Qué significa olvidarte del nombre de las personas, según la psicología

Deborah Burke y Donald MacKay detectaron el problema con la ‘paradoja de Baker’

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Olvidar el nombre de una persona justo después de haberla conocido no es solo una anécdota incómoda: es también un fenómeno estudiado por la psicología desde hace décadas. Aunque pueda parecer un simple descuido o un problema de memoria, investigaciones científicas demuestran que este olvido tiene más que ver con el funcionamiento estructural de nuestro cerebro que con una falta de atención.

Situaciones como saludar a alguien, intercambiar algunas frases e incluso tener una conversación amena para luego, al despedirse, no recordar cómo se llamaba la otra persona, son más frecuentes de lo que se cree. Lejos de indicar una disfunción cognitiva, este tipo de olvido revela cómo nuestra mente procesa y almacena la información.

Uno de los experimentos más citados al respecto es la llamada paradoja Baker/Baker, que expone las limitaciones de la memoria para retener nombres propios. En este estudio, los investigadores mostraron la misma fotografía de una persona a dos grupos distintos. Al primero se le indicó que esa persona se llamaba “Baker” (un apellido común en inglés) y al segundo, que su profesión era “baker” (panadero, en inglés). De esta manera, el grupo que asoció a la persona con la profesión de panadero recordó esa información con mucha mayor facilidad.

Por qué los nombres se olvidan con más facilidad

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Este resultado pone de relieve un principio clave: nuestra memoria está mejor equipada para retener conceptos con carga semántica o imágenes mentales, como profesiones o actividades, que palabras arbitrarias como los nombres propios. Escuchar que alguien es panadero activa múltiples asociaciones mentales —el olor del pan, la imagen de un horno, el ambiente de una panadería— que ayudan a fijar esa información. En cambio, un nombre como “Baker” no evoca ningún concepto visual concreto y, por tanto, es más difícil de recordar.

Esta diferencia ha sido explicada en términos teóricos por los psicólogos Deborah Burke y Donald MacKay, quienes en 1991 propusieron que los nombres propios tienen una conexión más débil entre su forma fonológica (el sonido de la palabra) y su contenido semántico (su significado). A diferencia de palabras como “maestro” o “perro”, que inmediatamente despiertan imágenes o emociones, un nombre como “Lucía” o “Carlos” solo adquiere significado a través de la experiencia directa con la persona que lo lleva.

Una cuestión de conexiones, no de atención

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A menudo, olvidar un nombre genera sentimientos de culpa o la impresión de que no se prestó suficiente atención. Sin embargo, desde el punto de vista psicológico, no se trata de una falla de concentración, sino de una característica inherente a la forma en que el cerebro organiza la información. La memoria humana no almacena todo por igual: prioriza lo que tiene sentido, lo que puede enlazarse con otras ideas o lo que se considera relevante emocionalmente o para la supervivencia.

Los nombres propios, al ser etiquetas individuales y arbitrarias, no encajan fácilmente en ninguna de estas categorías. No tienen un significado compartido ni activan experiencias universales. Por eso, hasta que una persona no se convierte en parte estable de nuestro entorno o historia personal, su nombre sigue siendo un dato volátil, difícil de fijar en la memoria.

Aunque el olvido de nombres es habitual, existen estrategias que pueden ayudar a mejorar el recuerdo. Una de ellas consiste en asociar el nombre con una imagen, una rima o un rasgo distintivo de la persona. También repetir el nombre varias veces durante la conversación puede reforzar su almacenamiento. Estas técnicas se apoyan en el mismo principio que explica la paradoja Baker/Baker: cuanto más conexiones pueda establecer el cerebro, mayor será la probabilidad de retención.