
En la Inglaterra victoriana, tres hermanas desafiaron las normas sociales y transformaron la literatura inglesa desde la reclusión de una casa parroquial en Haworth, West Yorkshire.
Charlotte, Emily y Anne Brontë, hoy reconocidas como figuras esenciales de la literatura universal, crearon en ese entorno austero novelas como Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey, obras que continúan cautivando a lectores de todo el mundo. Su historia, marcada por la adversidad y la creatividad, demuestra cómo la pasión literaria puede florecer incluso en los márgenes de la sociedad.
Las hermanas Brontë crecieron en la casa parroquial de Haworth, situada entre el cementerio y los páramos rocosos del norte de Inglaterra. Allí, entre 1820 y 1855, la familia vivió episodios de dolor y genialidad. Patrick Brontë, el padre, era un pastor anglicano de origen irlandés que valoraba la educación y alentó a sus hijos a leer y escribir.

Tras la muerte prematura de su esposa María en 1821, la tía Elizabeth Branwell se trasladó desde Cornualles para cuidar de los niños.
La infancia de las hermanas estuvo marcada por la pérdida de sus dos hermanas mayores, María y Elizabeth, víctimas de la tuberculosis en la escuela, y por la convivencia con su hermano Branwell, quien compartía con ellas la afición por la invención de mundos imaginarios y la escritura de historias en pequeños cuadernos.
El entorno de Haworth, aunque pintoresco, presentaba duras condiciones de vida. El pueblo, superpoblado y con escasas medidas sanitarias, tenía una esperanza de vida media de apenas 24 años y una alta mortalidad infantil.
La Revolución Industrial atrajo a nuevos habitantes y multiplicó los problemas de salubridad, lo que llevó a Patrick Brontë a impulsar mejoras sanitarias en la comunidad. En ese contexto, la familia Brontë no era pobre según los estándares de la época, pero tampoco disfrutaba de comodidades, y los hijos debían buscar formas de ganarse la vida.

Desde niñas, las hermanas Brontë mostraron costumbres poco convencionales. Se las veía pasear solas por los páramos, recitar poemas en lo alto de las rocas y, sobre todo, leer y escribir sin descanso. Leían desde los poemas de Byron hasta novelas de Walter Scott, pasando por revistas literarias y diarios londinenses, temas considerados inapropiados para mujeres jóvenes de su clase.
Mientras Branwell, el único varón, era visto como el futuro brillante de la familia, las expectativas para Charlotte, Emily y Anne eran mucho más limitadas: casarse o, en su defecto, dedicarse a la enseñanza. Las profesiones de prestigio estaban vedadas para las mujeres, que ni siquiera podían acceder a la universidad.
La vida profesional de las hermanas estuvo marcada por la frustración. Charlotte y Anne trabajaron como profesoras e institutrices, sintiéndose menospreciadas por empleadores menos cultos que ellas.
Emily, de carácter reservado y salud frágil, permaneció en Haworth, donde encontró refugio en la música, la poesía y el estudio autodidacta de idiomas. La situación familiar se agravó por los fracasos y la adicción al alcohol y al opio de Branwell, que sumió a la familia en la desesperación.

En 1846, impulsadas por la necesidad económica y el deseo de no separarse, las hermanas decidieron publicar sus escritos. Ante la desconfianza social hacia las mujeres autoras, recurrieron a seudónimos masculinos: Currer, Ellis y Acton Bell.
Su primer libro, una colección de poemas, apenas vendió un ejemplar, aunque recibió buenas críticas. Charlotte animó entonces a sus hermanas a probar suerte con la novela, un género más rentable.
Así, durante ese año, las tres se recluyeron en la casa parroquial, repartieron las tareas domésticas y, en secreto, escribieron sus obras más célebres: Jane Eyre (Charlotte), Cumbres Borrascosas (Emily) y Agnes Grey (Anne). Cada una volcó en sus historias elementos autobiográficos, amores frustrados y deseos reprimidos.
La publicación de estas novelas bajo seudónimo provocó un escándalo en la sociedad victoriana. Los críticos se preguntaban quiénes eran esos misteriosos autores capaces de retratar mujeres complejas, rebeldes y conscientes de sí mismas.

Una reseña sobre Cumbres Borrascosas llegó a afirmar: “… el lector queda conmocionado, disgustado, casi asqueado por los detalles de crueldad, inhumanidad y el odio y la venganza más diabólicos, y pronto vienen pasajes de poderoso testimonio del poder supremo del amor, incluso sobre demonios en forma humana”. A pesar de las críticas, las novelas encontraron un público fascinado por la intensidad y la pasión de sus relatos.
Emily, afectada por la dureza de los comentarios, decidió no volver a publicar y se refugió en la vida doméstica y la poesía.
Charlotte y Anne, en cambio, continuaron escribiendo. Charlotte publicó Shirley y Villette, mientras Anne sorprendió con La inquilina de Wildfell Hall, una novela que abordaba la capacidad de una mujer para desafiar los límites sociales y enfrentarse al abuso.
La tragedia golpeó de nuevo a la familia Brontë entre 1848 y 1849. Branwell murió en septiembre de 1848, víctima del alcoholismo y la tuberculosis. Emily falleció en diciembre del mismo año, debilitada por la enfermedad y la pérdida de su hermano. Anne murió en mayo de 1849, también por tuberculosis.

Charlotte, la única hermana superviviente, reveló la verdadera identidad de los hermanos Bell y alcanzó el reconocimiento literario.
Publicó cuatro novelas en total y, en 1854, se casó con Arthur Nicholls, el coadjutor de su padre. Su vida terminó poco después, en marzo de 1855, a causa de complicaciones durante el embarazo.
Patrick Brontë, el patriarca, vivió hasta 1861 y fue testigo del creciente prestigio de sus hijas, convertidas en mitos de la literatura inglesa. Las novelas de las Brontë, con su franqueza y fuerza emocional, desafiaron las normas de su tiempo y siguen inspirando a generaciones de lectores, artistas y creadores en todo el mundo.
La familia Brontë desapareció, pero su legado permanece como una huella indeleble en la historia de la literatura.
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