinos nacidos libres y afroamericanos— dio forma a barrios enteros, nuevas expresiones callejeras y modos de vida colectivos. Así florecieron la cooperación y la organización social en medio de la precariedad y la búsqueda de oportunidades de empleo y vivienda.
1898–1914: el nacimiento del gigante desconocido
La ciudad moderna surgió oficialmente en 1898, cuando los cinco boroughs —Manhattan, Brooklyn, Queens, el Bronx y Staten Island— se consolidaron en una sola metrópoli. Fue una expansión inesperada y sin precedente: millones de inmigrantes cruzaron por Ellis Island, formando barrios multilingües sobre las avenidas de concreto y acero.

Hacia 1914, Nueva York era el segundo puerto más activo del planeta, superada solo por Londres. El horizonte urbano se elevó con edificios emblemáticos como el Flatiron (1902), Singer Building (1908) y Woolworth (1913).
Dato revelador: en solo 16 años, Nueva York pasó a liderar la economía estadounidense, abriéndose a la modernidad.
1914–1929: de la guerra a la ciudad vibrante
La Primera Guerra Mundial elevó el perfil de la ciudad cuando se transformó en proveedor internacional de armas y crédito. Al terminar el conflicto, Nueva York superó a Londres como principal puerto y centro financiero.
Los años veinte trajeron un Manhattan de rascacielos y jazz. Harlem floreció con migrantes afroamericanos. Las mujeres y la diversidad sexual ganaron mayor protagonismo público. La diversidad se volvió cultural y política, no solo demográfica.
Hecho impactante: más de un tercio de los neoyorquinos en los años veinte había nacido en el extranjero. Una ciudad global antes de que eso fuera un lema.
1929–1941: ruina y reforma
El desplome bursátil de 1929 detuvo el auge. Un millón de personas quedaron desempleadas, la pobreza y las soluciones improvisadas dominaron las calles. Familias enteras compartían departamentos o vendían manzanas por centavos.

La respuesta fue el New Deal. Fiorello La Guardia, como alcalde, y el presidente Roosevelt impulsaron puentes, parques, hospitales y universidades públicas. No se curó completamente la economía, pero sí se sembró la idea de una ciudad para todos.
1941–1960: la capital del mundo
Tras la Segunda Guerra Mundial, Nueva York se volvió símbolo de poder económico, político y cultural: Wall Street, Madison Avenue, Broadway, la ONU.
La ciudad también lideró la moda mundial: Anne Klein, Pauline Trigère y otros diseñadores desplazaron el eje desde París. El “New York look” nació entre vitrinas de Tiffany y escaparates de la Séptima Avenida.
Escena inolvidable: la vidriera de Tiffany y un vestido negro, sello de Breakfast at Tiffany’s, consolidaron la imagen de glamour de la ciudad.
1960–1980: identidad en crisis
Durante las décadas del sesenta y setenta, el auge económico dio paso a la desindustrialización y al cierre de puertos. Las clases medias blancas emigraron a suburbios, el desempleo y la violencia golpearon a afroamericanos y puertorriqueños, y en 1975 la ciudad rozó la bancarrota.
En esa crisis se cultivó un extraordinario caldo cultural: surgieron el punk de CBGB, el disco en Studio 54 y el hip hop en el Bronx. Fábricas abandonadas se transformaron en talleres artísticos. Habitantes y creadores convirtieron la decadencia en motor cultural.
Origen cultural: el hip hop nació en los barrios marginados del Bronx como respuesta a la exclusión urbana.
1980–2001: recuperación económica, división social
Con Ed Koch como alcalde, la ciudad recuperó el control financiero. Wall Street revivió, pero con él también crecieron los lujos y la desigualdad. Mientras algunos prosperaron, otros quedaron al margen.
La inmigración volvió a ser un factor clave para la revitalización urbana. Hacia finales de los noventa, el 36% de los habitantes eran nacidos en el extranjero. Nuevos neoyorquinos de Asia, África, el Caribe y América Latina poblaron barrios desde Queens hasta Staten Island, transformando la ciudad.
Las tensiones raciales y comunitarias no desaparecieron: hubo boicots, disturbios y disputas entre comunidades afroamericanas, judías y coreanas. La diversidad continuó como fuerza vital y reto permanente.
2001–2020: el costo del éxito
El 11 de septiembre de 2001 trastocó todo. El ataque a las Torres Gemelas fue un impacto humano y simbólico. Sin embargo, la reconstrucción siguió bajo la gestión de Michael Bloomberg: proliferaron parques, bicisendas y proyectos inmobiliarios.

Este auge cuestionó la accesibilidad: ¿quién puede vivir en Nueva York y para quién se construye? La pandemia de COVID-19 y las protestas por justicia racial en 2020 acentuaron viejas y nuevas fracturas sociales.
Una ciudad en debate permanente
El Museo de la Ciudad de Nueva York no celebra una épica de héroes y glorias, sino que plantea un espejo: evidencia destrucción y renacimiento, admiración y olvido, segregación y apertura. Ante todo, muestra un espacio de conflicto, negociación y transformación constante.
Nueva York no es solo un destino turístico: es un organismo vivo que respira historia, lucha y aspiraciones colectivas.
Pregunta abierta: el sentido de la ciudad nunca se responde por completo. Desde fábricas y sindicatos a lofts artísticos y bancos, Nueva York se reinventa con cada generación.
Museo de la Ciudad de Nueva York
1220 Fifth Avenue at 103rd Street, Manhattan
Abierto todos los días, con horarios variados

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