
En el refectorio del antiguo convento dominico de Santa Maria delle Grazie, en Milán, una pintura mural de casi nueve metros de largo sigue atrayendo la atención de expertos y visitantes más de cinco siglos después de su creación.
La Última Cena, realizada por Leonardo da Vinci entre 1495 y 1498, es célebre tanto por su audaz innovación artística como por el misterio que rodea su deterioro y los desafíos que supuso su conservación.
El encargo de esta obra monumental surgió en el contexto de una ambiciosa remodelación impulsada por Ludovico Sforza, duque de Milán, quien pretendía convertir el convento de Santa Maria delle Grazie en un mausoleo familiar.
Leonardo, en su primer periodo milanés, recibió el encargo de decorar la pared norte del comedor de los monjes, un espacio amplio y cerrado que se transformó en escenario de una de las escenas más emblemáticas del arte occidental.

El mural debía representar el momento bíblico en que Jesucristo, rodeado de sus doce apóstoles, anuncia la traición de uno de ellos durante la celebración de la Pascua, episodio que da origen al rito de la Eucaristía.
Innovación técnica y proceso creativo de Leonardo da Vinci
La técnica elegida por Leonardo da Vinci para esta obra supuso una ruptura radical con la tradición. ARTnews explica que, a diferencia del fresco convencional —que exige aplicar pigmentos sobre yeso húmedo y trabajar con rapidez—, el artista optó por una mezcla de temple y óleo sobre yeso seco, una fórmula propia que le permitía trabajar con los matices de su característico sfumato.
Sin embargo, esta innovación resultó ser un arma de doble filo: la superficie, expuesta a las variaciones de temperatura y humedad de una pared exterior, se mostró extremadamente frágil desde el principio. La pintura comenzó a deteriorarse ya en vida de Leonardo, como advirtió el cronista Antonio de Beatis, quien la describió como “excelentísima, si bien comienza a deteriorarse”.

El proceso creativo de Leonardo estuvo marcado por su perfeccionismo y su afán de experimentación. ARTnews recuerda que el artista, conocido por su inquietud intelectual y su tendencia a dejar proyectos inconclusos, dedicó numerosos estudios y esbozos a cada personaje de la escena.
Leonardo buscaba el gesto y el rostro ideal para cada apóstol, llegando a observar a personas reales para captar la expresión precisa que requería cada figura. Este trabajo se tradujo en una composición revolucionaria: todos los personajes se sitúan en el mismo lado de la mesa, de cara al espectador, agrupados en bloques de tres que refuerzan la simetría y el equilibrio visual del conjunto.
Composición, simbolismo y análisis de los personajes
La disposición de los personajes y los elementos simbólicos de la obra fueron objeto de múltiples interpretaciones. ARTnews destaca que Jesús ocupa el centro de la escena, sin el halo tradicional, en consonancia con el humanismo renacentista que enfatizaba su naturaleza mortal. Su figura, en forma de triángulo, actúa como eje de una composición en la que las ventanas del fondo y la disposición de los apóstoles remiten a la Trinidad.

El momento elegido por Leonardo —el anuncio de la traición— permite desplegar un catálogo de emociones: la ira de Santiago el Mayor, la sorpresa de Tomás, el dolor de Felipe y la calma de Juan, el más joven, que reposa junto a Jesús. Judas, el traidor, aparece aislado, con la bolsa de monedas y derramando el salero, símbolo de mal augurio.
Además, ARTnews menciona la existencia de una V entre Jesús y Juan, que algunos interpretaron como una alusión a María Magdalena, aunque esta hipótesis no es unánime.
La mesa de La Última Cena también encierra enigmas. Aunque el relato bíblico sitúa la escena en la Pascua judía —donde el cordero es el plato tradicional—, los restos visibles en los platos fueron identificados por algunos restauradores como anguilas, un detalle que alimenta el misterio debido al mal estado de conservación de la pintura.

Problemas de conservación y restauraciones
El deterioro de la obra fue una constante desde el siglo XVI. ARTnews relata que, ya en 1517, Antonio de Beatis documentó su mal estado, y en 1568 Giorgio Vasari la consideró prácticamente arruinada. A lo largo de los siglos, la pintura sufrió daños adicionales: en 1652 se abrió una puerta en la pared, en 1796 las tropas napoleónicas usaron el refectorio como establo.
En tanto, en 1800 una inundación cubrió la sala de algas y en 1943 un bombardeo destruyó el techo del edificio, salvándose el mural solo gracias a la protección improvisada con sacos de arena y colchones.
Las restauraciones fueron numerosas y, en ocasiones, contraproducentes. ARTnews indica que la primera intervención documentada data de 1726, mientras que la más reciente, dirigida por Pinin Brambilla Barcilon entre 1977 y 1999, buscó revertir los daños de restauraciones anteriores y estabilizar la pintura.

Tras más de veinte años de trabajo, la obra recuperó parte de su aspecto original, aunque sigue lejos de la imagen que contempló el rey Luis I de Francia, quien, fascinado, preguntó si era posible trasladarla a su país, aun a costa de destruir el refectorio.
Impacto, legado y recepción a lo largo del tiempo
El impacto de La Última Cena trasciende su estado físico. Ambas fuentes coinciden en que la obra marcó un antes y un después en la representación de temas religiosos, influyendo en generaciones de artistas y convirtiéndose en objeto de estudio, admiración y debate.
Su capacidad para suscitar asombro y reflexión permanece intacta, a pesar de que hoy solo se percibe como un velo de formas casi desvanecidas en la pared, testimonio de la genialidad y el legado perdurable de Leonardo da Vinci.
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